Francisco Arévalo y la escritura en el mismo lugar
Carlos Yusti
Francisco Arévalo, el 29 y 30 de octubre de 2015, fue el centro del IV Encuentro de Poetas y Escritores del estado Bolívar organizado por la Fundación Poetas del Río.
Cada escritor se hace de una máscara y de un estilo por cuenta y riesgo. Cada escritor se bate a duelo con sus demonios particulares. Para Francisco Arévalo la escritura no es más que una manera de domesticar y adecentar los demonios guardados en su closet personal. Nos hicimos amigos dentro de esa oscuridad mohosa de los peores bares de la ciudad. En una mesa, con alguna prostituta calculando las ganancias y con el mohín del fastidio en los labios color sangre, íbamos acumulando botellas y repasando nuestros descuidos/torpezas con la escritura; jugábamos a la baraja de la bilis y la ironía para decapitar a los maestros del día del mundillo literario poblado de capillas poéticas y mafias intelectualoides, todo algo sórdido como las chicas que nos vendían sus encantos mientras Arévalo estaba atento anotándolo todo en la memoria del corazón y con el lapicero de los sentidos para convertir todo eso en un poema, un cuento o en el fragmento brutal de una novela.
El poeta, novelista, cuentista y funambulista de la nocturnidad Francisco Arévalo, cuando era más joven y todavía tenía guardado en los bolsillos las palabras, conoció a un escritor y poeta real que escribía libros y publicaba sus textos en revistas o periódicos. Su nombre, Alis Darnott. Con Darnott compartiría una que otra circunnavegación etílica y largas conversaciones sobre arte y literatura. Darnott le insistía que se sacara las palabras de los bolsillos. Muchos años después el propio Francisco Arévalo escribiría: “Alis Darnott fue quien me estimuló y me convenció para que continuase escribiendo, decía que yo podía llegar lejos (no sé qué él entendía por lejos porque sigo en el mismo lugar, un tanto más viejo), pero gracias a su insistencia fue que gané mis primeros premios y por supuesto las primeras publicaciones”.
Entre borracheras, prostíbulos y resacas Francisco Arévalo se hizo de un estilo sin afeites. Para él la realidad no era otra cosa que una farsa con sus villanos y pillos de rigor, con sus víctimas colaterales, era un guión peliculero con muchos gazapos, con demasiado oro falso y ornato oficial. Arévalo estaba dispuesto a reescribir esa realidad apolillada de falsedad, ese embuste televisado y el cacareo que desde el púlpito electoral vomitaban los politicastros del día y esos pícaros que se quedaban con el dinero ingeniando todas las trapacerías posibles al mejor estilo de Tío Conejo. Con estos elementos iba a escribir sus poemas, cuentos y novelas. Su estilo no respetaba sutilezas y en ocasiones era tosco, a rajatabla, pero su prosa y su poesía tenían ese raro perfume de la calle, de esa escritura que se forja con el metal precioso de la rabia cruda y de la ternura del jornalero achispado en la intensidad del día a día. Así fue escribiendo novelas con títulos de alto octanaje poético como La esquizofrenia de las golondrinas (Premio Fundarte, 1999), Adiós Matanzas en invierno (1999), Tropiezos en el campanario (2008), Háblame, háblame, Iolanda (2014); así como los poemarios Brote (1989), Nadie me reina en estos parajes de hormigón (1993), Sur (1995), Alcoholes de otra iglesia (1996), Algo más que baladas agridulces (2001), Agrio de colmena (2001), Adiós a Madrid (2007), Más sobre el río (2012), Cerodosochoseis (2014), Heridas o la claridad del deseo (2014). Entre algunos de los tantos premios recibidos, en narrativa: Flasa (1997), Fundarte (1997), Premio Nacional de Literatura Alarico Gómez (2007). En poesía: Premio Casa de la Cultura de Ciudad Guayana (1987), José Eugenio Sánchez Negrón (1990), Bienal Alejandro Natera (1990), Municipal de Poesía J. M. Agosto Méndez (1995), Tomás Alfaro Calatrava (2000), Ciudad de Cumaná (2000). Sin mencionar que ha recibido una significativa cantidad de menciones honoríficas, en ambos géneros.
La escritura no lo ha llevado lejos, sino hasta ese punto donde ha dejado de beber y fumar, donde escribir no es más que una sutil venganza contra los majaderos y vivillos de siempre que toman el dinero, se subastan el país y dejan ver las costuras de una mediocridad sin rasero ético. La escritura le ha permitido tomarle el ritmo a la calle, escuchar sus gritos y latidos, sentir el hedor que viene de los basureros improvisados en la esquina; palpar el insomnio metido en las uñas de las pupilas de los pasajeros de la noche montados en la perrera de la nocturnidad con sus bares y prostíbulos y las vendedoras ambulantes de flores y cigarrillos, del chulo respirado en su roñoso aire, de esos pobres tipos confesando sus miserias al barman, la barra como un confesionario sin mirilla, convirtiendo los tugurios de mala muerte en esa otra iglesia; con sus prostitutas especie de santas al revés y sus borrachines como ángeles venidos a menos y en los cuales los amores y desamores juegan con cartas marcadas. La literatura de Francisco Arévalo es un gran friso de ese mundo en el que el esperpento, la tragedia y la comedia de enredos se unen para ofrecer al lector la magia y la poética de una realidad cruda, pero compleja, rica en matices y no apta para estómagos frágiles.
Cuando conocí a Francisco Arévalo era delgado y con un rostro cincelado en la desconfianza, parecía estar a la defensiva y sus postulados tenían cierto aire avinagrado. Se jactaba de haber nacido en San Félix, de haber viajado por Europa y a regañadientes amaba en profundo al país. Siempre ha sido fiel a su rabia y a su particular sentido de la justicia. Los distintos premios que ha obtenido por su trabajo poético y por sus novelas le han granjeado la ojeriza de sus otros colegas escritores, pero esto no le ha impedido seguir tecleando (en una escacharrada Remington) y publicando. Es un hombre obstinado, un escritor que sabe a la perfección que escribir en nuestro país es una actividad subvalorada; sin mencionar que nadie te lee y que esos pocos que se aventuran por tus versos (o tus cuentos) parecen hacerte un favor.
Francisco Arévalo quiso hacer de las putas y las borracheras fastidiosas un género literario; por suerte en esto fracasó y estuvo bastante tiempo dando tumbos de ebrio sin horizonte por el país cultural adquiriendo las rayas respectivas entre poetas grandes, pequeños y menores. Enterándose de la vileza intelectual y de todas las triquiñuelas de las capillas literarias que nada tenían que envidiarle al país político. Entre los poetas se pagan y se dan el vuelto con las monedas de la maledicencia, del comentario malsano. No sin razón Francisco Umbral escribió algo así o casi: “Los poetas son cobardes, mentirosos, mala gente y estafadores, pero me gustan así”.
Francisco Arévalo ha ido acumulando años, pero su escritura de malos modales todavía posee toda esa lozanía de la malcriadez sin causa. Charles Simic ha escrito: “El mundo parece siempre premiar la conformidad. Cada época tiene su límite oficial sobre lo que es real, lo que es bueno y lo que es malo. El ideal es un plato hecho de deshonestidad, ignorancia y cobardía servido cada noche con un aspecto serio y un aire de la más alta integridad por los noticieros de televisión. La literatura también está preparada para unirse a ello. Su tribu está tratando siempre de reformarte y de enseñarte sus modales. El poeta es ese niño que, de pie en la esquina, con la espalda vuelta a sus compañeros, piensa que está en el paraíso”. Arévalo le da la espalda a sus compañeros de letras, está en una esquina mirando pasar la vida mientras la cloaca se desborda arrastrando muchos sueños rotos y descoloridas flores de plástico.
El poema está por allí como un perro olfateando en la podredumbre, el poema está por allí trepando por la sangre y el verdadero poeta sabe que un poema se hace con horizontes apuñalados, con musas que atienden la caja registradora en los supermercados, con ese amor perdido entre las sábanas de un hotel barato, con esa diosa voluptuosa de la noche vicaria que sólo acepta plástico. El verdadero poeta sabe que el poema se escribe cuando la tarde es sólo papel periódico perdido entre las hojas secas del parque; que el poema se escribe con esa vida arrojada por la ventana de la metáfora, de esa vida construida con esos ladrillos perdurables de las palabras y que los estudiosos llaman literatura y que para Francisco Arévalo es sólo caerse a trompadas con la luz matinal del día a día y como nadie sabe que se escribe para pasar en el limpio los despropósitos y erratas de la existencia, para colocar algo de fosforescencia donde por razones de estado se impone la oscuridad y sus peculiares engranajes de muerte. Arévalo sabe como ninguno que se escribe para saldar cuentas con todos esos traficantes de sombras y que son publicitados como esos grandes hombres que la sociedad necesita. Se escribe para borrar los barrotes y a esos carceleros que se mueven en el anonimato, que desprecian la poesía y hablan como un cartel publicitario.
Francisco Arévalo apura el café de la lírica cada mañana y le da golpes a su vieja máquina de escribir, teclea sus demonios matutinos. Va de provocador, de perdulario y sus poemas salen como ráfagas de las teclas. Hace lo que puede con las palabras mientras la musa de ojeras negras y desnuda en el quicio de la metáfora sorbe con parsimonia la luz escabrosa del día; mientras el poeta coloca el punto final a un nuevo poema la vida le llega desde la calle como un febril ruido que él convierte en una extraña música con las palabras que salen de sus bolsillos inquietas, lentas, profundas y luminosas.
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