POLVAREDA Capítulo III Rocío Casas Bulnes
Trato de recordar pero fue hace tanto tiempo que ya no me ayudan ni los números ni lo que otros me han contado. Hago un gran esfuerzo por dejar que las imágenes pasen cual nubes, sin que yo trate de retenerlas, como lo hace quien espera la muerte con valentía. Creo haber estado caminando sobre un suelo húmedo. Sí, es lodo y estoy metida en medio de la selva. Tengo nueve años. Camino sola. Mi respiración está demasiado agitada, aunque mis pasos de felino van lentos y cautelosos. No estoy segura de qué tengo miedo, pero escapo de algo sin saber en qué dirección viene. Muevo mis brazos para encontrar una salida. No veo nada, sólo a veces un hilo de luz se cuela entre las crestas densas. Baja para desaparecer dentro del fango transformándose en renacuajos.
Había estado en medio de una pelea. Es una casa desconocida y todo se viene abajo entre risas de hombres. Vuelan cabezas de aquí para allá, embistiendo violentamente lo que hasta hace un momento era una cena amagradable. Algunos huesos humanos de estos que tengo frente a mí tienen carne que se niega a desaparecer, y los gusanos roen felices restos de lo que antes fue piel. Otros han pasado por el blanco impoluto para mutar al polvo duro, como la tierra que se pega dentro de sí misma formando en apariencia una roca. Se deshacen con cada viaje por el aire, van desprendiéndose pedacitos que se disuelven y desaparecen. Otras se parten en trozos grandes, por aquí una mandíbula sin los dientes delanteros, por allá un pómulo y la concavidad del ojo vacío.
Soy una niña de nueve años, sentada en el rincón de lo que será mi próxima casa observo la escena desde el suelo, con mis piernas cruzadas. Pienso en todo lo que va a costar levantar ese desorden. Viene a caer un cráneo hacia acá y rápidamente lo guardo en un pedazo de mi vestido. Esa mañana mi padre me dijo que había llegado el tiempo de ser esposa y mujer. No entendí nada pero cuando vi a un hombre alto y moreno, de pelo largo y músculos brillantes entrar por la puerta, supe que era mi futuro hombre. Se me cerró el pecho en un nudo estrangulador y no pude más que evidenciar pánico, corriendo hasta la puerta más cercana y luego perdiéndome entre las hierbas ruidosas de la selva. Muy pronto me encontró mi padre. Su mano rasgó el escondite y yo me enderecé inmediatamente, caminando tras él de vuelta al lugar donde el hombre moreno me esperaba. Desde ese momento enterré bien hondo mi miedo y me hundí en un silencio animal. Cómo me llamaba en ese entonces no lo sé, pues consideraron que no era necesario registrarme en las listas de altos nombres para ser conservados en el tiempo.
La guerra de cráneos comenzó hace días. Los señores de altos poderes tienen hijas que de inmediato venden, intercambian o utilizan como moneda de préstamo, pero nunca llegan a ser suficientes, y esos cuerpos de curvas apenas insinuadas resultan ser causa de tanta enemistad entre los señores. La guerra se había instalado, y sobraban prisioneros. Lo primero que se desprende era siempre la cabeza, proyectil perfectamente a mano cada que una discusión airada llena los pechos cubiertos de joyas. Los señores desde ese entonces gozan con el color de los pájaros, creyéndolo parte de un mismo abanico.
Mi esposo, hombre de unos veintitantos años, llega con un tucán de pico naranja tan grande que supera por mucho su cuerpo, negro brillante, con extremidades rasposas que se entierran en la piel. El pájaro está más aterrado que yo, y sale entre revoloteos de sus manos arañando furiosamente mi cara. Lo agarramos en el jardín de los Texicos, dice mi padre dándole una palmada en el hombro al otro, soltando una carcajada que es compartida por el futuro yerno. Y ambos se ríen tomados de los brazos mientras observan de frente la escena del tucán tratando de aletear, porque no puede saber que le han cortado las plumas de atrás sin las que ya no podrá volar.
El ave corre por la ventana perdiéndose en unos juncos. Ambos hombres salen a buscarlo. Y cuando me quedo sola recuerdo algo que me había contado mi abuela: Las orgías comenzaron con los primeros tres reinos. Llegaban primero a construir un templo de piedra, altísimo, en el centro de la ciudad, diciendo que ese era el camino a su dios y que a su vez éste podría bajar más fácilmente. Había un diálogo cada noche entre los sacerdotes y unos seres que nadie ve salvo por el cielo estremecido en rallas de fuego, tambores que retumban desde lo alto, temblores que rajan profundamente el suelo mostrando todas sus capas coloridas, largas noches y días de sol quemante o inundaciones del río que acabaron con pueblos enteros para dar paso al nacimiento de cultivos comestibles que nadie plantó.
Las dos ciudades, en tiempos de mi abuela, eran gobernadas por dos hermanos que según los mitos se amaban y ayudaban. Cada uno tenía su propio templo, sus sacerdotes personales y su comunicación con dioses diferentes. Se reunían todas las semanas a tomar las bebidas alucinógenas y juntos lloraban al viajar por el tiempo. Entraron cuando querían al palacio del otro porque las puertas amigas permanecían libres. Hasta que un día al hermano menor se le ocurrió empuñar los escudos, sólo para demostrar cuán fuertes eran frente a todas las desgracias de la vida. Este hecho no fue visto con buenos ojos por su hermano mayor. Tomando el gesto como una afrenta a su virilidad, se reunió con otro séquito esa noche y decidieron atacar antes de la madrugada la ciudad vecina, para que así quede bien grabada la inutilidad de los escudos frente a la violencia divina de un reino. Así fue que entraron a la que antes era su propia casa, donde fueron tantas veces invitados de honor, y mientras el rey dormía le abrieron el pecho y sacaron el corazón palpitante para ofrecérselo a su dios en la cima del templo. Entonces nació la guerra y no hubo cómo detener la sed de sangre que corrió desde ese día.
“… y allí comenzaron también los festines y orgías con motivo de sus hijas, cuando llegaban a pedirlas en matrimonio. Y así se juntaban las tres Casas grandes, por ellos así llamadas, y allí bebían sus bebidas, allí comían también su comida, que era el precio de sus hermanas, el precio de sus hijas, y sus corazones se alegraban cuando lo hacían y comían y bebían en las Casas grandes.” Ahora se juntan cada semana con el séquito del hermano muerto, ya no para compartir una borrachera sino para atacarse hasta la muerte. Muchas mujeres que están casadas con el enemigo desaparecen. Otras vuelven a los brazos de su antiguo padre, pero éste ya no ve en ellas sino la causa de su propia furia, y de hijas o esposas pasan a verlas como cautivas. Se enojan porque las mujeres no hacen siempre las bebidas en su presencia, desconfiando hasta de sus madres. Quieren que seamos bellas, pero se enfurecen si otro se fija y con los ojos nos dicen que es nuestra responsabilidad entera, y nos acusan de coquetas.
Ahora entiendo que por eso hay un bulto en mi bolsillo mientras continúo caminando con mis pasos ya idénticos a los de una fiera. Sobre mi hombro descansa el tucán. Cada tanto volteo a ver sus patas agarrándose con fuerza y me imagino que sus sentidos presienten lo que va a venir, pues de vez en cuando lanza quejiditos cuando estoy apunto de tomar una senda. Me hace desviar mi camino hacia un lugar que no conozco. No sé qué me va a pasar pero no tengo tiempo para pensarlo. Ahora lo que importa es salir de casa, llegar lo más lejos posible, mimetizarme ojalá con la selva, ser una presencia y ya no un tesoro cuidado celosamente. Sólo mi cuerpo está cansado. Pronto será tiempo de dormir. La luz sobre las hojas más altas se ha puesto desteñida y amarillenta, avisándome que pronto la oscuridad total se instalará. Siempre me han dado miedo las noches. Siempre he jurado que, de verme sola en la selva y sin luz, moriría. Ahora estoy así y ya no siento miedo, tan sólo una ligera tristeza que abre paso al sueño. El tucán comienza a aletear.
Mientras bostezo siento que mis pasos avanzan más y más rápido, como si el viento que mueve el pájaro con sus alas me tomara de los pies haciéndolos muy ligeros. Sigo corriendo en el estado de quien no está dormido ni despierto, con la respiración más lenta y los brazos abiertos. Mis pies ya no están mojados y me pregunto porqué, si bajo ellos continúa la selva. Volteo hacia abajo. Noto que ya no estoy tocando el suelo y, ahora que me fijo un poco más, ya no consigo ver mis pasos. Debajo mío avanza el paisaje acelerado. Voy hacia un destino fijo que desconozco. Los restos de mi cuerpo desaparecen con el viento. Sólo queda, al cerrar los ojos, la imagen de una calavera que sonríe. Afuera un tucán sin plumas vuela más alto que nunca.
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