DIME COSAS SUCIAS AL OÍDO
Dime cosas sucias al oído
Carlos Yusti
Cuando era un militante pagano de un grupo literario pensaba que un texto con algunas groserías era más efectivo que un texto bien peinado y cuidando en extremo el uso de las palabras. Aprendí tarde que esos primeros escritos eran efectistas, pero nada efectivos. Cuando de literatura se trata la misma va referida en la utilización del lenguaje en una situación especial donde privan inteligencia, sensibilidad y profuso conocimiento de las palabras y las reglas para ordenarlas con cierta estructura sintáctica.
Uno cree que la literatura, tanto leído como la que se intenta escribir, debe enderezar el árbol torcido en tu alma y sucede que a medida que una trajina la vida y otras literaturas se percata que el trabajo de escritura debe mejorarse a cada instante, que es necesario podar y pulir las frases hasta lograr algo estético. Mi amigo poeta (Francisco Arévalo) tiene la teoría de que aquellos sabelotodos que viven preocupados por escribir bien, que sudan con eso del perfeccionismo estilístico no publicarán jamás y en el peor de los casos tampoco escribirán. Si se quiere escribir hay que apañárselas como se pueda con las palabras y salir al ruedo.
Mi primera lección sobre la importancia de organizar las palabras para un fin determinado no la aprendí en un taller literario, sino en un prostíbulo. Eran joven y trabajaba en una empresa que ensamblaba elevados prefabricados. Con la compañía viajé por distintos estados del país. Comencé como obrero raso y luego pasé a la oficina administrativa, pero logré mucha camaradería con los obreros. Con ellos (cuando estuvimos en Barquisimeto) fuimos a un legendario burdel llamado el 7 rojo. Allí había mujeres de todos los colores y tamaños, mujeres a la medida de nuestra fantasía que no era demasiada ni muy poéticas. En aquel lugar había una dama que se excitaba cuando uno le susurraba un repertorio de obscenidades y fantasías subidas de tono en el oído. Tenía fama y aquella frase: “Háblame cosas sucias al oído”, siempre me impresionó. Las palabras como cosas, como artefactos para encender el deseo y el clímax sexual.
Muchos años después leería aquel libro de Michel Foucault, “Las palabras y las cosas”, que sin aquella prostituta me hubiese parecido un intento vano sobre el lenguaje. En el prólogo Foucault explica que una frase de Jorge Luis Borges, que le causaba mucha gracia, desencadenó el mecanismo para escribirlo. La frase pertenece a un breve ensayo de Borges titulado “El idioma analítico de John Wilkins”: “… Franz Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”. En esta frase Foucault ve un pequeño hilo que lo conduce a esa madeja del orden que se enuncia a través del lenguaje, de ese orden que surge de la enumeración, de la clasificación o como él escribe: “El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje; y sólo en las casillas blancas de esta tablero se manifiesta en profundidad como ya estando ahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado”.
Walter Benjamin escribió que “la esencia lingüística del hombre es por lo tanto nombrar las cosas”. Benjamin lleva todo esto del lenguaje y la comunicación a un plano espiritual donde el orden que instaura el lenguaje tiene como premisa crear un puente con Dios. No obstante uno se queda con lo escrito por Michel Foucault: “…el lenguaje no es un sistema arbitrario; está depositado en el mundo y forma, a la vez, parte de él, porque las cosas mismas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que descifrar”.
Con el Internet y las nuevas formas digitalizadas de comunicarnos el lenguaje parece volver al caos. Ya no se preocupa en enumerar las cosas, clasificarlas para asignarles su respectiva casilla y todos felices. No, hoy el lenguaje parece dinamitado desde adentro y se le simplifica, se le reduce, se le mutila para adaptarlo a los nuevos soportes técnicos de comunicación. El lenguaje bulle a nuestro alrededor como esa premisa envolvente de lo práctico. El lenguaje pasa a ser ya no una cosa, sino un accesorio subsidiario del aparato electrónico. Es más excitante el instrumento computarizado utilizado que lo trasmitido (por escrito o verbalmente). No hay reglas ni ortográficas, ni gramaticales para los mensajes de textos. Las palabras se trastocan, adquieren nuevos ropajes, nuevos significados. Ya no ofenden las palabras, sino la actitud asumida por quien las expresas. El lenguaje ya no es sucio, vulgar y parece haber llegado al nivel más alto de la heterotopía o como lo escribió Foucault: “Las utopías consuelan: pues si no tienen un lugar real, se desarrollan en un espacio maravilloso y liso; despliegan ciudades de amplias avenidas, jardines bien dispuestos, comarcas fáciles, aun si su acceso es quimérico. Las heterotopias inquietan, sin duda porque minan secretamente el lenguaje, porque impiden nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la “sintaxis” y no sólo la que construye las frases —aquella menos evidente que hace “mantenerse juntas” (unas al otro lado o frente de otras) a las palabras y a las cosas. Por ello, las utopías permiten las fábulas y los discursos: se encuentran en el filo recto del lenguaje, en la dimensión fundamental de la fábula; las heterotopias (como las que con tanta frecuencia se encuentran en Borges) secan el propósito, detienen las palabras en sí mismas, desafían, desde su raíz, toda posibilidad de gramática; desatan los mitos y envuelven en esterilidad el lirismo de las frases”.
La literatura es el terreno ideal para que el lenguaje retome su sentido utópico, de las palabras creando mundos imaginarios, de las palabras combinadas desde lo poético para vivificar el discurso frío de la era electrónica. El escritor Enrique Vilas Mata recordaba a su amigo Paco Monge quien escribió: “¿Y por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?”. Los mejores esfuerzos de la literatura siempre se centran en buscar ese otro bosque.
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