NOVELA: YO BIPOLAR. Capítulo XLIII
NOVELA: YO BIPOLAR.
Capítulo XLIII
Todos los hombres están locos y, pese a sus cuidados,
sólo se diferencian en que unos están más locos que otros.
Nicolás Boileau
Por Jesús I. Callejas
EL ESCÁNDALO
Amelia ha formado ante mi puerta un alboroto tal que atrajo, inclusive, a los inquilinos de otros pisos porque decidí finalizar nuestra relación, a raíz de un incidente en el Museo de Arte Moderno. Excluyendo par de cuadros, una mierda de museo, por cierto… Pasé días fraguando en dónde llevar a cabo la operación ya que la chica es impredecible: Si lo hago en el lobby del edificio pudiera formar un alboroto y acusarme de atacarla ante falsos testigos -mi reputación de presuntuoso los haría tomar, sin vacilaciones, partido por ella-; si ocurre en su departamento puedo ser culpado de invasión; de ser en el mío y se violenta, como creo, tendría que sacarla a rastras, lo cual provocaría una pugna física.
No pude encontrar mejor solución: la controlada sala de visitas de la clínica mental cuando le sobrevino la última crisis depresiva. Terreno neutral. Si le entra un arrebato le meten alguna píldora extra o una inyección y la controlan enseguida. Amelia, no va más; se acabó… ¿Qué? Lo nuestro. ¿Lo nuestro? Sí, lo nuestro; porque algo tenemos, ¿o no? La mirada me atraviesa y parece quemar la pared con la foto del empleado mensual a mi espalda.
Resisto la mirada, efectúo la pausa: Amelia, me es imposible mantener esta relación contigo. Demoró pero lo hizo tal y cómo lo anticipé. Me observaba en inquietante crescendo como si le hubiera mentado la madre. ¿Llanto o insulto? ¡Atento! Garras en los ojos, manos hacia el cuello, escupitajo… De pronto comenzó a llorar. Lloraba desesperada; tanto que me disparó la alteración en cuestión de segundos: ¿Por qué me haces esto? ¡No, por favor, no, no! Al sentir sobre sí la atención de los enfermeros, adoptó una repentina voz cavernosa sin dejar de verme de abajo arriba desesperada. Y al fin (ya era hora), iracunda: Lo sabía. Algo me decía que no eres bueno. ¡Eres un ser indolente, sin sentimientos! La única vez que has venido a visitarme en este lugar horrible ha sido para destrozarme el corazón.
Amelia, te he tomado más afecto del que puedo demostrarte, pero no tenemos futuro: Estamos enfermos. Yo trato de disimularlo y en ocasiones lo consigo; es mi supuesta única ventaja. Sus pupilas, lentos disparos de petróleo, languideciendo con el tejado ahora derretido alrededor: Tienes miedo. Sí, Amelia, siento terror, me cago de miedo; y recojo esta mano al borde de la suya.
Creo que no me amas, sino que te obsesiona ese patológico afán de posesión, que es diferente… Me percaté tarde de la tontería dicha. El sulfuro le invadió la cara: ¿Así que ahora conoces mis sentimientos mejor que yo? ¿También eres psicólogo de pacotilla, imbécil? Pero, ¡cómo mierda te atreves a decirme loca, hijo de puta! No, no quise decir… ¿No? ¿Y esas insinuaciones? ¿Crees que toda la gente es idiota? Se puede estar perturbado sin ser un estúpido… Es cierto… Cada vez que hablo la cago, pienso a velocidad precisa. ¿Supones que no entiendo lo que significa patológico? No soy una ignorante, tragamierda. Suelto el fuelle desde el pecho. Como sea, Amelia: nunca quise hacerte daño. Adiós; que te recuperes pronto.
¿Por qué no se descompuso en ese momento con los dos gigantescos guardias al acecho? ¿Será cierta en este caso la afirmación del psiquiatra amigo de Alberto acerca del vínculo entre locos y sinvergüenzas? No lo sé, pero es innegable que Amelia sufre. Al mirar hacia atrás, su cabeza ladeada, de pronto convertida en largo camión de combustible volteado en la autopista, perteneció más que nunca al accidentado brochazo de Modigliani. Y me conmovió, pero la autopreservación va primero…
En cuanto salió fue derecha a mi puerta y formó el escándalo. Ah, la causa… El suceso en cuestión se hubo de manifestar así: Asistimos a la nueva exhibición impresionista y nuestro itinerario transcurrió sin el menor inconveniente hasta el momento en que, pasado el vestíbulo, llegamos frente a una joven esbelta con aspecto de modelo primaveral -aunque era otoño, no obstante; cómo olvidarlo-, a quien entregué mi boleto, que partió en mitades exactas, devolviéndome una y lanzando con precisión la otra en el cajón.
Tímidamente risueña, Amelia sostenía el suyo a modo de banderín lo que dio inicio a cierto simulacro entre gato y ratón, con duración de casi medio minuto, ya que ella escurría el billete ante la impaciente destreza de la otra, quien, más alta, logró atraparlo. El terapéutico efecto que el trozo de cartulina rasgada produjo en la guapa chica (su rubicunda expresión se suavizó satisfecha al instante) se extendió por la antesala del museo, anunciando en la faz de Amelia extraña ancianidad, seguida por un relámpago de silenciosa ira.
Incómodo, tenso, adelanté algunas pisadas cuando a lo lejos sobrevino una gritería espeluznante, y al voltearme pude ver, petrificado, como si alguien desde mí filmara con frenética cámara manual, a la empleada de rodillas, despelucada, un zapato a varios metros de distancia, náufrago en el escalón, y a Amelia aferrada con ambas manos a su cuello en la poderosa exactitud mostrada por los felinos del canal geográfico, sin dejar de revolcarla.
Rollizos guardias lograron separar a la víctima de la atacante que no cesaba de gritar: ¡Cabrona, me jodiste la colección, me jodiste la colección! La pobre mujer fue atendida junto a sus moretones, por colegas quienes le aplicaron los primeros auxilios, debido a que Amelia, por si fuera poco, le había inflamado severamente un ojo y arrancado cabellos en preámbulo a la trifulca, no sin que me acercara a ella, pobre Cenicienta aporreada, con la intención de, anónimamente, colocarle su zapato de tacón, empresa que logré sin ser atisbado por mi “prometida”.
Un oficial del museo, anciano de barba recortada -uno de los primeros en contraer matrimonio con otro varón en la conservadora Bajagracia-, a quien yo conocía por mi calidad de visitante asiduo, me llamó aparte entre temeroso y acalorado: Imagínese usted el terror de esta muchacha; está bajo choque nervioso. Es nueva y no tenía noción de nuestra deferencia hacia Amelita, porque, claro, la conocemos desde que siendo niña venía al museo con su padre, al dejarla conservar sus tiques íntegros.
Mire usted, joven, a lo que nos ha conducido ser compasivos con una persona perturbada; un pésimo precedente, y una amarga lección. Lo siento muchísimo, pero a partir de este instante no se le permitirá la entrada al museo; ni siquiera custodiada. Tiene usted toda la razón. ¿Dónde la tienen ahora?, indagué con desconfianza. Está en la oficina; esperamos por las autoridades para un reporte; y, me imagino, será internada. No deja de preguntar por usted. Siendo su novio quizás pueda tranquilizarla. ¡No, no, yo no soy su novio! Somos vecinos en el mismo edificio. Oh, pero yo creía… Hasta la oí decir que planean casarse… Inexacto, señor; eso es lo que Amelia dice en todas partes. Tome en cuenta que no puedo involucrarme en sus crisis porque yo también sufro de incapacidad mental, soy bipolar certificado, y, según los hechos, ella es obsesiva en nocivas proporciones. Empeoraría mi situación.
Comprendo. Sí, sabemos que ha tenido varios ingresos pero el asunto no rebasó algún que otro incidente menor, como enojos y cambios de humor, por ejemplo. Nunca se había ido de control. Y qué fuerza física, por Dios; una mujer de apariencia tan frágil. ¿Vio cómo jalaba a la pobre chica? Sí, señor; como una pantera arrastrando una gacela hacia su guarida en algún árbol, puntualicé imaginando los fotogramas. ¡Exacto, eso parecía! Ah, le pido un favor: no se vaya, por si deciden interrogarlo, que será lo más probable. No, estaré viendo la exhibición, e intenté hacerme el desentendido.
¡Abre la puerta, cobarde, poco hombre, basura humana! Los golpes van parejos con los alaridos coreados extrañamente por el murmullo en el pasillo, pero mi instinto me aconseja bien: permanecer quieto tras ingerir las píldoras y llamar a la administración del edificio. Si se me ocurre asomar un ojo por la mirilla me sentiré perdido. Los golpes disminuyen, los gritos se acrecientan: ¡Ese canalla me violó, me violó! ¡Parece una cosa y es otra con su aspecto de intelectual infeliz y su cara de comemierda! Cálmate, Amelia, que te van volver a internar, se oye la voz de la Robinson. ¡Me importa un carajo; esto no se va a quedar así!, redobla los golpes, ahora acompañados por patadas. ¡Qué todo el mundo se entere de la mierda que eres en la cama! ¡Y, sépanlo, vecinos: la tiene chiquita! Me sobreviene una risa nerviosa mientras recorro la celda, pero no siento ápice de enojo contra ella.
Enseguida llegan los de la administración; momentos después la policía y los de emergencia. Estoy precisado a mostrarme y, a la usanza de una celebridad acosada por la prensa, atravesar escoltado la vereda hacia el ascensor y de ahí a un salón donde prosigue un proceso casi inquisitorial-iniciado en el museo- cuyos detalles declino repetir por su bagaje agotador, pero cuyos resultados clarificaron mi posición en el caso. Pese a que Amelia me acusó hasta la enajenación argumentando estar embarazada por causa de la supuesta violación, la más simple prueba demostró que tal estado era imaginario.
Su última mirada estaba endemoniada, si es que hay demonios y si es que miran tan espantosamente. ¡Maricón, te voy a capar!, dijo entre espumarajos. La remitieron a una institución mental. Supongo que pasará el resto de su vida entrando y saliendo de manicomios. Jamás he vuelto a saber de ella y, francamente, lo prefiero. Hay gente que al hundirse arrastra al otro consigo y para colmo, trepa por sus espaldas dejándolo en el pozo. La Robinson, a la cual permití limitada accesibilidad desde entonces, me narró de los intentos de Amelia, a quien conocía desde mucho antes de mi arribo al edificio, por tratar de solventar la única aspiración de su joven vida: una relación estable con un buen hombre y tener hijos.
Pero, qué se podía esperar; sin sus padres, sin hermanos, y tantos años de soledad, dejé caer la frase para avivar el ardor de la vieja maldiciente: ¿Soledad? Ay, por favor, no sea ingenuo. ¿Usted cree que es el único "novio" que Amelia ha tenido en todos estos años? Mire, yo le he puedo hacer una lista larguíííísima..., e intentaba comenzar su persistente enumeración que no repetiré aquí para no ser acusado de misógino por algunas conciencias de menú patibulario. No me dé detalles, por favor, le advertí; vea, no sería piadoso… Soy un caballero.
Ella seguía, desentendida: Nunca le comenté a usted el tema porque soy discreta, pero yo le hubiera ahorrado disgustos, dijo con resentida degustación. Encogí labios. Como si no alimentara los constantes comentarios sobre lo pesado, raro y antisocial que soy. Después saltó a la médula del asunto: Sobre el resto de lo que dijo Amelia, eso pudo ser por resentimiento; su cabeza está muy enfermita. ¿A qué se refiere, señora? Bueno, usted sabe, lo del tamaño es un asunto delicado para los hombres… Pero estoy segura que hablaba por rencor. No la comprendo… ¿El tamaño de qué? Ella, cruzando semidesnudas piernas varicosas una vez más; concluyó, en canje ejemplar su infalible máscara de sapo: ¡Qué dura es la vida! Pobrecita muchacha.
En ese momento recordé la película y me sentí de veras tentado a preguntarle: ¿Está tratando de seducirme, señora Robinson? Qué vieja tan puta; lleva la falda casi más corta que la de su nieta. Sí, pobrecita Amelia. Tenemos una colosal diferencia: mi egoísmo. Error poetizar a la gente. El hombre sigue enmarcado en la ventana, las hojas corrugadas del dorado violeta reniegan estación. Gente aparece dentro de mi estudio; estoy viendo siluetas noche tras noche alrededor de la misma hora.
Añicos del CD El álbum de Salieri interpretado por Cecilia Bartoli, retozan ante mi puerta. Intuía que el pobre CD enfrentaba un desaliento similar al de su autor: el olvido. Descubrí los residuos cuando, desprevenidas, mis pisadas los hicieron replegarse hacia Moloch, alias del anciano bipolar, huérfano de homenajes que es el ascensor. Subiendo en pos de la hacienda, bajando hacia la depresión. Pobre amigo mío. La tristeza reflexiva es, por hoy, denominada meta.
Continúa en el próximo número de la revista.
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Fuente de la imagen: Imagen de dominio público.
Novela Yo bipolar, de Jesús I. Callejas, publicada en formato digital en http://www.bookrix.com/_ebook-jesus-i-yo-bipolar/
Fecha de Publicación: 01-21-2013
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Jesús I. Callejas (La Habana,Cuba, 1956) Estudiante de múltiples disciplinas -entre ellas historia universal, historia del arte, literatura, teatro, cine, música-, afortunadamente graduándose en ninguna al comprobar las deleznables manipulaciones del sistema educativo que le tocó sortear. Por ende: No bagaje académico. Autodidacta enfebrecido, y enfurecido; lector de neurótica disciplina; agnóstico aunque caiga dicho término en cómodo desuso; más joven a medida que envejece (y envejece rápido), no alineado con ideologías que no se basen en el humanismo. Fervoroso creyente en la aristocracia del espíritu, jamás en las que se compran con bolsillos sedientos de botín. Ha publicado, por su cuenta, ya que desconfía paranoico de los consorcios editoriales, los siguientes libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil ríos de la cerveza y otras historias (2000), Cuentos de Callejas (2002), Cuentos bastardos (2005), Cuentos lluviosos (2009). Además, Proyecto Arcadia (Poesía, 2003) y Mituario (Prosemas, 2007). La novela Memorias amorosas de un afligido (2004) y las noveletas Crónicas del Olimpo (2008) y Fabulación de Beatriz (2011). Reseñó cine para revistas impresas, entre ellas Lea y La casa del hada, y publicaciones digitales. Recientemente ha publicado los trabajos virtuales Yo bipolar (2012) (novela); Desapuntes de un cinéfilo (2012-2013), que incluye, en cinco volúmenes, historia y reseñas sobre cine; Arenas residuales y demás partículas adversas (2014) y Los mosaicos del arbusto (2015), ambos de relatos, así como el primer volumen de la novela Los míos y los suyos (2015).
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