STENDHAL: No ser adivinado
STENDHAL: No ser adivinado
Carlos Yusti
“Llegué a París, al que encontré peor que feo, insultante para mi dolor, con una sola idea: no ser adivinado.”
(Stendhal, Recuerdos de egotismo).
Cuando cursaba el bachillerato mi profesora de castellano y literatura, Josefina Castillo, recomendó durante una clase la lectura de Rojo y negro de Stendhal. Yo hace bastante rato que la había leído y mi ejemplar de bolsillo, baratón y un tanto descosido, tenía una traducción aceptable y sin esas odiosas tijeras del resumen. Por supuesto en el salón nadie sabía quien demonios era el Stendhal ese y como era lógico la muchacha que me atraía tampoco le había leído. Tímido como soy visualicé una oportunidad de galanteo y me ofrecí para prestarle mi humilde y pagano ejemplar.
En esos días era bastante transparente y la gente me adivinaba enseguida. La muchacha había captado desde hace mucho que yo me babeaba por ella. Embobamiento incomprensible si se toma en cuenta que aquella muchacha no era la más guapa de la clase, pero si la más inteligente. Su promedio de notas estaba años luz a mi sangriento promedio (en azul los profesores escribían en el boletín las buenas notas y en rojo las que estaban por debajo del promedio diez). Sin mencionar su tez morena, labios gruesos, alta y con un garbo infrecuente y una dicción que ni los ángeles. A pesar de este mar de atributos su rostro era poco agraciado, pero su trato espontáneo y la luminosidad de su sonrisa me tenía hipnotizado.
A pesar de mi tosca verbosidad barriobajera siempre conversaba con ella, pero nuestra relación estaba como estancada. El libro me permitiría abrir nuevas brechas a mis ínfulas de Don Juan improvisado. Con la excusa de prestarle el libro fui en bicicleta hasta su casa, ubicada en un barrio con calles de tierra y muchas casas de zinc apiñadas en un caos que le daba al paisaje un especto miserable y carente de belleza. Nunca crucé el umbral de su casa. Conversamos en la puerta durante un buen rato. Le dejé el libro y pedaleando de vuelta en mi bici parecía avanzar sobre nubes.
Después que mi musa leyó el libro y al preguntarle sobre la impresión que le había producido la novela sólo me dijo que estuvo bien, pero algo lenta y aburrida y que para ser franca no era nada del otro mundo. Ese comentario tan displicente (y para nada sutil) me causó cierta incomodidad. Rojo y negro desde que la leí por primera vez me resultó una novela de equilibrada belleza, una novela de situaciones estremecedoras que de alguna manera tocaban el alma. La indeferencia de aquella muchacha para con la novela de Stendhal me sacó del iluso enamoramiento como un puñetazo. Con el tiempo comprendí que los libros tienen efectos distintos como lectores existen. Mi pasión ciega por aquella condiscípula de repente fue abriéndose a la luz y me permitió verla sin afeites idealistas, hasta comprobar que la fealdad también suele tener su espacio en el interior de las personas.
Poco a poco me fui alejando e incluso me lié con una de las porristas del equipo de baloncesto que no era estudiosa y se movía en la aguas de la insulsez más cristalina, además su cuerpo firme y su belleza deportiva me hacían olvidar todo, incluso al mismísimo Stendhal. Aparte de esta enseñanza sobre la belleza Stendhal me permitió descubrir que no tenía fibra suficiente para ser un arribista como Julián Sorel.
Un gran lector de Stendhal fue Giussepe Tomasi di Lampedusa el autor del Gatopardo. Su breve libro sobre Stendhal es un viaje de sutil poética por la obra del escritor que siempre tuvo claro que escribía para lectores futuros. Lampedusa escribe: “Todas las obras de Stendhal tienen un carácter de máximo interés y son de primera categoría. Incluso las menores están impregnadas de su originalísima personalidad”.
Italo Calvino escribió que la idea de Stendhal es un cierto ritmo de vida en el que hay lugar para muchas cosas. Hay un bazar de pasiones en el que se mueven muchos de sus personajes y en una carta del 29 de enero de 1803 escribe: “El deseo de entretenerme y el miedo a aburrirme me han hecho amar la lectura desde los doce años. La casa era muy triste, me puse a leer y fui dichoso: las pasiones son el único móvil de los hombres; a ellas se debe todo lo bueno y todo lo malo que vemos en el mundo”.
Para Stendhal la novela será una manera efectiva de fijar esas pasiones, no es casual que en Rojo y Negro se lea: “Una novela es un espejo que se pasea a lo largo de una carretera. Ahora que refleja el azul del cielo, ahora los charcos de barro bajo los pies."
Unos días antes de morir pudo leer un elogio de Balzac a la Cartuja de Parma publicado en una revista. Un elogio que llegaba con mucho retraso ya que Stendhal durante toda su peripecia como escritor fue el gran ignorado de la crítica. De todos modos a Balzac siempre se le toma como ejemplo contrapuesto de Stendhal o como lo escribe Lampedusa: “Balzac es lo que es; sin embargo, la veintena de novelas que pretenden resucitar la atmósfera social de la Restauración no llegan a ser la poderosa evocación que se alcanza en las 500 páginas de LeRouge et le Noir (y, por otra parte, también en Armance y en Lamiel); en ellas está todo: los movimientos, los impulsos y las resistencias, la riqueza cultural, las discordancias, los crujidos, el sentido de aurora, el couleur du temps de aquella vital encrucijada de la historia francesa”.
De seguro fui injusto con aquella muchacha al distanciarme y pasar la hoja como si nada. Quizá ella ni se dio por enterada, pero con las mujeres y su sexto sentido ya se sabe. De todo este detalle baladí y de bituminosa nostalgia saqué en claro que sublimar la vida a través de las grandes novelas de la literatura es un gazapo espiritual en que todo lector principiante suele caer. Hay que saber leer la vida para comprender los entresijos artísticos de una novela, un poema o un cuento. Enrique Vilas-Matas escribió:
“La gente busca enseñanzas morales en la ficción porque siempre ha habido una confusión entre la ficción y la filosofía y la ficción y la política y la ficción y el periodismo. También creen que hay una línea ambigua que separa la ficción de la realidad (que confunden con la verdad), cuando lo que importa es la plenitud de sentido de la ficción narrada y saber ver que la ficción es ficción y que, como decía Nabokov, calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Y en fin. Todo esto me recuerda de nuevo a Vilém Vok cuando decía que si oía a un crítico que hablaba del compromiso o de la magistral lección de un autor, sabía inmediatamente que el crítico era un imbécil o bien lo era el autor”.
Yo quise ver una enseñanza moral en Rojo y negro y estaba equivocado. Stendhal está en su estante de clásico y yo sólo recuerdo el pedaleo sobre nubes que hice después de visitar a aquella muchacha que leyó a Stendhal con menos imbecibilidad que yo. Después de todo la vida es sencilla y lo complicado es la literatura, como todo gran arte.
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