NOVELA: YO BIPOLAR. Capítulo XVI
NOVELA: YO BIPOLAR.
Capítulo XVI
Todos los hombres están locos y, pese a sus cuidados,
sólo se diferencian en que unos están más locos que otros.
Nicolás Boileau
Por Jesús I. Callejas
LA FAMILIA
Seis vástagos a los lejos trepan; tres mujeres entre ellos. De adolescente, mi huérfano padre, adoptado por una tía materna -murió virginal y decrépita-, laboró en lo que pudo: vendió periódicos, fue mensajero, lavaplatos, botones. Sin dejar de estudiar con ahínco llegó a técnico farmacéutico, ascendiendo al fin a jefe de su departamento hasta el momento del retiro.
Conoció a mi madre, asidua clienta que llegó a diligente costurera según la tradición familiar. Nuestro padre experimentó prematuramente la caída de casi todo su tejado, ostenta nariz respingona y delgada estatura mediana; se comporta racional y paciente ante las reglas puntillosas de mi madre, cierta vez beldad criolla de densa cabellera acuervada. El recinto familiar: intachable matriarcado -la reverencia mariana, aunque sin perversidades-, que fusionaba el respetuoso ateísmo de él con el moderado catolicismo de ella. No broncas matrimoniales, acusaciones vitriólicas, ni palizas a los hijos.
En casa no se gestaron traumas, ni hubo progenitores a quienes culpar rencorosa, violentamente, según se ha exacerbado en la iconografía actual; ni fuimos víctimas de sacerdotes pedófilos a expensas del catecismo semanal que sueño me causaba. Dicho esto, debe quedar claro que soy como soy porque sí, no por arbitrariedades de crianza. Marta, primogénita del clan, es una opulenta morena solterona de cincuenta años a quien nadie le conviene -lleva décadas esperando por el hombre perfecto-, se considera heredera natural en el feudo-familiar caudillaje, posee talante físico parecido al de mamá, y padece de irremisible ignorancia -a ella le debemos una frase axiomática: “La gente que lee mucho se vuelve loca”-, y es experta en chatarra televisiva; aunque atiende a los padres con dedicación, necesario reconocerlo. El mayor trauma de Marta, el peor momento de su día, por mí presenciado, ha consistido en perderse un capítulo de su ocasional telenovela favorita. Las amigas no le duran por envidiosa y dominante.
Le sigue Alberto, de cuarenta y ocho fornidos años. Además de santurrón dominical, es graduado en Derecho y tiene un pequeño bufete o despacho, que le ha brindado suficiente capital para mantener su nido familiar. Del matrimonio con Hilda, pelirroja aporcelanizada y bobalicona, nacieron dos hijos que no parecen humanos: “los digitales”. Caminan y hablan como robotizados. Alberto, aspecto de seminarista, inseparable de rollizos lentes, condena el divorcio. Paradójico, ya que de tales menesteres extrae su caudal de dividendos. Ahí ya comenzamos mal. Además, atiende traspasos, herencias, reclamos; en fin, lo que tiene que ver con dinero, mucho. Evidente antipatía entre él -me ha acusado de manipular "tautología barata"- y yo, bien propiciada, o exacerbada, por cuestiones religiosas, cuya matriz no entiendo, ya que no soy tan directamente insultante en mi agnosticismo. Tampoco deja de causarme sorpresa que nunca aluda al ateísmo paterno, aunque la distancia afectiva entre mi padre y él ha manifestado incómoda desde siempre. Una teta de anís no es indispensablemente el vacacional horario despreciado por la profesora de aritmética, más ñata al consumir su yogurt de tiza. ¡Niño, atiende a la lección! ¿Qué buscas más allá de esa ventana? Si supiera, maestra, que me preocupa tanto la ventana como su marco estercolado, pudiera decirle ahora pero se me escapó el momento de la respuesta.
Recuerdo que la profesora, casada con un mulato gigantesco, tenía bellas trillizas que la visitaron en la escuela una sola vez. Lejano altercado ocurrido durante la cena de Nochebuena entre mi hermano y yo. El diálogo transcurre sin cortes de planos o cambios de telón o páginas atropelladas. El largo comedor iluminado en sepia; cristalería de carcajadas oblicuas; velas cegadoras muy pisoteando el bermellón mantel; devastadores vinos y residuos del enemigo linaje de festines. Fragmento de la Sonata para piano No. 14, de Beethoven, que no se escuchó en aquel momento, pero justifica hoy su presencia a la perfección. Papá en una paraje de la mesa, mamá en la punta, como presidiendo la asamblea mensual de damas. A la diestra de la madre, Julia, Rosario y yo; a la siniestra del padre, Alberto y Marta. Conversan todos dando la impresión de no escucharnos. Me veo acá desde allá. ¡Hay tanto mueble por talar en las abúlicas orejas del concilio! Predominio de rojo sobre el elusivo tinte, o sea, manoteos lumínicos.
Alberto: ¿Por qué no lo admites? Eres un apóstata. ¡Asume posición de credibilidad!
Yo: La demagógica ofuscación te impide ver que ruedo despreocupado por la credibilidad. ¿Apóstata? El término se aplicaría mejor a un prelado o a algún representante doctrinario. Me desentiendo de una práctica religiosa que me fue inculcada sin que mediara mi opinión, y, aclaro, cuyo derecho a nadie le cuestiono. Ah, y no se me puede acusar de intolerante.
Alberto: Muchacho, pero es que todo te sirve de pretexto para evadirte. ¿Y los valores de la tradición? Que se hunda la sociedad, ¿no? Que se derrumben sus pilares…
Yo: La sociedad nació en escenario cenagal con el hombre tratando de imponer su dominio sobre el hombre, y en tal paraje sigue sepultada. Lo que percibo aquí es que un tema marginal a la familia lo has conducido a vulgares linderos de rencilla personal, alentando, por no variar, la inquina que desde nuestra infancia me has obsequiado. Recordatorio persistente: Ya no eres "mi hermano mayor".
Alberto: "Lo que veo aquí es que" está de moda devaluar, difamar histéricamente a la Iglesia Católica y tú, que eres un esnob, te has subido a ese vagón con entusiasmo. A propósito: ya no eres un adolescente y sólo te hemos conocido dos novias, de "manita sudada", para colmo; no matrimonio, no hijos. Eres célibe o asexual, según te justificas, o te escurres. Nada me extraña que te hayas puesto a hacer “experimentos” con los de tu mismo sexo, justificando las aberraciones y degeneraciones que en la actualidad se dedican a publicitar lo antinatural sin trazas de pudor.
Yo: Mucho me intriga de dónde viene tu homofobia. ¿Te ocurrió algo en la infancia? Hace años un tipo me dijo que “todo hombre tiene un homosexual dormido adentro”…
Alberto: Hablarás por ti.
Yo: Tú y yo incluidos; hablo por todos.
Alberto: Cuida mucho lo que dices si no te quieres llevar un tortazo. Sabes que tengo la mano pesada.
Yo: Ah, sobre los años… No tengo años; tengo movimientos, o soy parte de un movimiento universal. No sé… Individual o no, me gasto… La legislación del llamado tiempo es “todavía” un enigma… Sí, esto se gasta… Nos gastamos.
Alberto: ¿Qué nuevos disparates relinchas?
Yo: La china…
Alberto: ¿Qué china?
Yo: ¿No te has enterado?
Alberto: ¿Con qué vienes ahora, pedante?
Yo: Oh, ¿no supiste la noticia de la china de veinte años que en dos días envejeció hasta los cincuenta con más arrugas en el pescuezo que los chales de Martha tratan de ocultar? Extraña velocidad…
Alberto: ¿Qué…?
Yo: Mejor volvamos a lo otro. ¿En qué puede incidirte que el escepticismo me aleje de la religión y que me llames anticlerical por cuestiones meramente teológicas? La fe es tema insoluble. Un teófobo exaltado no es precisamente el más adecuado para inmiscuirse en esos asuntos, y, ni se diga, para dárselas de inquisidor con respecto al uso de los aparatos reproductores antagónicos. Conque tildas de degenerados a los homosexuales. Ah, pues entre ellos aparecen paradigmas: Sócrates, Virgilio, Botticelli, Leonardo, Miguel Angel, Shakespeare, Tchaikovski, Whitman, Wilde, Proust, Gide, García Lorca, Visconti, Pasolini. Conste que, manteniendo un tono conservador, excluyo a Caravaggio, por delincuente. ¿Qué sentiste al quedar "extático" cuando visitamos la Capilla Sixtina y ver todos esos desnudos cuerpos masculinos? ¿No se te chispeó peligrosamente un cable en la cabeza, sabiendo que fue pintada por un maricón?
Alberto: ¡No podía faltar la grosería, la mala palabra! ¿Qué tienen que ver las alegorías del arte religioso con lo que dices? Siempre vas a los extremos mezclando todo; fanfarroneando sobre la cultura. En cuanto le dan chance comienza el intelectual de pacotilla a escupir su retórica. A propósito de órganos reproductores, parece que los tuyos están a buen recaudo en el "clóset".
Yo: Ambos aspectos se relacionan: en esas figuras masculinas santificadas aparecen los sensuales efebos del divino Miguel Angel. El Renacimiento es paganismo embozado. Y volviendo a lo del “hombre dormido”: Veremos a qué puerta de closet llama primero. Estoy cómodo en mi clóset: aire acondicionado, diván, televisión, videos, café. Cuando me engarroto salgo a estirar las piernas. Qué remedio si se tiene que compartir el oxígeno hasta con los indeseables.
Me levanto y avanzo errático a buscar una porción de natilla, mientras la conversación, ya interrumpida, acusa aires de disgusto en el rostro demacrado de nuestra madre. Mi hermano Alberto, "hombre piadoso", abona veinte billetes mensuales para ayudar a mantener a un niñito del Tercer Mundo. No demasiado para mitigar, o entrenar, la falsa conciencia. ¡Así, bestezuela, salta la barda, retoza, mueve la colita, dame la pata, adorable salvajito! Ah, la genealogía. Después, Julia -como el retoño del emperador Octavio, aunque menos puta-; cuarenta y cuatro, contundente aspecto mediterráneo, dedicada a los Bienes Raíces con la empecinada intención de hacerse millonaria; divorciada de ingeniero y con hija. Julia fue aeromoza pero la presión la drenó emocionalmente: pasaba tanto tiempo en el extranjero que terminó vacacionando en su propia casa en Bajagracia. La tercera, Rosario, cuarenta y dos, diseñadora gráfica que labora en una agencia de publicidad. Hippie durante su adolescencia, viuda de un pianista de la Sinfónica -el melenudo Hernando, se creía un Franz Liszt y tenía tan mala uva que lo mató joven un infarto debido a los celos profesionales que le inspiraba un rival virtuoso: “la re-encarnación de Chopin”- con quien procreó dos hembras; todavía adicta a tertulias y al vino tinto sin desmerecer en rubenesco andamiaje corpóreo.
Después yo, el enfermizo mental y físico (alérgico, miope, escoliósico), sin popularidad en el grupo familiar debido a desajustes de temperamento y cobardía existencial (que no es mía, como ya dije; y si es mía, ¿qué puedo hacer?). No formación concienzuda por rechazo a los recintos académicos… No profesión. Soy un fracasado, o mejor, un perdedor; un diletante perjudicado por sus recrudecidos desórdenes mentales. Nefasto personaje de tan mustia familia es la amargada, única hermana de mamá, tía Josefa. Maniática hasta la irritación por el aseo y el orden -su marido plomero, Jacinto, al que le machacó la vida, huyó recién cumplidos los sesenta años con una joven amante- vive en el piso superior con su hijo Carlos, durante la infancia monstruo propenso a ataques de furia que lo inducían a morder, patear y desfondar muebles con admirable ímpetu. Cierta vez lanzó una tijera de sastre contra papá recibiendo una tremebunda paliza de su madre. No en lo absoluto satisfecho -la tijera destrozó un jarrón y fue decomisada- encajó un cuchillo de cocina en un retrato de la abuela ante el desconcierto circundante, y con catorce bien desarrollados años agarró a su madre por el cuello casi estrangulándola, aunque esta vez la paliza llegó duplicada y de manos del abarrilado Jacinto, que estuvo a punto de lanzarlo -imagino que como Max von Sydow con el pequeño hermano de los homicidas violadores en La fuente de la virgen- contra una pared, lo que impidió bravamente Josefa. Salvó al hijo de la muerte, o de la deformación física, y al marido de la cárcel. ¡Este demonio terminará internado de por vida en el psiquiátrico si antes no lo matan en la calle!, y Jacinto desapareció tras el portazo.
Carlos siguió dando un problema tras otro: en la escuela se peleaba con cualquiera e irrespetaba a los maestros; volvía la casa un infierno; vociferaba el odio hacia sus padres. No obstante, lo increíble del caso es que, pese a más incidentes de juvenil cólera, amén de su filiación a una pandilla de vandálicos -uno de ellos, al verse sorprendido el grupo robando autos, le voló la cabeza a un guardia de seguridad de un limpio machetazo; nunca fueron descubiertos-, a mi primo jamás se le remitió a una institución mental; ni siquiera pasó por el obligado reformatorio juvenil. El hijo de puta de “Carlitos” apachurraba cuanta mascota tuviera la desdicha de cruzarse en su avenida -actitud que me hizo detestarlo pues siento especial afecto por perros y gatos-, se deleitaba diseccionando lagartijas con frenesí de cirujano rencoroso e incendiaba centenares de cucarachas con épicos chorros de alcohol mientras las observaba, en pose neroniana, derrumbarse a guisa de autos.
Por mi parte, en un cumpleaños (el sexto, asegura mamá), ante la torta o cake, farfullé: No la quiero. ¡La vida es una mierda! Sin embargo, la mente convoyada hacia un terapista no fue la de Carlos, sino la mía... sólo por, tal vez, anticipar lo que me esperaba. Sorpresivamente, pasados incidentes más o menos agitados, mi desquiciado primo logró, al largo paso de las estaciones, tocar puerto en la universidad para graduarse en Publicidad, sin volver a evidenciar el menor vestigio de desajuste psíquico, logrando así su admirada remisión social. ¡Cómo carajo entenderlo! ¡Cómo! El candidato ideal se redime dejando su lugar vacante para mí que alentaba nobles planes y quedé tapiado en las crisis bipolares.
Admito que durante mi adolescencia acuchillé frenético la mesa del comedor un par de veces, pero nunca intenté agredir a alguien; ni siquiera me desquité con las hormigas. Incluso, cuando me sobrevenía algún inesperado ataque de furia prefería golpear las paredes de concreto y terminar con los nudillos sangrantes y los puños inflamados antes que dañar a otros. Por lo demás, la nuestra ejemplificó lo esperable de una familia con los valores -y prejuicios-usuales-; una típica “decente” familia pequeño-burguesa de la que no hay mucho que decir. Respetuosa, hasta el temor, de las leyes sin cuestionar su equidad, compasivamente racista -"cada oveja con su pareja"; llamar a la gente de raza negra "personas de color" (raro: ¿no que todo el mundo tiene color?)-, e infalible valuadora de la "moral" según el desempeño sexual de las personas; por ejemplo: las prostitutas son "esas infelices mujeres de la vida" y los homosexuales de ambos géneros "pobres enfermos". La "caridad”: boleto al firmamento. Cuidado, la tara anda agazapada desde siglos intentando contaminar la ruleta: un peligroso giro y el tambor rodante nos encaja un pistoletazo de locura. Bien, revisemos la línea paterna. Durante la colonia, a fines del siglo XIX, una hacendada cafetalera, sabiendo de la infidelidad de su marido con una esclava ordenó atarla con las piernas separadas y le aplicó una plancha hirviente sobre el clítoris. La infeliz demoró horas en morir para disfrute de aquella diabólica criatura, que enloquecida al final de su vida se lanzó en las astas de un trapiche. Deme un filete de vagina a la parrilla y un batido de hija de puta. Enseguida. Gracias.
A finales de ese siglo, un mercader, en puro arrebato pirómano, incendió su residencia y se colgó de un árbol a la vera de la avenida mientras esposa e hijos huían despavoridos. Veo la imagen del ahorcado con visión de estimulante belleza pictórica detrás: Matisse en llamas. Primera década del siglo XX: un primo de mi abuelo creyéndose destinado a la presidencia de la República imprimió miles de pasquines con su foto anunciando candidatura al margen de los partidos reconocidos. Según lo esperado, al fracasar tal intento cayó directo en una casa de locos donde murió quince años después. Durante la Primera Guerra Mundial, otro primo, hipocondriaco consistente, prefirió suicidarse antes que padecer las peores enfermedades del abanico clínico. Tapió resquicios en puertas y ventanas, vistió traje y corbata, consumió dos botellas de ron, abrió las llaves del gas y se tendió en la cama donde la parca lo halló indefenso. En la escasa familia de mi madre hay par de extraños casos. Una tía abuela suya, Francisca Fernanda -sí, como el heredero al trono austro-húngaro asesinado en Sarajevo y astuto pretexto para desatar la Primera Guerra- aseguraba no sin irritación ante las dudas de los oyentes, conferenciar con supuestos ancestros medievales (entre ellos varios caballeros de la Orden de Malta), con el propósito de “expandir la fe por el mundo”, aunque según cuentan otros (les creo) no era sino una viuda senil que hablaba sola, y se mantuvo obsesionada por la limpieza -peor que Josefa; diariamente mandaba lavar las cazuelas hasta dejarlas nítidas bajo los navajazos del mediodía-, poseía un gato llamado Pancho al que enseñó a deponer balanceado en el borde del inodoro y al que apaleaba sin contemplaciones de no proceder según el riguroso entrenamiento.
Entonces no existían las cajas de arena y Francisca detestaba con furia micénica que cualquier animal ejecutara "sus necesidades" en los recintos de la casa, inclusive en el patio. Se tornaba irremediablemente histérica cuando las gallinas paseaban soltando deyecciones entre granos de maíz alrededor de la cocina y las acometía con tan formidables escobazos que reventó muchas, siendo su destino la olla de sopa. El simpático -cualquier gato capaz de algo semejante debe serlo- Pancho adquirió tal destreza -por suerte nunca cayó adentro- que al finalizar funciones maullaba avisando a su dueña, siempre apurada en tirar de la cadena del tanque colocado en una sección superior, sistema típico en los modelos de la época. Según supe, Francisca partió de este desconcertante plano en radical oposición a sus rigurosos preceptos de salubridad: murió de una apoplejía, bañada copiosamente por diarrea cuando, desesperada, corría hacia el mismo inodoro donde Pancho hubiera de comportarse con admirable disciplina.
El segundo caso lo protagonizó Ruperto, paranoico retirado que, creyendo inminente la destrucción de la loca pelota terráquea durante la Segunda Guerra, mandó construir un rústico búnker con baño en el sótano de una casa de dos plantas. En su terror comenzó a ver espías alemanes en su mujer e hijos. Se le suministraba el alimento a través de una claraboya y muchas veces se negó a probarla por creerla envenenada; en las cazuelas veía cascos nazis portando crípticos diseños. El esoterismo lo aterraba, y su fobia contra la masonería y el ocultismo no tenían límites. La crisis se mantuvo en secreto debido a que era hombre silencioso, lo que hizo creer a los vecinos que se encontraba inmovilizado en cama debido a una enfermedad reumática. Transcurridos veinte meses en los cuales finalizó la guerra, Ruperto (con ochenta libras de menos) decidió que el peligro había desaparecido y emergió tranquilo, sin recordar el encierro, e incorporándose a sus ocupaciones coherentemente. Dicho incidente no volvió a ser mencionado y Ruperto falleció en plena “normalidad” años después. ¿Habría que sentir orgullo de semejante genealogía? No me jodan; eso está bien para payasear en una tertulia de alborozados borrachos. Material de prosaica ingesta… El macho felino intenta matar las crías de la hembra, esforzada en mantenerlo a distancia, abandonada por su pareja e intenta formar nueva familia. A veces lo consigue…
Continúa en el próximo número de la revista.
Capítulos anteriores:
Capítulo I en: http://revista.escaner.cl/node/7153
Capítulo I en: http://revista.escaner.cl/node/7174
Capítulo III en: http://revista.escaner.cl/node/7231
Capítulo IV en: http://revista.escaner.cl/node/7294
Capítulo V en: http://revista.escaner.cl/node/7314
Capítulo VI en: http://revista.escaner.cl/node/7356
Capítulo VII en: http://revista.escaner.cl/node/7393
Capítulo VIII en: http://revista.escaner.cl/node/7432
Capítulo XIX en: http://revista.escaner.cl/node/7472
Capítulo X en: http://revista.escaner.cl/node/7490
Capítulo XI en: http://revista.escaner.cl/node/7526
Capítulo XI en: http://revista.escaner.cl/node/7557
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Capítulo XIII en: http://revista.escaner.cl/node/7581
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Capítulo XV en: http://revista.escaner.cl/node/7632
Fuente de la imagen: http://www.freeimages.com *Archivo de imágenes con licencia libre
Novela Yo bipolar, de Jesús I. Callejas, publicada en formato digital en http://www.bookrix.com/_ebook-jesus-i-yo-bipolar/Fecha de Publicación: 01-21-2013
@copyright Prohibida su copia sin la autorización del autor.
http://www.bookrix.com/-jesusicallejas
Email sibaritamito@gmail.com
Jesús I. Callejas (La Habana,Cuba, 1956) ha publicado los siguientes libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil ríos de la cerveza y otras historias (2000), Cuentos de Callejas (2002), Cuentos bastardos (2005), Cuentos lluviosos (2009). Además, Proyecto Arcadia (Poesía, 2003) y Mituario (Prosemas, 2007). La novela Memorias amorosas de un afligido (2004) y las noveletas Crónicas del Olimpo (2008) y Fabulación de Beatriz (2011). También ha reseñado cine para varias revistas locales como Lea y La casa del hada, así como para otras publicaciones. Recientemente ha publicado los trabajos virtuales Yo bipolar (novela) y Desapuntes de un cinéfilo (2012), que consta de reseñas y elementos de la historia del cine. Callejas es descendiente de Manuel Curros Enríquez, junto a Rosalía de Castro, el mejor poeta de lengua gallega.
Excelente encontrarse con las
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