LOS QUE SE VAN… LA EXPLOSIÓN DEL REALISMO SOCIAL ECUATORIANO (Parte 2 de 3)
Los que se van… La explosión del
realismo social ecuatoriano
(Parte 2 de 3)
Por César Espinosa
Con la publicación, en 1930, de Los que se van («Cuentos del cholo y del montuvio»), de Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta, integrantes del llamado Grupo de Guayaquil, se abrió el ciclo del realismo pleno en la literatura ecuatoriana.
Asombra por lo radical de su planteamiento estético y la unidad temática que consigue. Son cuentos del cholo y el montuvio; todos ellos tienen un estilo conciso, hecho de frases cortas y rotundas, regadas en párrafos mínimos que guardan perfecta armonía con los pasajes que fragmentan cada historia, también corta y rotunda. Destacan localismos, malas palabras, expresiones directas: así, los personajes hablan como en la realidad. Puede decirse que con la fuerza de un manifiesto, asevera Abdón Ubidia.
El movimiento literario de la generación unificadora de relatistas del año 1930 –con sus tres grupos: el de Guayaquil como capital montuvia, el de Quito y el del Austro como capitales cholas e indias–, no sólo dejó huella en el desenvolvimiento de la literatura nacional, nacionalizando su expresión, sino que "incorporó nuevas capas sociales hispanoamericanas en función de personajes de novelas y de cuentos, que obligaron al escritor a crear un nuevo estilo interpretativo y por consiguiente un nuevo estilo expresivo", postula Jorge Icaza, uno de los principales exponentes de esa generación de narradores ecuatorianos.
En los dos grandes escenarios de la sierra andina y la costa tropical, con sus típicos personajes —el indio y el cholo o el montuvio— se desarrollarán historias que, más allá de sus rasgos diferenciales, tendrán como impronta común una caudalosa irrupción del habla popular a través de constantes imitaciones fonéticas, quichuismos serranos y modismos costeños, una "voluntad de populismo artístico", un carácter tremendista, todo ello dentro de un tipo de literatura que en la casi totalidad de los casos se inscribe cómodamente dentro del planteo telúrico hombre-naturaleza, característico de la novelística hispanoamericana de la época.
Otros miembros del grupo de Guayaquil ("Cinco como un puño") serán José De la Cuadra, con su primer libro importante Repisas, 1932, y un nuevo volumen de cuentos, Horno, y en 1934 su obra maestra, "Los Sangurimas", un relato que supera largamente las limitaciones corrientes del realismo de la época y logra una dimensión mítica y poética que lo convierte en uno de los más valiosos antecedentes de la eclosión de la narrativa hispanoamericana que se produciría un par de décadas después.
El quinto integrante es el prolífico Alfredo Pareja Diezcanseco: el autor de El muelle (1933), La Beldaca (1935), Las tres ratas (1944); Baldomera (1938) –una suerte de rescate de lo que podríamos llamar el coraje o la dignidad de la miseria– y , descontando sus libros de historia, de diez novelas más, no todas tributarias del realismo social como La Manticora.
El indigenismo de Jorge Icaza, el más traducido
Además, la generación del treinta estuvo formada por los serranos Jorge Icaza, Humberto Salvador y Alfonso Cuesta y Cuesta. Atención especial merece Jorge Icaza, el creador de Huasipungo (1933), la novela ecuatoriana más conocida y traducida. Gran alegato en contra del sistema feudal que a la sazón regía en las haciendas, y en favor de los indios, sus siervos, suma un inventario de las desdichas e injusticias a las que ellos estaban sometidos: despojamiento de tierras, humillaciones, torturas, violaciones y muerte.
Como anota Agustín Cueva, no se ha insistido bien en la calidad literaria de esta novela, en su lirismo contenido y la estilización de su lenguaje, como ocurre en el célebre lamento de Andrés Chiliquinga ante la Cunshi, la esposa muerta, una melopea que insiste en nombrar un dolor que no puede ser nombrado. Sin embargo, Huasipungo y Barro de la Sierra (1933) son los únicos libros estrictamente indigenistas de Icaza.
El resto de su obra está consagrado al análisis del cholo, el mestizo de la Sierra y a sus feroces contradicciones internas: su doble naturaleza que le obliga a exhibir sus ancestros blancos y ocultar los indígenas, inconfesables, como pasa en Mama Pacha (1962), cuyo protagonista prefiere penar por un crimen que no cometió antes que admitir que tiene una madre india. En esa línea están sus novelas En las calles (1936), Cholos (1938), Media vida deslumbrados (1942), El chulla Romero y Flores (1956).
En la tendencia de esta última novela, cercana ya al relato urbano, hay que añadir el nombre de Humberto Salvador, fecundo autor de novelas como En la ciudad he perdido una novela (1930), Camarada (1933), Trabajadores (1935), y muchas más, cuya clara marca política lo condenó, al decir de la española María del Carmen Fernández, a un injusto olvido.
Humberto Salvador
Si en los años treintas el realismo social se reveló con la fuerza de un grito, fue en la siguiente década cuando produjo obras grandiosas como El Cojo Navarrete (1940), de Enrique Terán, la tragedia de un cholo mayordomo de la hacienda de un general alfarista que lo lleva a la guerra, en la cual pierde una pierna; luego su vida tomará un rumbo imprevisto hacia el bandolerismo. A pesar de su lenguaje, algo intrincado, es una novela intensa, de acción precisa, gran aliento y personajes inolvidables.
Otra novela extraordinaria es la de Adalberto Ortiz, Juyungo (1943), («Historia de un negro, una isla y otros negros»), cuyo protagonista es un negro esmeraldeño que recorre un largo periplo en busca, puede decirse así, de una conciencia del mundo, pues siempre se sentirá un extraño entre negros, indios, blancos y mestizos; logrará, por fin, encontrarla bajo la forma de una conciencia simplemente social que le hace entender que no es sólo un negro entre negros, indios o mestizos, sino un pobre entre pobres.
Los ecos de la masacre
Gallegos Lara vuelve a sorprendernos con una obra muy bien pensada, Las cruces sobre el agua (1946), que revive la anteriormente mencionada masacre de obreros ocurrida en Guayaquil, el 15 de noviembre de 1922, tragedia que, según Alfredo Pareja Diezcanseco, marcó el rumbo de su generación. Gallegos Lara retorna sobre hechos ocurridos casi un cuarto de siglo atrás. Es una novela muy planificada. Las cuatro quintas partes de ella reflejan la vida cotidiana de los guayaquileños pobres, de una manera pausada, minuciosa.
En 1946 aparece otra novela ambiciosa: Los animales puros, de Pedro Jorge Vera. Trabajada bajo los parámetros generales del realismo social, implica, sin embargo, un giro hacia las temáticas propias del relato urbano; en estricto sentido, es una novela en la cual los conflictos de los personajes, muy bien desarrollados, los sitúan, existencialmente, en su lugar, tiempo e ideología.
Así llegamos a un relato extraordinario, ejemplo pleno de lo que se llama "la novela total": El éxodo de Yangana (1949), de Ángel Felicísimo Rojas. Esta proclama, de modo brillante, que la tarea del realismo social ya se ha cumplido: el grito de guerra se convierte en un himno a la paz.
Todas las premisas de esta corriente literaria que dio a conocer el Ecuador al mundo y que fuera elogiada y estudiada por los célebres escritores de lo que, décadas después, sería el boom de la literatura latinoamericana, se potencian en el Éxodo.
¿Qué sucedió después de este hito con la narrativa? Posterior a la generación del 30 surgió la generación de la década del 50, comúnmente conocida como la “generación de transición”. Se trata de autores que publicaron entre 1945 y 1962 aproximadamente, aunque la mayor parte de las obras apareció en la década del 50. El núcleo principal está constituido por César Dávila Andrade, Ángel F. Rojas, Alfonso Cuesta y Cuesta, Arturo Montesinos Malo, Walter Bellolio y Pedro Jorge Vera, y a él se suman Rafael Díaz Icaza y Alejandro Carrión, observa Said Vladimir Ramírez Téllez.
Esta generación de autores —a diferencia de las futuras promociones de escritores latinoamericanos— no sufrió «la ansiedad de la influencia» que Harold Bloom identificó como rasgo general del quehacer escrituriano. Esto quizá condicionó a los autores del 50 a repetir la propuesta estética del realismo social, que ya para ese entonces había sido superada por la generación del 30.
Preludio del boom latinoamericano
Sin embargo, En los años cincuenta le crecerán algunos frutos más al realismo social. Uno de ellos es Cuando los guayacanes florecían (1954) de Nelson Estupiñán Bass, novela de la negritud esmeraldeña que recuerda hechos históricos de las primeras décadas del siglo XX. Carente casi de descripciones, con un lenguaje austero y preciso, se sostiene, sobre todo, en las acciones de sus personajes. Otro narrador importante que añade al relato social tramas intrincadas, casi policiales, muy bien resueltas, es Arturo Montesinos Malo (Arcilla indócil, 1951, Segunda vida, 1962).
Hasta la generación de 1930 se puede afirmar que no habían existido cuentistas en Ecuador, ni novelistas, aunque sí algunos representantes del costumbrismo y unas pocas novelas aisladas, escritas, dice Jorge Enrique Adoum, "casi siempre como un ejercicio ocasional —a veces único— en medio de otras ocupaciones literarias de sus autores; crítica, ensayo, poesía, periodismo, y cuyo aporte al relato que vendría después iba a ser obviamente desigual y a veces nulo".
Jorge Enrique Adoum
Queda una buena treintena de obras, unidas por un propósito común: crear no sólo un nuevo lenguaje, más cercano de las «hablas» ecuatorianas, sino también incorporar a la cultura literaria y artística «nacional» personajes, idiosincrasias y culturas hasta entonces menospreciadas; repetimos: las de los indios, los cholos, los montubios (o montuvios: campesinos tradicionales de la Costa y ciudadanos tan de segunda que ni siquiera tienen ortografía fija), los mulatos, los negros y los habitantes suburbanos y proletarios del país. Todo ello, dentro de una nueva visión de la historia, de la sociedad en general y de sus múltiples conflictos.
La dicotomía vanguardia-realismo
Al respecto, el investigador Facundo Gómez observa que a partir de una dicotomía estricta, que separa tajantemente las obras de vanguardia y las asociadas al realismo social, ha sido leída la literatura ecuatoriana de la década de 1930. Esto es, con una oposición extrema entre las retóricas de Pablo Palacio y Jorge Icaza, la crítica ha colocado las obras del período bajo un esquema maniqueo que impide la consideración y el estudio crítico de textos que muestran rasgos heterogéneos, como el volumen de cuentos Los que se van, arriba mencionado.
Según Gómez, aunque leído dicho texto sea visto como un hito de la literatura de alegato social, al mismo tiempo combina motivaciones y recursos de las dos inflexiones mencionadas. El análisis de sus procedimientos estéticos, tales como el montaje, la elipsis y el particular uso del lenguaje, permite relacionar el texto con la búsqueda de un sector de la vanguardia latinoamericana que combinó la experimentación de las formas literarias con una elocuente intención de representación y denuncia social.
Hacia fines de la década de los veinte, en 1927, Pablo Palacio publica un libro de relatos cáustico, agresivo y formalmente heterodoxo, que no reconoce antecedentes si bien tampoco hará escuela: Un hombre muerto a puntapiés.
Pablo Palacio
La obra de Pablo Palacio es totalmente marginal dentro de la literatura ecuatoriana. A su libro inicial le siguen "Débora" (1927), relato de no más de cuarenta páginas, y "Vida del ahorcado" (1932), producción extraña e inclasificable a la que el autor titula "novela subjetiva". Tan breve obra, inquietante en su propia inmadurez, amasada en un humor sarcástico y volcada en una filosa y corrosiva mirada de la realidad y de los seres humanos, queda como una especie de proyecto de lo que pudo ser si el autor no hubiera vivido los últimos años de su vida hundido en la locura.
Ángel Rama (1986) designa como “doble vanguardia” a la convivencia de dos orientaciones distintas en la vanguardia latinoamericana: una que mantiene el experimentalismo radical de los primeros años y otra que, sin dejar de probar nuevas técnicas narrativas, se inclina a articularse con los problemas sociales de la comunidades en las que se insertan.
La generación del año 30 —sostiene Jorge Icaza, otro de sus más destacados exponentes— es un momento estelar en la historia de la literatura ecuatoriana. Un momento estelar que no ha podido repetir Ecuador [. . .] El valor ético que tuvo la generación del 30 es extraordinario; es única en América porque toda una generación dijo la verdad en el momento en que la verdad era difícil decirla.
Jorge Icaza
El realismo, una dimensión ética extraordinaria
Icaza habla de una ruptura, de una dimensión ética extraordinaria. Por primera vez en la literatura ecuatoriana la realidad es descrita sin artificios y con una honda conciencia social. Cada uno de los autores escoge sectores de la población que nunca antes habían tenido lugar en la narrativa, a menos que fuera como algo referencial, un poco de sabor local en textos que pecaban de un romanticismo idealizado como Cumandá de Juan León Mera. Ahora el indio, el cholo, el negro, el mestizo, son mostrados dentro de la crudeza de su realidad, luchando con dignidad frente a una sociedad opresiva que no reconoce su existencia como personas.
Dentro de esta concepción se puede remarcar que Alfredo Pareja Diezcanseco llega a la literatura ecuatoriana cuando la nación comenzaba su lucha contra la fragmentación geográfica, cultural y económica, durante el proceso de formación de una clase media. Al mismo tiempo su aparición coincide con el crecimiento de las ciudades, resultado de una crisis exportadora y del éxodo de los campesinos a las zonas urbanas. Este escenario produjo, en cierto momento, una literatura torrencial como la de Pareja.
Desde La mala hora, de Benítez, hasta El éxodo de Yangana, de Rojas, el grande y obsesivo tema es siempre el mismo: un capitalismo salvaje, aun realizando tareas de acumulación originaria, que avanza a sangre y fuego sobre todas las formas económicas, sociales y culturales previas, con una lógica implacable de despojo y avasallamiento.
Antecedentes de finales del XIX
Dos años antes de la fundación del diario El Comercio, que –con la revolución liberal y las consiguientes libertades de información y de cultos, como antecedentes–, que inauguró un nuevo modo del quehacer periodístico ecuatoriano, la novela que anticipa o funda el realismo social ecuatoriano, en esos tiempos ardientes, es A la Costa (1904) de Luis A. Martínez. Muy simétrica y ordenada, bellamente escrita, está marcada por la revolución liberal e, incluso, marca sus dos partes: un antes y un después de ella. Es, como corresponde a la época, un canto al mestizaje.
Con unos contados pero valiosos antecedentes, apunta Miguel Donoso Pareja, en la narrativa de la segunda mitad del siglo XIX también existen obras significativas por su enfoque, aunque con elementos formales todavía insuficientes. Entre éstos se encuentra La emancipada de Miguel Riofrío y Cumandá de Juan León Mera. La emancipada es un verdadero alegato en defensa de la mujer y un aporte auténtico, pese a su pobreza expresiva, para constatar, desde entonces, una vertiente ideológica progresista en la narrativa ecuatoriana.
Miguel Donoso Pareja
En esta línea ideológica, aunque muchísimo mejor construida y expresada, es Timoleón Coloma, de Carlos R. Tovar, cuya aparición data de 1888 y es una especie de anticipación de Las tribulaciones del joven Torless, de Musil. Esta noveleta de Tovar es precursora de una corriente temática que abriría su constelación expresiva en Latinoamérica a partir de los años en que recrudeció (y se promocionó) el llamado «conflicto generacional».
Desde La emancipada, por lo demás, el relato ecuatoriano se dirige voluntariosamente hacia el realismo, dentro de una secuencia que viene desde el realismo costumbrista y criollista de Riofrío —pasando por algunos momentos naturalistas, ciertas gotas de modernismo tardío y un indianismo de origen romántico— hasta el realismo social que estalla en Los que se van, o el «realismo abierto» de Pablo Palacio.
Varios textos, mirados siempre como el enfrentamiento de lo viejo con lo nuevo, varios textos son mencionables, como Relación de un veterano de la independencia, de Carlos R. Tovar, que data de 1895; Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de la misma fecha, novela en la que Montalvo incluye como personajes, para burlarse de ellos, a algunos de sus enemigos políticos.
Señala Jorge Enrique Adoum en La gran literatura ecuatoriana del 30 (Quito: Ed. El Conejo, 1984), lo siguiente: «Los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes son importantes para seguir la evolución del pensamiento social latinoamericano, y, sobre todo, porque al mismo tiempo que supone la continuación del género novelístico iniciado por Mera, constituye entre nosotros El primer mar (1900), de Roberto Andrade, y A la costa, de Luis A. Martínez, el antecedente más próximo del realismo social, publicada en 1904.
En Pacho Villa —novela nítidamente de protesta—, Roberto Andrade realiza como acertadamente señala Angel F. Rojas (La novela ecuatoriana) «el retrato de una época: en la que imperaba García Moreno». En los términos del compromiso y la protesta, en las páginas del libro aparecen los atributos que hacían ignominiosa la dictadura del gran autócrata guayaquileño: el vasallaje espiritual al cual tenía sometidas a las ciudades y los campos, el fanatismo de la clase inferior quiteña arteramente explotada por los conventos; la alianza de éstos con el gobierno, para perpetuar la hegemonía clerical sobre las consciencias, a cambio de regalías para la iglesia, que predicaba la sumisión de la gente al católico mandatario.
El progresismo de todos estos textos descansa ideológicamente en los postulados del liberalismo y en el enfrentamiento político correspondiente en esos años.
Crisis de la producción cacaotera de exportación, económica y política
Y es precisamente ese modelo, cimentado en la producción cacaotera de exportación desde el último cuarto del siglo XIX, el que entró en una prolongada agonía a partir de 1922. Crisis económica, en primer lugar, que no hará más que agravarse con los efectos de la profunda depresión del capitalismo iniciada en 1929, de los que el Ecuador sólo se recuperará hacia mediados de la década de los cuarenta, en términos de Agustín Cueva.
Hacienda cacaotera
En segundo lugar, una crisis en el sistema de dominación que se prolongará, con sus rasgos más agudos, hasta 1948, año en el cual Galo Plaza (1906-1986) asume el poder respaldado en un nuevo tipo de hegemonía, ya aburguesada y «americanizada».
Barómetro elocuente de aquella crisis política, sólo en la década de los treinta desfilaron por el palacio de gobierno de Quito más de quince mandatarios («jefes supremos», «encargados del poder», miembros de efímeras «juntas de gobierno», presidentes in partibus), y en esa misma ciudad tuvo lugar la guerra civil llamada «de los cuatro días», en 1932.
Crisis, por último, de la cultura oligárquica, que perdió todo poder de aglutinación y convocatoria y fue cuestionada radicalmente desde diversos ángulos. Resulta interesante, además, observar cómo en ese contexto van irrumpiendo, a través de guiones a menudo embrollados, los nuevos protagonistas del drama nacional.
Agustín Cueva, sociólogo y crítico
Crisis de la cultura oligárquica, nuevos protagonistas
En 1922 se trata, en lo fundamental, de la entrada en escena del artesanado urbano en curso de proletarización: el movimiento tiene ya, por eso, perfiles anticapitalistas, por más que el Guayaquil de entonces diste mucho de ser una urbe industrial.
El 9 de julio de 1925 es, en cambio, el turno de las flamantes capas medias, políticamente representadas por aquel joven estamento militar que asume el gobierno en nombre del «hombre proletario», para modernizar el Estado y llevar adelante una serie de reformas «antiplutocráticas», es decir, antioligárquicas, hasta que la crisis del 29 sumerge al régimen «juliano» en un torbellino en el que naufragará dos años después.
En fin, y luego de la mencionada «guerra de los cuatro días», a través de la cual los terratenientes serranos intentan retomar el poder, el subproletariado quiteño, y sobre todo el de Guayaquil, se hace presente en manifestaciones y tumultos callejeros, sirviendo de soporte para el nacimiento de un caudillismo de cuño populista, que por cuatro décadas marcará la vida del país.
“Revolución Juliana” de 1925
Guerra civil de cuatro días, 1932
En primer lugar, la guerra de 1941 con el Perú, que traumatizó a Ecuador, paralizándolo en el momento inicial: además de perdida, fue una guerra fratricida que no merecía épica alguna.
Guerra con Perú, 1941
Revolución de 1944
En segundo lugar está la «revolución» de 1944, que por un lado fue el grado más alto de movilización de masas alcanzado en aquel período, pero por otro, y como lo ha observado Alejandro Moreno, fue una «revolución» extremadamente pobre en contenidos políticos: «democracia parlamentaria, libertades formales; la reforma agraria y la soberanía nacional apenas fueron esbozadas».
El movimiento de ese capitalismo, su estructura y sus leyes, nunca están, desde luego, formulados teóricamente en las obras, que dejarían de ser tales obras de arte si suplantasen la plasmación sensible por el concepto.
Esta carga argumental de violencia, evidentemente simbólica, tiene su correlato en una carga de violencia léxica subrayada por el reiterado uso de las «malas palabras». «Lenguaje nuevo, descarado, insolente, incluso terrorista», lo llama Adoum, y sí que lo es, al menos en esa fase inicial en la que lo que importa es crear una nueva escritura, rompiendo con el paradigma anterior.
El realismo, un rito de «desublimación»
En contraste y por oposición a este modelo, el realismo ecuatoriano se iniciaba con un verdadero rito de «desublimación»: los protagonistas no eran más personajes de alcurnia, sino simples cholos y montubios; el narrador tampoco revelaba más, a través de una escritura castiza, su distancia frente al «vulgo» que había invadido el espacio de la ficción.
Indígenas cañaris
Algo más: esos cuentos tenían tal economía de estilo, con una forma más presentativa que narrativa, que casi parecían negar el propio concepto vigente de literatura, basado en un criterio de frondosidad. Poco después, la palabra «relato» se entronizaría plenamente, recalcando esa aspiración a un grado mínimo de «literaturización» y máximo de referencia a lo real.
Nuestro mundo es de todos modos otra cosa, tal como aparece en Los Sangurimas, en Don Goyo, en La isla virgen: sus personajes son los árboles y los ríos antropomórficos, los patriarcas de prole más numerosa que los granos de una mazorca de maíz, los héroes visiblemente no problemáticos.
Pintura Eduardo Kingman
Lavanderas (1939, Germania Paz y Miño)
De todas maneras, es justo reconocer que la narrativa de los años treinta y cuarenta no sobresale por su perfección técnica ni por su refinamiento artístico, sino por ser una escritura de gran economía estilística, altamente expresiva e impugnadora de todas las «formas» anteriormente dominantes.
Es parte integrante e integradora de un proyecto global de creación de una cultura nacional y popular, hasta entonces inexistente en razón del propio carácter oligárquico y dependiente de la sociedad ecuatoriana. De ahí que esa literatura no sólo recupere lo indio y lo montubio, sino prácticamente todos los elementos de nuestro disperso ser popular.
Oswaldo Guayasamín
«Realidades pequeñas y realidades voluminosas»
De todas maneras, asegura Said Vladimir Ramírez Téllez, poca duda cabe de que el vanguardismo toca a su fin en el Ecuador en aquel año 32 con la publicación de Vida del ahorcado, de Pablo Palacio. Ultima obra de este escritor, ella es también, en buena medida, una obra de transición entre la década de las «realidades pequeñas» (años veinte) y la de las realidades «grandes, voluminosas» (décadas de los treinta y de los cuarenta), que empezaban a posesionarse del mismo universo de Palacio.
Pablo Palacio
REFERENCIAS
Facundo Gómez, Los que se van: relectura de un clásico ecuatoriano,
http://revistadigital.uce.edu.ec/index.php/anales/article/view/1312
Abdón Ubidia, Un siglo del relato ecuatoriano, AURORA BOREAL - 13 Feb, 2019
https://www.auroraboreal.net/literatura/ensayo/1644-un-siglo-del-relato-ecuatoriano
Jorge Icaza, Relato, Espíritu Unificador en la Generación del Año '30, Revista Iberoamericana, No. 62, julio-diciembre 1966. https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/2250/0
Heber Raviolo, Panorama del cuento ecuatoriano" – 1. Lectores de Banda Oriental, Montevideo, 1983
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/ecuador/prologo.htm
Agustin Cueva, Literatura y sociedad en el Ecuador: 1920-1960. Universidad Nacional Autónoma de México, 1967
Fernando Tinajero, Una cultura de la violencia: cultura, arte e ideología (1925-1960), dactilografiado, 21 pp., citado por A. Cueva.
Said Vladimir Ramírez Téllez, Vigencia de una literatura invisible.
https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/artiacuteculos/category/literatura-ecuatoriana
Miguel Donoso Pareja, Los grandes de la década del 30, (Quito: Editorial El Conejo, 1984)
Miguel Donoso Pareja, La literatura de protesta en el Ecuador, Revista Iberoamericana, No. 144-145, julio-diciembre de 1988,
https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/view/4500
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