NOVELA: YO BIPOLAR Capítulo XVIII
NOVELA: YO BIPOLAR
Capítulo XVIII
Todos los hombres están locos y, pese a sus cuidados,
sólo se diferencian en que unos están más locos que otros.
Nicolás Boileau
Por Jesús I. Callejas
LA MUERTE
Soy yo. ¿Quién es yo? Rosario. ¿Qué sucede?, ¿por qué llamas a esta hora? ¡Papá sufrió una trombosis!; estamos en el Hospital General. Julia irá por ti. El eco auricular retumba contra las paredes en tanto comienzo a encender la vieja lamparilla. Las cuatro de la mañana. Un batiente monólogo me dice que conservo el auricular ahogado entre las manos; lo deposito con cuidado, respiro duro. Debo alistarme rápido, Julia es puntual. Me compongo y aseo, salgo, aseguro la cerrada puerta dando varios empujones. Me aterra dejarla abierta. Parado frente al ascensor observo hacia la puerta de Amelia. Repulsiva mezcla de aromas trae el amanecer: bostezos y café con leche. ¿Qué o quién detrás del archipiélago evaluando desplazamientos? Me encamino a la escalera en el silencio del día recién nacido, o repetido.
Como que resuenan gotas ajenas en cemento; la barandilla fría equivalente a líneas geométricamente menos diseñadas, desde azotea de cuaderno hasta bordes de arrecifes escolares. La puerta del recibidor arroja engarrotadas manos en los bolsillos del torso; ocupo asiento, espero por Julia. La puerta es una mano. Día, te anuncias bañado de frescura: ¿me expulsas o me absorbes? Invierno no lejano eres. Sólo pienso en mi padre cuando descubro que no pienso en él. Pensando en él... ¿Se viene al mundo en periplo hacia la muerte o se regresa de ella? Basta, no comenzar con lo mismo.
El auto de Julia acomete torpe giro frente a la puerta del edificio. ¿Cómo sucedió? Me abraza e irrumpe en llanto entre chorros de cabello encrespado: Conduce tú, estoy demasiado nerviosa; temo provocar un accidente. Atemorizado, ocupo su sitio ante el timón. Conduzco atento, escucho precavido. Se levantó en la madrugada para ir al baño y enseguida mamá oyó un estruendo; fue a ver qué había sucedido y lo encontró en el suelo cubierto de sangre... Según Rosario fue una trombosis, insisto sin dejar de revisar preocupado el escaso tráfico. Sí, pero el ataque lo hizo chocar contra el lavamanos y reventarse la cabeza; un alivio que no estaba consciente al sufrir el golpe... Solloza, se calma, solloza en otro respingo, permanece diez minutos en silencio.
Me siento mal conduciendo; los deseos de lanzarme contra cualquier poste eléctrico no desaparecen. La jaqueca avanza. Me dedico a contemplar los pájaros en inagotables cables del tendido; contornos de aquelarre: lila amanecer. Coño, es similar a una película de Hideo Gosha… ¡Cuidado!, avisa Julia al vernos sobre un camión de cerveza aparcado a la derecha. Jaruco estaría contento de chocar con ese camión. Deseos de liberarme del auto: Disculpa, Julia, necesito cafeína; estoy casi dormido. Lo siento. Paremos acá, indica ella hacia un sitio abierto veinticuatro horas. Bajo del auto, doy la vuelta y caigo en el asiento ya desocupado por mi hermana, ahora frente al timón, lista para ordenar dos cafés. ¿Puedes conducir? Sí, ya estoy mejor. El vapor invade furioso el auto, atrapa seguro el espejo retrovisor, se lanza desde trampolín sobre rostro cuarteado por bostezos sin café con leche. Aún recuerda su extrañeza al descubrir la húmeda belleza de Julia y sus monumentales tetas. ¿Qué o quién decide que ese cuerpo sea llamado Julia, mi hermana? Padre que nace, padre que se arrastra, padre que camina, padre que estudia, padre que trabaja, padre que se agota entre medio siglo farmacéutico, padre esposo, padre muerto, padre nunca nuestro vagando por el mundo. Papá no debería sufrir; ha sido un hombre bueno, dictamina Julia sorbiendo el café con descompuesto rostro. Más sollozos. Pienso a la vez que repito: Un hombre bueno.
Penoso si sobrevive vegetativo. Ahí está el pobre; lo veo con la boca torcida, la nariz en coma. ¿Estaría yo así entubado y dando soplidos? Siento compasión por mi padre pero no sé mostrarla; nunca he sabido; voy sin escala de la indiferencia a la sensiblería. ¿Qué sucede en este barrio (mejor barro) humano? Escasos cabellos grises alrededor de la cabeza revueltos por arrugas dibujadas en la almohada; ora finos hilos de paja, ora agujas de acupuntura. Mamá de pie toma su mano derecha; a los lados, sentados Alberto, Marta, Rosario. Se compone ahora mismo la fotografía rectangular en blanco y negro. Yo a varios metros de la cama, Julia sufriente hacia ellos. La foto se hace trozo fílmico: sí, se mueve. Marta entra en llanto. La cabeza de Alberto cuelga como la de un pavo. Rosario, de pie, se desplaza y me abraza. Pestañeo tres veces; la pantalla ya en blanco, los fotogramas estallando en todas direcciones. Rosario, sabes que detesto los malditos hospitales, vierto en su oído, temiendo ser escuchado por los otros. Sus brazos firmes me sueltan con delicadeza. Los ojos aquí colocados recorren la habitación impoluta; más que cajón de dolor y muerte es una cafetería con frías flores, no aroma, y ese televisor que cuelga amenazante sobre mi cabeza y del que me aparto.
A las nueve de la noche un pájaro choca contra la ventana de la habitación; diría que sigue viaje en pos del movimiento sin saberse movimiento. Ha sido muy rápido, pero he visto a mi padre abrir los ojos y mirarme… Imposible, está en coma. Sostener la mirada agónica y esperar; oportuno bálsamo para estrenar la muerte. La mirada del muerto se apaga en la mía, o acaso la mía en la suya, y aliviado parte dejándome el pavor. Otra víctima aliñada para rostizar. El rito: embajada de preparación ceremoniosa. El pavor me recorre cuando veo el suelo de la habitación abrir compuertas y mostrar un vidrio bajo el que se desliza gélido y pausado un disco solar que explota al final contra el encumbrado espejo de la habitación. Mamá y Marta escoltan a nuestro padre moribundo. No puedo contener más las sacudidas de mi propio cuerpo. ¿Dónde estará lo que he llamado padre, en qué espacio flota el ave?, me oigo decir durante ecos. Despierto del desvanecimiento frente a una mujer que me evalúa la presión arterial: Muy raro; está normal, casi perfecta. Bastante pelo alambicado, rasgos oblicuos, brazo de estibador; enfermera picassiana. Rosario, Julia y yo en un restaurante. Las manos tiemblan.
Ordeno sopa de pollo; el Locozepam transita liberado por mi esófago. Debiste tomar tu medicina antes de llegar al hospital, exclama apresurada y se enzarza llorosa en el menú. Sí, el ataque de pánico me agarró con la guardia baja. ¿Por ver así a papá? Sí…, y por lo demás. Trozos de apio, zanahoria y patata chocando entre densos barrotes formados por los fideos en abusiva persecución del rosáceo pollo deshebrado mientras círculos de grasa se separan de la ¿esencia? ¡Estoy aquí!, casi vociferan los pulmones del pollo desde un amanecer polinesio. Julia escenifica ¿otra? escena deprimente. Exaltada, menciona un seguro de vida teniendo a su hija de beneficiaria, repite y repite: ¡Tengo que hacerlo! ¿Qué será de ella? Rosario mira hacia el cielorraso sin dejar de sorber su café exprés, pero sé exactamente lo que piensa al emitir esa mueca leve.
Tras contenido tedio dice: Por favor, Julia, en el lamentable caso de que algo así sucediese tu hija tiene a su padre, que nunca ha dejado de pasarle la manutención. Además, estamos nosotros, ¿no? Y, por si fuera poco, algún día será mayor de edad y tendrá que hacer lo que todo el mundo hace: trabajar y ganarse la vida, con profesión o sin ella. Ja, ja, ja, lo que todo el mundo hace; pienso revolviendo los trozos, jugando a sortear fideos... Hazlo al revés... ¿Qué? Al revés. ¿Qué cosa? No trates de liberar el pollo, sino los fideos, y al decirme lleva la taza a labios púbicamente desmaquillados. Mi mano detiene la cuchara; Julia mueve la cabeza: Pobre papá.
Comienzo a mover los fideos con creciente inquietud hasta finalizar la sopa en diez segundos. Esta vez la invitación corre por mi cuenta. Avanzamos contra la brisa de la noche. Julia parte en su auto, Rosario me lleva de vuelta. Me veo en mi propia cama usurpando el diáfano poder de la pobreza. Los labios de Rosario muestran ya surcos; aparenta más edad que Julia, pero no, no ha perdido atractivo. Al momento quedé dormido. Veinticuatro horas exactas cuando mirando el reloj recibo su llamada: Papá falleció. Paso por ti.
Ansío salir así en pijamas, y tocar en mi puerta como si visitara a un desconocido, pero me quedo sentado en la almohada apoyada en la pared sosteniendo el farallón, recreando inexpresiva mirada sobre el amarillo de frágil lámpara refractando habitación. Viene al encuentro de mi angustia el recuerdo de la vecina. Durante la mañana se suscitó una engorrosa situación en torno a los restos de nuestro padre; todos, menos yo, desean que lo entierren, procedimiento que me desagrada profundamente, que me repugna, en realidad. Discrepan agitados, por supuesto. Peor, se escandalizan ante mi "profanación", cuando les propongo que lo cremen: Papá era ateo. Salta Alberto con lentes empañados: ¡Cállate, hereje! ¡Basta de disparates! ¡No más discusiones, por el amor de Dios!, gime mamá desfallecida, en lo que Marta finge conciliar: Cálmense los dos. ¿Los dos? No soy yo quien discute, asevero sin cautela. Acorde a nuestra costumbre será velado y enterrado, desvía Marta intentando más suavidad, mirándome casi como si yo fuera culpable del mortuorio suceso.
Rosario en prudente silencio. Julia, humedecida visión, exclama: Entiende, al fin y al cabo somos católicos. ¡Lo serán ustedes!, y de camino a la puerta exclamo: Papá ya no puede opinar; menos sobre sus propios restos. ¡El colmo: apóstata y blasfemo!, ¡Mejor retírate de aquí!, se escucha aleatoria la voz de Alberto. ¡Basta!, mamá gime hacia él, y me orienta reprobatorias antenas: ¿Era necesaria esa palabra tan horrible? ¿Por qué no te retiras tú?, digo sin mirar a Alberto y me ubico en un rincón lejano. Observo a la enfermera que me socorrió durante el desvanecimiento recorrer el pasillo con dedicada diligencia. Una mujer enamorada de su profesión. Jamás la he visto emitir un gesto de contrariedad ante las majaderías de algunos pacientes
y sus familiares o mostrar síntomas de cansancio, pese a soportar el trasiego de ese piso. Sacan el cubierto cadáver de mi padre. Mamá ha resistido admirablemente al colocar un beso sobre la frente aún tibia, pero no ha podido evitar torcerse como trozo de macilla. Apago los ojos y al fin me retiro sin proferir palabra. Tras la aberrante exhibición funeraria, el padre fue enterrado en la cripta familiar, donde los huesos de mis abuelos cargan gavetas de ceniza. No asistí al espectáculo de feria macabra, y no me arrepiento en lo absoluto -mi conflicto de culpa no llega tan lejos-, lo que estimuló, o mejor dicho, acrecentó el rencor de Alberto y Marta y el abismal desconcierto de mi madre. Durante el incipiente siglo XXI un hermano llama hereje a otro y su progenitor yace, con medio torso afuera, en sarcófago de vitrales, maquillado para la merienda guiñolesca. ¡Todo me exaspera! El maldito libro no se deja escribir…
Continúa en el próximo número de la revista.
Capítulos anteriores:
Capítulo I en: http://revista.escaner.cl/node/7153
Capítulo I en: http://revista.escaner.cl/node/7174
Capítulo III en: http://revista.escaner.cl/node/7231
Capítulo IV en: http://revista.escaner.cl/node/7294
Capítulo V en: http://revista.escaner.cl/node/7314
Capítulo VI en: http://revista.escaner.cl/node/7356
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Fuente de la imagen: Flikr, imagen de dominio público.
Novela Yo bipolar, de Jesús I. Callejas, publicada en formato digital en http://www.bookrix.com/_ebook-jesus-i-yo-bipolar/Fecha de Publicación: 01-21-2013
@copyright Prohibida su copia sin la autorización del autor.
http://www.bookrix.com/-jesusicallejas
Email sibaritamito@gmail.com
Jesús I. Callejas (La Habana,Cuba, 1956) ha publicado los siguientes libros de relatos: Diario de un sibarita (1999), Los dos mil ríos de la cerveza y otras historias (2000), Cuentos de Callejas (2002), Cuentos bastardos (2005), Cuentos lluviosos (2009). Además, Proyecto Arcadia (Poesía, 2003) y Mituario (Prosemas, 2007). La novela Memorias amorosas de un afligido (2004) y las noveletas Crónicas del Olimpo (2008) y Fabulación de Beatriz (2011). También ha reseñado cine para varias revistas locales como Lea y La casa del hada, así como para otras publicaciones. Recientemente ha publicado los trabajos virtuales Yo bipolar (novela) y Desapuntes de un cinéfilo (2012), que consta de reseñas y elementos de la historia del cine. Callejas es descendiente de Manuel Curros Enríquez, junto a Rosalía de Castro, el mejor poeta de lengua gallega.
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