Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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ESTO NO ES FICCIÓN

Episodio DOCE

Dos-Cientos-Cuatro-Bancos

 

                  .            “El teatro consiste en representar figuraciones vivas de acontecimientos humanos ocurridos o inventados, con el fin de divertir…”

Bertold Brecht                          .

 

 

Por José Agustín Orozco Messa

 

By Copyright©José Agustín Orozco Messa.

                 All rights reserved.

 

 

             Hacer escenografía tiene sus problemas inherentes a la materia en sí. Primero tienes que leer la obra de teatro para conocer las especificaciones. Después tienes que ir a medir el escenario donde se va a montar porque luego hay cada espacio que parece bodega más que teatro. Si el autor ya no se cuenta entre los vivos, pues te lo has quitado de encima. Pero si resulta que, todavía está con nosotros, hay veces que está presente dando consejos y opiniones que no vienen al caso. Sin mencionar que, las más de las veces, esa función la cumple el director de la obra; quien, generalmente hace suya esa frase que dice: “sacar el pequeño Hitler que todos llevamos dentro”, y nada le gusta y todo hay que cambiarlo, según esté el humor del día.

             Por eso dicen que el teatro es una familia. Porque, al igual que ocurre en el seno familiar: están aquellos que nos caen gordos y son antipáticos, pero hay que soportarlos porque resulta que son de tu misma raza y ya no te queda más remedio que darles la vuelta. Igual en el teatro, están los directores que forzosamente tienes que trabajar con ellos y ni modo. O los actores que: en escena están muy bien, pero fuera de escena ni quien los aguante. Sin embargo, al fin como en cualquier actividad colectiva, siempre hay un grupo de gente que hasta en las peores circunstancias, nunca pierde el sentido del humor y hace agradables los momentos difíciles.

             Todo eso lo fue aprendiendo sobre la marcha Bernal Almazán Merino. Al principio era un “todólogo” o asistente para que no se oyera tan feo. Al que le decían: “hay que hacer esto”, “hay que hacer lo otro”… Entonces, él se ponía a trabajar lo mejor que podía. Cuando algo no entendía, entonces pedía indicaciones y continuaba su trabajo. Porque a fin de cuentas: the show most go on! Y no nos podemos detener en pequeñeces. Por otra parte, si se le ve por el lado bueno. ¡Ya saben! Tratando de ver el vaso medio lleno, aunque sea de líquido no potable; en ese caso, esa es la mejor manera de aprender todo lo que rodea un oficio, trabajo o profesión. Digamos que aplica el dicho mexicano que dice: “echando a perder se aprende”.

             Entre las primeras, y muy variadas, asignaciones que tuvo Bernal Almazán Merino hubo varias muy sencillas pero, como no le fueron explicadas con claridad, no resultaron bien. Las más célebres y jocosamente recordadas sucedieron en un festival de teatro, donde participaban obras llegadas de distintos puntos de la república. Le encargaron  tener que apoyar con el vestuario de los actores. Hasta ahí, todo estaba muy bien y facilito. Sin embargo, había una obra, con actores del norte del país, que no tiene nada que ver sólo por puntualizar, en cuya parte medular: el actor principal, estando en plena escena, debía salir por la derecha y aparecer por la izquierda del escenario. Algo muy sencillo. Pero, sucedía que el espacio escénico donde les tocó presentarse, no dejaba suficiente desahogo para la escenografía impidiendo que el actor, simplemente, cruzara por detrás de ella. De modo que se veía obligado a salir por una discreta puerta que daba a la calle por la derecha y arrancar en sprint para dar la vuelta al escenario completo por el estacionamiento hasta llegar al otro lado, entrar por una puerta similar a la que utilizara para salir y aparecer en escena por el lado izquierdo, tal y como estaba escrito en el texto dramático. Como la acción era muy importante, digo a juicio del autor y del director, la desaparición en escena por el dado derecho y reaparición por el izquierdo, no se debía llevar más de unos pocos segundos. Cosa que no implicaba ningún arte mágico si se hubiese conservado el desahogo planeado por el escenógrafo en la parte trasera de su escenografía. Aunque, como ya dije, hay veces que cualquier bodega es buena para convertirla en “espacio escénico” por lo que, algo tan sencillo se complicó.

             Como también ya dije, éste director resultó de aquellos que son muy celosos con su trabajo. De manera que organizó varios ensayos con el actor principal, cronómetro en mano, para que saliera en sprint sacando la lengua para anunciar que iba a doblar por la izquierda en todas las curvas y recibirlo por la puerta izquierda para comprobar que, en treinta segundos, volvía a aparecer en escena. Y, digamos, que para poder trabajar con un director de tanto calibre, se necesitan actores iguales. Es decir, con personalidades fuertes, que algunas veces, chocan con los directores. Y, precisamente, ésta era una de esas. Entonces, al principio, el actor principal no estuvo muy contento con la situación. No era lo mismo cruzar caminando sin ningún esfuerzo por detrás de la escenografía, que verse obligado a correr más de cien metros por un estacionamiento lleno de coches, personas y, a veces, hasta con lluvia, en menos de treinta segundos. Empero, como esa era la parte climática de la obra, donde él daba su máxima ejecución en escena, sacó la casta y practicó con ahínco la carrera de obstáculos en el estacionamiento. A fin de cuentas, en estos festivales los montajes o puestas en escena, son de única presentación y no de temporadas completas. Así que, la molestia no pasaba de ser en el estreno y listo. Hasta allí, todo bien. Se le especificó al par de ayudantes que tendría que estar muy atentos en las puertas, sobre todo, en la izquierda donde entraba como bólido el actor para regresar a escena antes de los treinta segundos. Prácticamente, todo dependía de que no cayera un torrencial aguacero, como tenía por costumbre el clima en dichas épocas ni que fuese atropellado por algún tonto y su vehículo en el rápido cruce por el estacionamiento. Todo parecía estar en las piernas del actor no obstante, había un dato más… cuando el actor regresaba a escena: debía llevar un sombrero en la cabeza.

             Acá, hagamos un paréntesis cultural: la palabra sombrero tiene una etimología bien sencilla y si nos fijamos en la palabra misma la podemos ver sin tener que meternos en filología ni en lingüística. Sombrero…

            Como ocurre cuando uno da clases y se hace una pregunta y los alumnos se quedan mirando al espacio, como si flotando en el vacío apareciese la respuesta venida, mágiamente, de otra dimensión muy lejana…

             A ver: otra vez. Pensemos: sombrero…

            ¿Nadie?...

           Bueno, la palabra sombrero está formada en dos partes: por el prefijo “sombra” y el sufijo “-era” que, en este caso, indica pertenencia. Entonces, la palabra indica que el objeto denominado sombrero, sirve para dar sombra, es decir, es un objeto o aditamento utilizado en la cabeza para cubrirla del Sol o, por extensión, cubrirla de la lluvia o de las miradas indiscretas de la gente pero, es cubrirla. ¡Cómo la cubrimos! Pues al darle “sombra” con el mismo sombrero. Hasta aquí la cápsula cultural.

          Empero, resultaba que al actor principal, no le gustaba utilizar el dichoso sombrero. ¿Por qué? Pues precisamente porque le daba sombra y no dejaba ver su carita. Que me supongo, pensaba dicho actor que era muy bonita; pero, independientemente de que fuera o no, muy bonita. Lo que si consideraba el actor, es que era digna de verse y, al llevar el sombrero encasquetado en la cabeza, le restaba visión y, pues por algo había pasado tantos años de entrenamiento teatral para poder mover las orejas como lo hacía James Dean, o saber cruzar la ceja como lo hacía Arturo de Córdova cuando iba a decir su célebre frase: “eso no tiene la menor importaaancia…”

           Entonces, el actor vio la oportunidad de hacer su famosa actuación sin que le estorbara el sombrero que, aunque estaba justificado en el texto dramático por el autor. Digo, me supongo porque nunca leí el texto original, o ya sea que fue pura “genialidad” del director para enriquecer dicho texto. O, simplemente, debido a que el actor tenía mucho ego, léase, histrionismo. O nada más por fastidiar al director, qué se yo. El caso es que, el día del estreno y con el antro, digo, el espacio escénico a todo tope. Hasta el clima cooperó y no llovió esa noche. Llega el momento cumbre. Sale el actor caminando por la izquierda del escenario, muy tranquilo… Y, sin sombrero. Entra al pasillo, corre a la puerta lateral. Cual juez deportivo, el portero le da la salida. Arranca en veloz sprint por el medio oscuro estacionamiento. Corre a toda velocidad como en sus mejores tiempos de juventud. Cruza la primera esquina. Salta los obstáculos dejados por la gente entre los vehículos estacionados. Comienza a jadear al alcanzar la última esquina para doblar y llegar a la siguiente puerta. Allí debajo del único farol que si servía y alumbraba el estacionamiento. Cual si fuese carrera de relevos: está parado, esperando, Bernal Almazán Merino, con el sombrero de fieltro en mano. Listo para que el actor lo tome…

          Diez segundos más tarde: entra en escena el actor nuevamente. Haciendo gala de sus habilidades se ve muy sereno, aunque la presión arterial se le elevó considerablemente por culpa de su mala alimentación rica en grasas y cerveza, combinado por la carrera efectuada momentos antes… Todos se sorprende, el público porque precisamente esa es la idea y sus compañeros actores pero, principalmente, el director, porque aparece sin sombrero en escena.

           Luego de los aplausos y todo el ritual que lleva la puesta en escena del estreno, en el marco de un festival. Donde las autoridades culturales, la mitad de las veces, nada más organizan para justificar sus salarios y que, parezca, están haciendo algo para cumplir sus objetivos de fomentar la cultura y bla bla bla. Y la mitad del público, aplaude porque ya se acabó aunque no les quedó muy claro si la obra estaba buena o era mala o simplemente, ellos no le entendieron; aunque, si entienden que, como público, deben aplaudir muy fuerte porque ya se terminó.

           Pues, entonces, todo estuvo perfecto y nada más los actores junto con el autor de la obra y el director, además de algunos pocos espectadores que realmente iban siguiendo y entendiendo la obra; se dieron por enterados que debía haber un sombrero en escena que no se vio. En los camerinos, hubo un diálogo, medio a gritos, entre el director y su actor principal, que varios escucharon desde el escenario, junto con los actores secundarios y tramoyas que andaban por allí que más o menos, decía así:

― ¿Qué carajos pasó con el sombrero? ―Director, notoriamente molesto―. Ya sabes que debes aparecer con el sombrero.

― Pues es que no me dieron el sombrero. ―Actor, mientras se mira al espejo del camerino y se comienza a desmaquillar―. ¡Di que no me rompí una pierna al brincar por el estacionamiento a oscuras! Parecía yo ladrón.

― Pero ¡cómo carajos que no te dieron el sombrero! Si ya estaba todo bien ensayado.

― Pues sí, en el ensayo salió muy bien. Pero en la realidad, había mucha gente allí y no vi nada.

― Pero Jorge… Tú ya sabes que sin el sombrero no funciona la metáfora de la obra…

― Bueno, ya… ―Molesto, el actor deja lo que está haciendo y encara al director―. La culpa la tuvo el mocosito que pusieron con el sombrero. En vez darme el sombrero: me dio la mano sin nada y dice, “hola, permítame presentarme, yo me llamo fulanito de tal y soy voluntario de este montaje…” y quién sabe qué más chingaderas estaba platicando porque yo tuve que seguir corriendo para entrar en escena. ¡El pinche sombrero yo no sé dónde quedó!...

            Rebobinemos la cinta, digo, si esto fuese una película y veamos lo sucedido. Bernal Almazán Merino, está listo en una de las piernas, como se dice en teatro para referirse a uno de los costados de escenario desde donde se ve la obra sin que sea uno visto por el público que está en la sala.  En el momento que, el actor, comienza a caminar tranquilamente para salir de escena por el lado contrario. Bernal trota hasta el pasillo y sale por la puerta izquierda, al tiempo que le indica al portero esté listo porque va a llegar el actor corriendo a toda velocidad. Como ya dije, Bernal corre a la esquina iluminada y tomando una posición como si fuese espadachín de esgrima: mantiene en la diestra el susodicho sombrero para que lo tome el actor al pasar corriendo tal cual sucede en las carreras de relevos donde los corredores se pasan los unos a los otros un objeto con forma de palo denominado “testigo” o “testimonio” para dar fe que hicieron el relevo de mano en mano.

            Mientras Bernal está allí parado, con la mano extendida, nota que varias personas se le quedan viendo como si estuviera loquito. Se siente como un tonto y busca con la vista al actor. Piensa: “¿por qué carajos no le dan el sombrero en la puerta derecha cuando sale?” Él mismo se responde: “Quizá para que no lo arrugue”. Entonces, piensa nuevamente, “y, ahora que lo tome, ¿no lo va a arrugar?... Bueno, en todo caso, ¿por qué no lo toma de la mano del portero cuando entra por la otra puerta?...”

            Hasta allí los pensamientos de Bernal, porque tiene menos de treinta segundos y ve al actor que viene corriendo como si la policía lo estuviera persiguiendo… Aaah, es que hay que aclarar a los lectores extranjeros que, en este país, hay que huir de la policía al igual que de los delincuentes. Entonces, Bernal ve al tipo que viene corriendo y librando obstáculos, algunas personas lo notan y se hacen presurosas a un lado. Sin embargo, como nunca faltan los que andan por la calle como si anduvieran drogados y no se enteran de nada, me imagino que así están toda la vida: sin enterarse de nada. Son, precisamente, los obstáculos que viene sorteando el actor a toda prisa. Bernal se emociona, tensa los músculos y siente deseos de correr también pero los reprime y mantiene el sombrero listo para que el sujeto lo tome al pasar. En tres segundos y tres zancadas, el actor ya está sobre de él. Bernal sacude el sombrero para que aquél lo vea. Observa que la mirada del actor está fija hacia el frente, como si él: Bernal, junto con el sombrero, fuesen invisibles. Sacudiendo el sombrero, cuando pasa junto a él, el actor pues, Bernal grita: “el sombrero”…

            El actor pasa como bólido sin detenerse ni lanzarle, siquiera, una mirada. Bernal corre a su lado: sacudiendo el sombrero y gritando, “el sombrero, acá tengo el sombrero”. A pesar de ser más joven, Bernal no es muy deportista, quizá por eso o porque el actor viene corriendo a toda velocidad, mientras que Bernal estaba estático y tarda en reaccionar unos segundos, el caso es que no logra darle alcance y se mantiene a dos metros detrás de aquél. Para cuando Bernal cruzó la puerta izquierda por donde saliera y ahora regresaba: el actor ya estaba entrando en escena sin sombrero…

            Quien pagó los platos rotos fue Bernal porque recibió un regaño por parte del director de la facultad de teatro porque no entregó el sombrero a tiempo siendo que era lo más sencillo del mundo. Sin embargo, la cosa se olvidó casi inmediatamente, pasando simplemente al anecdotario, porque se presentó otro problema de logística en ese mismo festival. Resulta que, en el segundo día del festival, se presentaba una obra de teatro muy vanguardista, según los comentaristas de provincia que ya se sabe tienden a elaborar mucho sus análisis y críticas teatrales cuales intelectuales orgánicos. Que venía desde España, por un grupo proveniente de Canarias. Los cuales, por problemas con los vuelos, no pudieron llegar antes y llegaban, precisamente por la mañana del segundo día que, precisamente, era el día del estreno.

            Sin embargo, como su obra era muy vanguardista, al parecer, no necesitaban gran infraestructura. La escenografía era muy sencilla, según dijeron ellos mismos, únicamente pidieron que se les proporcionaran: 204 bancos, según indicaba el e-mail que mandaron de último minuto.

― ¡Carajo: doscientos cuatro bancos! ―Exclamaron, entre sorprendidos y alarmados, los organizadores―. ¿De dónde chingaos vamos a sacar ahoritita tantos bancos?

            Para aclarar, porque según el lugar del mundo donde estemos situados parece que no hablamos el mismo español, y si le puchas en el buscador de Internet: bancos, lo primero que te aparecen son varias hojas dando localizaciones de empresas bancarias dedicadas a robarte, digo, administrarte tu dinero a cambio de cobrarte, nunca claras, tarifas monetarias. Acá en México, entendemos por bancos, unos objetos generalmente hechos de madera, pero que pueden ser de otro material, como son: metal, plástico o combinación de metal con madera, etc. Generalmente no tiene respaldo, ni brazos, simplemente es un asiento con cuatro patas que sirve para sentarse. Es muy fácil de transportar porque casi no pesa y los hay de diferentes tamaños, según la barra a la que los vayamos a destinar.

            Pero, el problema de conseguir los mentados doscientos cuatro bancos era, además de la cantidad, que el e-mail decía: ¡204 bancos iguales! Bueno, el uso de los signos de admiración se los he agregado yo, para enfatizar la palabra ¡iguales! Entonces, había que conseguir…

― Pues por lo menos doscientos… ―Dijo alguien de los organizadores.

            Que fueran iguales. Rápidamente, todos los miembros del equipo de producción, sin importar rango ni clase social, se pusieron como loquitos a juntar bancos: llevaron de madera, de metal, de plástico, de fiestas infantiles, de todas clases y sabores pero, además de que nadie completaba llegar a la cantidad solicitada, los bancos no se parecían entre sí. Porque, los de madera, parecían niños de primaria: unos más chiquitos otros más grandotes pero ninguno del mismo tamaño. Además, unos barnizados otros color madera blanca y pura, otros pintados de colores.

            Entre las ideas desesperadas, alguien sugirió que se pintaran todos de negro, así, por lo menos, estarían iguales en color. Otro sugirió, que podría funcionar esa solución si, además, la iluminación estaba medio oscura en la escenografía para que no se vieran claramente las formas de los bancos. Pero, pintar los bancos presentaba varios problemas: entre monetarios y de tiempo. A regañadientes, se podría esquivar el monetario pero el tiempo, no, así que los bancos iban a estar frescos cuando se subieran al escenario para esa noche. Otro más sugirió que se pintaran como en telón de fondo y allí sí podrían pintar hasta un millón de bancos si se deseaba. Una tercera opción era mandarlos a hacer ipso facto pero, con lo holgazanes que son los carpinteros. No iban a estar a tiempo, además que era un gasto que no estaba contemplado. Otro más, preguntó:

― ¿Pues qué pinche obra es esa que lleva doscientos bancos? No van a caber los tres actores en escena.

            Conforme avanzaban los minutos, que eran pocos, no se encontraba una solución y se comenzaron a buscar culpables, como ocurre en este país, para justificar que no estarían las cosas a tiempo. Cuando parecía que las cosas estaban por explotar. Fue “El Ruso”, quien cortó por lo sano, con gran tranquilidad dijo:

― ¡A ver, ya! Déjense de chingaderas. Tráiganme todos bancos que consiguieron y listo. Al fin, esta chingadera es de vanguardia, así que no hay pedo.

            El Ruso puso todos los bancos arrojados, para que hicieran una montaña y se viera más cantidad porque, al final, no rebasaban más allá de ciento cincuenta más o menos, dentro de una habitación vacía; resultando imposible contarlos y cerró la puerta. Así, los españoles llegaron muy contentos de andar por estas latitudes, todos los recibieron muy bien. Los encargados de recibirlos, porque todo mundo evadió la responsabilidad por obvias razones, fueron: El Ruso y Bernal, recién regañado por el asunto del sombrero, quienes los recogieron en el aeropuerto, los llevaron a su hotel y los esperaron para llevarlos a comer y beber, a uno de esos lugares donde, apenas llegas, e inmediatamente se te acercan unas señoritas en minifalda y se te sientan en las piernas; que conocía como la palma de su mano El Ruso. Mientras esperaban, Bernal estaba algo deprimido, primero por el asunto del sombrero y segundo por la bronca de los bancos. Muy sonriente, El Ruso le dijo:

― ¡Qué te preocupas! Si no pasa nada. Del sombrero, ¡mándalos al carajo! Ese buey del Jorge que se quería lucir y por eso no se quiso poner el sombrero. A ti, nomás te agarraron de puro buey con ese asunto.

― ¿Y los bancos? ―Bernal.

― ¿A poco van a contar los bancos los que están viendo la obra? ―El Ruso.

― Pero nos faltan como cincuenta bancos y no se parecen…

― ¡Qué te preocupas! Les ponemos poca luz como dijo Ontiveros y listo.

            Los tres de Canarias bajaron al vestíbulo del hotel y fueron llevados a comer y beber. Estaban muy relajados y contentos, platicaron de las últimas actualizaciones en el ámbito cultural español y europeo. Ya entrada la tarde y, con varios alcoholes encima, los tres actores pidieron ir a ver el teatro para preparar las cosas. Con mucho aplomo, El Ruso, firmó la cuenta porque no se manejaba dinero: todo iba a la cuenta abierta por el gobierno para gastos. Todos subieron al coche y entre bromas llegaron al lugar. Todos los saludaron y rápidamente desaparecieron, únicamente El Ruso y Bernal, no se despegaban de ellos. Así, El Ruso los llevó al escenario, el cual no tenía nada, según las instrucciones por ellos mismos dadas y luego los llevó a la cabina de control e iluminación, donde Ontiveros, el iluminador, muy sonriente se desapareció luego de saludarlos. Uno de los españoles, dijo:

― Joder, tío. Que todo está muy bien pero ¿y los bancos?

            A Bernal se le saltaron los ojitos de las órbitas al mirar al Ruso, luego de escuchar la pregunta. Sin embargo, El Ruso, muy tranquilo, dijo:

― ¡Ah, sí! Los bancos, eso los tenemos por acá. Si me siguen.

            Dando un par de rodeos, los cinco caminaron hasta llegar a la habitación cerrada donde El Ruso arrojara los bancos de todos tamaños, colores y sabores. Mientras platicaba una broma, la cual seguían con atención los españoles, abrió la puerta y la dejó así: de par en par. Desde donde estaban, los tres españoles podían ver la montaña de bancos mientras El Ruso, parado a un costado de la puerta abierta, terminaba su jocosa anécdota. Todos sonreían escuchando las aventuras que contaba El Ruso, ninguno de los españoles parecía preocupado al ver la maraña de bancos. Bernal observaba con disimulo a los españoles, todos estaban tranquilos y contentos.

            Cuando terminó, con una risotada, su anécdota El Ruso, señaló, como si nada, al interior de la habitación donde estaban arrumbados los bancos y dijo:

― Allí están los bancos… ¿Están bien? ¿Los quieren contar? O, ¿necesitan hacer algo…?

            Los tres españoles se aproximaron hasta quedar bajo el umbral de la puerta, giraron las cabezas hacia todas partes observando la maraña formado por el cruzamiento de bancos unos con otros. La acción tardó unos diez segundos, luego se volvieron hacia El Ruso y Bernal, y uno de ellos dijo:

― Vale, tío. ¿Cuántos bancos tenéis ahí?

― Eh, pues creo que son casi los doscientos que pediste… ―El Ruso.

            Los españoles se vieron entre ellos y dijo, quien parecía liderar al grupo:

― ¿Doscientos?... ¿De qué habláis vos?

            Imitando al español, El Ruso contestó:

― Pues nada, que vosotros habéis pedido específicamente en su e-mail: “204  bancos iguales”. Pero nosotros únicamente hemos juntado éstos…

            Los españoles empezaron a reír y luego, dijo el líder.

― Vale, tío. A fe mía, que sois muy gracioso. Nosotros dijimos en el e-mail: “dos o cuatro bancos, iguales todos”…

 

                    

 

 

C'est fini.

 

 

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