LA CULTURA DE LA BASURA o la profecía de Los Prisioneros
LA CULTURA DE LA BASURA
o la profecía de Los Prisioneros
I ALGO GRANDE
Por más que Jorge González y sus secuaces se habían eforzado por ser una especie de “anti banda” o “anti estrellas de rock”, vistiéndose como la mayoría de los jóvenes santiaguinos de entonces, viviendo con sus padres (al menos al principio), condenando las drogas y haciendo declaraciones del tipo “yo a los veintisiete años me retiro de esto y estudiaré para ser abogado y formar una familia”, lo cierto, o mejor dicho inevitable, es que tras dos álbumes demoledores, los tres veinteañeros sanmiguelinos se habían convertido en estrellas de rock y millones de personas esperaban -en Chile y más allá- su tercer disco o, más rigurosamente, su tercer cassette.
Quien se sube a un escenario puede hacer muchas cosas, con la voz, con el cuerpo o con lo que sea; también las posibilidades de discurso son infinitas, desde los más humildes y bien intencionados hasta los más estrafalarios y amorales; pero hay algo seguro: quien se sube a un escenario deja inmediatamente de ser una persona normal, y cuando a mediados de 1987 Los Prisioneros empezaron a mostrarse con pintas más rockeras (todos de negro, con bototos, por ejemplo), y a deslizar algún comentario más relajado sobre las drogas, quienes disfrutábamos de su música nos dijimos “por fin estos muchachos se asumieron como rockeros y dejaron de ir de santos”. Fue un gran momento, ya que esta banda de rock no asumida había destrozado las murallas de Jericó, reformateado el conciente colectivo de nuestra generación y la siguiente, y aclimatado en Chile la revolución punk, todo desde la orilla sur del Gran Santiago (sin olvidar, por supuesto, el crucial aporte de la disquería Fusión, enclavada en la glamorosa Providencia). Pero algo faltaba en sus dos primeros cassettes, demasiado marcial el primero, y musicalmente muy liviano el segundo. Es verdad que la marcialidad del primer álbum (La Voz de los Ochenta, 1984) era el producto o respuesta obvia en una sociedad marcializada a la fuerza tras más de una década de Dictadura, y por lo tanto la manera más eficaz de poner una bomba en los cimientos de aquel tiempo, y también es cierto que -dado el ulterior auge de la música tecno- aquel segundo álbum (Pateando Piedras, 1986) es hoy una joya de anticipación, y se la celebra como pionera del synth pop, concepto que por esos años ni conocíamos. La cosa es que quienes ya éramos adictos al rock cuando la “revolución Prisioneros”, si bien aplaudimos su descenso desde los cielos de lo inesperado y concordamos -grosso modo- con las nuevas Tablas de la Ley que Jorge González se traía entre manos, al mismo tiempo extrañábamos una postura más desfachatada, unas guitarras más contundentes, en fin, algo más de esa cuota de desorden y estridencia que deben acompañar, como aliños claves, al buen rock. En resumidas cuentas, queríamos rock´n´roll, pero veíamos con preocupación cómo estos tres chicos parecían encaminarse a ser algo así como los Depeche Mode chilenos, por más que también nos gustaran los Depeche Mode.
II UMBRAL (no la radio sino el concepto)
Tanta agua había pasado bajo el puente para fines de 1987, que la salida de un nuevo cassette de una banda de rock-pop chilensis ya no sorprendía a nadie; una rápida, necesaria y oportunista industria se había montado para estrujar la nueva movida musical que producía retoños sudacas con las cepas new wave importadas desde el hemisferio norte. Pero aunque prácticamente cada quince días se anunciaba el lanzamiento de un disco nuevo, la verdad es que la calidad no abundaba precisamente, y al menos en Chile, para contar el número de bandas “ochenteras” rescatables alcanza con los dedos de una mano: los sureños Emociones Clandestinas (sobre todo por el sonido beat de su álbum Abajo en la Costanera, aparte de algunas letras muy buenas), Electrodomésticos (porque se dieron el lujo insólito de meter su obra conceptual/experimental en las radioemisoras masivas, un logro rarísimo en cualquier época y en cualquier lugar), Viena (por las pintas glamorosas), y Upa! (porque hicieron un trabajo bastante profesional para la época), más una mención honrosa para Valija Diplomática y un par de bandas más. Pero a pesar de formar parte de una generación y una movida (¿quién no lo es, si sólo podemos existir atados a un tiempo y una circunstancia?), Los Prisioneros fueron, son y serán harina de otro costal. Por impacto, calidad, contundencia y repertorio, se llevan el oro, plata y bronce en el podio, lo que puede resultar pesado de decir, pero que en realidad a la hora de los argumentos nadie puede rebatir.
Por eso cuando el Indio Llanca –un compañero de liceo de mi hermano- apareció por nuestra guarida con vista a la Quebrada de Macul llevando en su mano La Cultura de la Basura, raudamente brotaron las cervezas y nos dispusimos a escuchar “el último” de Los Prisioneros. El Indio estaba en plena metamorfosis de guerrillero a barra brava, y también andaba ávido de guitarras y rock; mis socios y yo, por nuestra parte, necesitábamos renovar un poco nuestras orejas ya algo saturadas de Sumo y Clash. Afuera, el sol caldeaba la avenida Departamental (un pedregal ancho y desolado por aquellos días, en el que los asaltantes no eran molestados por los milicos, ya que estos sólo eran enviados a la calle para reprimir barricadas y protestas), así es que las cervezas eran fundamentales. Era cosa de apretar el botón de play y degustar la nueva y esperada obra de Jorge, Claudio y Miguel.
Como eran una banda famosa, se comenzó a hablar de este tercer álbum algún tiempo antes de que sus canciones comenzasen a condensarse en la biósfera. Lo que más se comentaba era que se diferenciaría de los anteriores en el hecho de que incluiría más canciones de Narea y Tapia, dejando así de ser lo que de facto venían siendo Los Prisioneros, los que perfectamente pudieron llamarse hasta entonces “Jorge González y su Banda”. Esto suele suceder cuando una banda exitosa ha basado su propuesta (y por lo tanto su éxito) en el talento de un líder “alfa” que las hace casi todas, y es natural que los demás integrantes del grupo en un momento dado reclamen más protagonismo asegurando que también saben hacer canciones y cantar. El resultado de esta reorientación es casi siempre el mismo, y sólo sirve para reafirmar que el que venía componiendo y cantando desde un principio era el único que en realidad sabía hacerlo bien. No obstante lo anterior, una banda tan sólida como Los Prisioneros podía a esas alturas hacer cualquier cosa en el estudio; la fama estaba hecha, el público estaba expectante, y los muchachos habían conquistado tal libertad que podían dar rienda suelta a sus ideas, buenas o no. A ese momento suelen llegar las bandas clase A, como por ejemplo The Clash con su álbum Sandinista! (1980), constituyendo verdaderos divertimentos de artistas consagrados, obras al mismo tiempo lúdicas, conceptuales y también algo forzadas por contratos y otros factores extra artísticos.
Pero un cassette nuevo era un cassette nuevo, la caja transparente aún no opacada ni rayada por el uso, la carátula desplegable por admirar, y la cinta impecable nunca arrugada; sólo quedaba destapar las botellas y apretar el botón de play.
III SOMOS LA CULTURA DE LA BASURA
Desde la primera canción, “Somos Sólo Ruido”, el disco parece una fiesta, un desfile de propuestas tanto a nivel de música como de letras, desde el punk-tecno a lo Devo de la mencionada primera canción, hasta las baladas de profundas resonancias existenciales que le otorgan a este álbum una de sus mayores virtudes, que no es otra que la de poner los dedos en todas las llagas habidas y por haber, desde las socio/políticas hasta las de corte existencial/confesional. La segunda canción, “De la Cultura de la Basura”, con su sabor a anuncio tipo Know Your Rights de los Clash pero en clave irónica, constituye sobre todo por su magistral título, el anuncio profético de la mierda mediática que se nos venía con el advenimiento de la era del consumismo total y el dios mercado oleado y sacramentado. Hoy vivimos esa cultura de la basura, y a pesar de que a muchos nos da tanto asco, hay que reconocer que ya no hay vuelta, que el humanismo sólo subsiste en minorías, y que el mundo es un gran supermercado, en el que todo tiene precio, una fría luz tiñe los pasillos, y una apestosa música guía a los zombies.
La ironía que alimenta las dos primeras canciones, y que recorre casi todo el álbum como una columna vertebral, se interrumpe súbitamente con la tercera canción. “Que No Destrocen Tu Vida” es para mi gusto la canción más devastadora de Los Prisioneros; toda gravedad, constituye una cima tanto por el delicado contenido de su letra como por su forma musical, rockera y elecrónica al mismo tiempo, un deleite para escuchar con los ojos cerrados y la piel de gallina. A continuación “Usted y su Ambición” nos devuelve a Los Prisioneros guitarreros y punk. La fiesta continúa, y como toda buena fiesta, se intercalan los momentos de jolgorio con los de introspección, en un rosario de catorce canciones que además dejó clásicos como “Maldito Sudaca” (con un guiño a The Beatles), “Pa pa pa” (con un principio que plagia a The Cars), y “Lo Estamos Pasando Muy Bien” (esta última, un acierto de Claudio Narea que viene a ser la segunda parte perfecta de “De la Cultura de la Basura”, y podría tambén ser cantada como verdadero himno de estos tiempos).
Las canciones siguen pasando, y lo que comenzó como una fiesta se va desmoronando como terminan las buenas fiestas: de amanecida y con la música sonando a todo volumen en una sala vacía. Después de “Jugar a la Guerra”, que destaca como despedida de una época, el álbum cierra con “Poder Elegir”, alusión directa a la pseudodemocracia que se avecinaba, y al emblemático plebiscito que, como un espejismo, ya cobraba forma en el horizonte.
IV LA MUERTE NO EXISTE (dicen)
La declarada identificación del trío con la opción “NO” en el mencionado plebiscito, vino a sumar un elemento más en la compleja relación de la banda con los medios de comunicación durante la Dictadura. Su calidad y originalidad, más la inteligencia de su hábil representante (Carlos Fonseca “el cuarto prisionero”), les había granjeado una fama incontestable; ante esta realidad, la verdad es que los medios nunca habían sabido bien qué hacer, fluctuando entre la censura directa, la omisión, o el aplauso auto reprimido. El plebiscito con el que la Dictadura pretendía seguir robando ocho años más, había reactualizado este tira y afloja, con lo que ante cada “ninguneo” de la prensa, Los Prisioneros crecían un poco más. Eso es ser contracultural, en definitiva. El famoso plebiscito, por su parte, invitaba a los chilenos a elegir entre estas dos opciones: Sociedad de Mercado o Economía de Mercado. Yo, al igual que tantos, guiado por una misteriosa ituición juvenil, no me inscribí y –obvio- no voté.
Paralelamente, el trío iniciaba su natural desintegración. Los infaltables líos de faldas habían hecho su aparición también, ya que por lo general en los colectivos artísticos hay más hombres que mujeres, debiendo estas compartirse, en lo que suele ser el epílogo de las cofradías inolvidables. Así las cosas, la gira latinoamericana constituyó el viaje final, abruptamente finalizada por enfermedad de Narea (el cuerpo suele golpear la mesa cuando la mente pretende adaptarse a todo). El guitarrista había alcanzado a grabar su aporte en algunas de las canciones del siguiente álbum, de manera que las letras de González y la guitarra de Narea se mezclaban por última vez en algo parecido a una pesadilla.
La agonía de la banda, ligada a los últimos días de la Dictadura, no podría haber sido de otra manera, menos dramática o menos compleja, ya que al hablar de Los Prisioneros estamos refiriéndonos a la mejor banda de rock chilena de todos los tiempos, nada menos. Si los viñamarinos Jaivas habían puesto en Chile la banda de sonido a la era de la búsqueda del paraíso, los santiaguinos Prisioneros hicieron lo mismo pero en la era de la expulsión. Así de “simple”.
No podrá haber otra banda del nivel de Los Prisioneros, eso es técnicamente imposible, por la sencilla razón de que no habrá más rock, entendido este como vanguardia. El género existirá siempre, lógico, tal como siempre habrá grupos de cámara interpretando música barroca, medieval o de la época que sea. Lo mismo el rock, cuyo legado hoy se encuentra disperso en casi todo lo que podamos llamar arte o cultura urbanos. Siendo uno de los principales aportes del imperio norteamericano, aquel que gobernó medio planeta durante la segunda mitad del siglo XX, su impronta lo afectó todo, desde la publicidad hasta el lenguaje coloquial, desde las artes plásticas hasta –obvio- la música, toda la música. Hoy, asimilado y glorioso, es un recuerdo y una emoción –como el tango para nuestros padres y abuelos-, un grito que todavía se escucha cuando nos quedamos solos y en silencio, un grito del pasado. La globalización ya lo mezcló todo, y así el rock hoy es un lejano ingrediente de la gran cazuela mundial.
Las mejores bandas fueron del mundo angloparlante, pero existieron contados ejemplos de calidad que brotaron en otros rincones del mundo y en otros idiomas. En Chile podremos decir un día que tuvimos una tremenda banda llamada Los Prisioneros.
Marcelo Olivares Keyer.
(Escrito en movimiento)
Agosto 2018.
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