Marcelo Olivares Keyer
APUNTES SOBRE LA MÚSICA GAÚCHA
Marcelo Olivares Keyer
I LA CIVILIZACIÓN GAUCHA
Una nada despreciable franja de territorio, desde la Patagonia chilena hasta Santa Catarina en el sur de Brasil, con todos los matices que el clima y la temperatura provocan, es la tierra de los gauchos. Mayoritariamente bañada por las aguas del Atlántico sur, pero abarcando también el laberinto de islas en que se desmiembra el extremo austral de Chile en las gélidas aguas del Pacífico sur, esta trapalanda ciclópea pudo desarrollar una cultura insólitamente homogénea a pesar de esas distancias sobrehumanas. El viento sabe recorrer, como milenario patrón de una inabarcable estancia, este infinito pastizal en el que la mezcla de tribus originarias con europeos ibéricos dio origen a uno de los tipos humanos más consistente, numeroso, indomable, reconocible e “inglobalizable” del cono sur de América: el gaucho, el eterno gaucho, perfectamente identificable desde Puerto Natales a Porto Alegre o desde Tierra del Fuego hasta Tacuarembó. El arribo de otros aportes étnicos desde mediados del siglo XIX no cambió para nada su constitución esencial; al viento y a los pastizales poco les importó, el gaucho ya estaba hecho desde hacía largo tiempo, de modo que croatas, dálmatas, italianos, galeses, alemanes, etc., sólo tuvieron que ponerse a la altura, subirse al caballo, ajustarse un cuchillo entre cinturón y pantalón, otear el horizonte y aprender a seguir la tropa de ganado por las mismas sendas en que tehuelches, aonikenk, querandíes, charrúas y muchos otros habían pasado –no tanto tiempo atrás- siguiendo a pie las huellas de guanacos y ñandúes.
Si el mate, el pantalón-bombacha, el pañuelo al cuello y el cuchillo al cinto identifican al gaucho ante los ojos de cualquier observador básicamente culto, en términos de producción artística su condición de hombre en movimiento, al aire libre, y de comportamiento tradicionalmente áspero, no constituyeron precisamente el mejor abono para una refinada producción en el ámbito de la cultura material. Pero dentro de las artes existe una de la que ningún pueblo escapa, un fenómeno que aparece allí donde haya un ser humano, desde la tribu más primitiva hasta el imperio más sofisticado, ese fenómeno es la música, y la música de los gauchos constituye un universo tan o más vasto que el amplio territorio que representa, siendo su lista de ritmos, matices y combinaciones, un verdadero manantial en el que sumergirse y –quizás- no salir jamás.
RECORDANDO AL INCREÍBLE TEIXEIRINHA
I VITOR MATEUS TEIXEIRA
Santo Antônio da Patrulha es uno de los municípios más antiguos del sur de Brasil; desde los tiempos coloniales, constituía paso obligado para las tropas de arrieros que, en épica trashumancia, llevaban miles de cabezas de ganado desde los confines mas sureños del imperio portugués, casi en el mismo Río de la Plata, hasta el interior de Minas Gerais (atravesando Santa Catarina, Paraná y São Paulo), en donde la fiebre de las piedras preciosas había hecho brotar poblados como hongos, poblados que precisaban de carne, cuero, leche y caballos, justamente los productos por excelencia del recanto más austral del Brasil, el Estado de Rio Grande do Sul, cuyo primer nombre fue, allá por el siglo XVII, Continente de São Pedro do Rio Grande.
Para los años veinte del siglo pasado, en una mirada a vuelo de pájaro, poco quedaba en Santo Antônio da Patrulha de aquella ciudad-campamento en cuyas calles el ganado antaño se desplazaba como um río de carne viva y cuernos, acompañado de mugidos, gritos de los arrieros, peleas a cuchilladas y pantagruélicos asados bien regados de alcohol y mate. Las comodidades del siglo XX habían hecho lo suyo suavisando la vida, pero, como suele suceder, las formas rudas del pasado, así como el espíritu que las vió nacer, subsistían en las localidades más apartadas, enredadas en el paisaje campestre y, sobretodo, en el alma de sus habitantes.
Una de estas localidades era Rolante, pequeño pueblo que, a pesar de estar a sólo 90 kilómetros al noreste de Porto Alegre –la populosa capital del Estado-, parecía estar atrapado en el tiempo, como una tropa de ganado en una cañada; y aunque nada parecía pasar en Rolante, los bien informados saben que ahí, un 3 de marzo de 1927, nació Vítor Mateus Teixeira, pequeño garoto que ya a los nueve años de edad quedaba huérfano de padre y madre, y debía afrontar, como sea, la tarea de vivir.
LA CULTURA DE LA BASURA
o la profecía de Los Prisioneros
I ALGO GRANDE
Por más que Jorge González y sus secuaces se habían eforzado por ser una especie de “anti banda” o “anti estrellas de rock”, vistiéndose como la mayoría de los jóvenes santiaguinos de entonces, viviendo con sus padres (al menos al principio), condenando las drogas y haciendo declaraciones del tipo “yo a los veintisiete años me retiro de esto y estudiaré para ser abogado y formar una familia”, lo cierto, o mejor dicho inevitable, es que tras dos álbumes demoledores, los tres veinteañeros sanmiguelinos se habían convertido en estrellas de rock y millones de personas esperaban -en Chile y más allá- su tercer disco o, más rigurosamente, su tercer cassette.
Quien se sube a un escenario puede hacer muchas cosas, con la voz, con el cuerpo o con lo que sea; también las posibilidades de discurso son infinitas, desde los más humildes y bien intencionados hasta los más estrafalarios y amorales; pero hay algo seguro: quien se sube a un escenario deja inmediatamente de ser una persona normal, y cuando a mediados de 1987 Los Prisioneros empezaron a mostrarse con pintas más rockeras (todos de negro, con bototos, por ejemplo), y a deslizar algún comentario más relajado sobre las drogas, quienes disfrutábamos de su música nos dijimos “por fin estos muchachos se asumieron como rockeros y dejaron de ir de santos”. Fue un gran momento, ya que esta banda de rock no asumida había destrozado las murallas de Jericó, reformateado el conciente colectivo de nuestra generación y la siguiente, y aclimatado en Chile la revolución punk, todo desde la orilla sur del Gran Santiago (sin olvidar, por supuesto, el crucial aporte de la disquería Fusión, enclavada en la glamorosa Providencia). Pero algo faltaba en sus dos primeros cassettes, demasiado marcial el primero, y musicalmente muy liviano el segundo. Es verdad que la marcialidad del primer álbum (La Voz de los Ochenta, 1984) era el producto o respuesta obvia en una sociedad marcializada a la fuerza tras más de una década de Dictadura, y por lo tanto la manera más eficaz de poner una bomba en los cimientos de aquel tiempo, y también es cierto que -dado el ulterior auge de la música tecno- aquel segundo álbum (Pateando Piedras, 1986) es hoy una joya de anticipación, y se la celebra como pionera del synth pop, concepto que por esos años ni conocíamos. La cosa es que quienes ya éramos adictos al rock cuando la “revolución Prisioneros”, si bien aplaudimos su descenso desde los cielos de lo inesperado y concordamos -grosso modo- con las nuevas Tablas de la Ley que Jorge González se traía entre manos, al mismo tiempo extrañábamos una postura más desfachatada, unas guitarras más contundentes, en fin, algo más de esa cuota de desorden y estridencia que deben acompañar, como aliños claves, al buen rock. En resumidas cuentas, queríamos rock´n´roll, pero veíamos con preocupación cómo estos tres chicos parecían encaminarse a ser algo así como los Depeche Mode chilenos, por más que también nos gustaran los Depeche Mode.
VIRUS EN VIVO EN EL ESTADIO CHILE
Por Marcelo Olivares Keyer
I ¿WADU-WADU?
Un día de enero de 1987 mi cabello largo -muy a contrapelo de la moda imperante- cobró sentido, sólo tuve que peinarlo con partidura al lado, ponerme una camisa amplia y abotonarla hasta el cuello: ya estaba listo para ir a ver a Virus. A mis tiernos diecinueve años, mi rostro aún era algo regordete, muy lejano del estilo Moura, pero unas semanas antes había visto en televisión, en un programa de videoclips, la canción Pecados Para Dos, con lo que me había convencido de que esos platenses -de quienes ya venían sonando un par de canciones en la radio desde hacía un año- también tenían algo que decir dentro de la avalancha de música pop trasandina que para el verano´87 ya era un diluvio total que parecía no tener fin.
Durante el largo viaje desde La Florida hasta la parte antigua de Santiago, en donde tocarían los Virus, viaje que por aquellos días duraba como dos horas, sólo me acompañaba ese goce anticipado que se siente cuando sabemos que vamos a ver una buena banda. Mal podía adivinar que esta agrupación, al lanzar su ópera prima WADU-WADU a fines de 1981 (un año antes que Lulú Santos, Blitz y Barao Vermelho en Brasil, o que la Banda Metro en Chile, quienes lanzarían sus primeros álbumes en 1982), habían dado el puntapié inicial a la renovación de la música pop en América Latina, con lo que arriesgaron recibir más de algún puntapié ellos mismos, ya que meter mano en la delicada trama cultural/emocional/social de aquellos días era cosa complicada, y muy difícil de explicar a quienes hoy tienen menos de cuarenta años.
Este Virus se había comenzado a incubar en 1980, con la mezcla de dos bandas: Marabunta y Las Violetas, fusión bautizada con el no muy convincente nombre de “Duro”. Tenían una vocalista llamada Laura, la que al poco tiempo se bajó -o la bajaron- del proyecto. De Marabunta venían los hermanos Julio y Marcelo Moura, y para reemplazar a Laura decidieron llamar a su hermano mayor, Federico, quien se había ido a vivir a Brasil después de haber sido bajista del grupo Dulcemembriyo hacía un montón de años. Visto desde hoy, no fueron sus hermanos chicos los que convencieron a Federico José de regresar del Brasil, fueron los hados del Arte quienes lo arrastraron de vuelta a La Plata para que alguien viniese a dirigir con delicados dedos el inexorable cambio que se avecinaba en el espíritu de la época. Así, convencieron al hermano Fede, y Duro pasó a llamarse Virus.
Subirse a cualquier escenario en América del Sur en 1980-81 y salir con canciones tecno bailables como las del mencionado Wadu-Wadu, hiper livianas, con letras irónicas, con su culto al hedonismo, era -vaya paradoja- cosa seria, muy seria, y si todavía a mediados de la década los más jóvenes (pero que sabíamos en qué mundo estábamos metidos) todavía debíamos someternos a un complejo proceso de metamorfosis psicológica para permitir la entrada a nuestras habitaciones de nuevas luces y nuevas perspectivas, no costará imaginar el comprensible rechazo que Virus -y luego sus equivalentes en los demás países de la región- debieron soportar en esos días en que en nuestro castigado subcontinente no se podía pronunciar una sílaba sin que esta fuese un enigma a ser vigilado, descifrado, censurado, aclamado o repudiado.
Todo era grave a principios de los ochenta, pero por algo Federico se lanzó a domar al monstruo de lo establecido. Con su rostro fino, casi de mujer, con esa voz suave y algo quebrada, pero clarísima, con esos ojos grandes que sabían medir el mundo, Federico había enfrentado a fantasmas mucho peores que un par de pifias en un show y había soportado obscuridades mucho más reales que un apagón en medio de una presentación. Pero yo aún no sabía nada de eso, o creía no saberlo, mientras la micro avanzaba por avenida Vicuña Mackenna hacia el centro, doblaba hacia abajo en Plaza Italia, y descendía por la Alameda, entre viejas mansiones abandonadas, hacia la parte más antigua de Santiago.
BANDA PEQUEÑO VICIO
Por: Marcelo Olivares Keyer
I OPERETA: PEQUEÑO VICIO
La Banda Pequeño Vicio fue algo más que la feliz coincidencia de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección, fue la conjunción de las artes escénicas, encarnadas en el actor y coreógrafo Titín Moraga, y el rock, encarnado en el guitarrista Juan Ramón Saavedra, quien pese a su juventud había pasado por la legendaria banda de rock pesado Arena Movediza. Se asociaron para una opereta pergeñada por Moraga en 1986 llamada Opereta Pequeño Vicio, título al parecer entresacado de algún texto del controvertido escritor japonés Yukio Mishima. De la base de músicos reclutados para el montaje, resultó el afortunado sexteto que constituiría la alineación “histórica” de esta excelente banda: Titín Moraga (voz), Juan R. Saavedra (guitarra), Iván Delgado (saxo), Andrés Bobe (teclados y guitarra), Luciano Rojas (bajo) y Cristian Araya (batería). Para mediados de 1987 ya tenían unas cuantas canciones a su haber, y en agosto entraron a los Estudios Horizonte para grabar su primer álbum, el que estaría listo a final de año, de modo que a partir del verano de 1988, ya como banda hecha y derecha, comenzaron a rodar por los boliches santiaguinos. Recuerdo particularmente una presentación en enero en un improvisado escenario montado en un sitio eriazo, como parte del Festival Off Bellavista, en la que –a mí y a mi patota- nos volaron la cabeza, y no sólo por la potencia de sus guitarras, la atmósfera provocada por el sonido del saxo, la pantalla gigante exhibiendo video arte detrás de la banda, o la cantidad de vino que nos habíamos tomado. Era algo más simple y complejo a la vez: estábamos presenciando algo nuevo.
Cuando al otro día, cerca de la hora de almuerzo y bebiendo cerveza para conjurar la resaca, nos reunimos en nuestro templo por allá por Tobalaba y Departamental, todos teníamos la misma pregunta en la punta de la lengua.
- ¿Qué fue eso?
Para entender nuestro trance se hace necesario aclarar que en nuestra tribu, con quienes editábamos el fanzine “Ene-A”, la banda incidental de nuestros días –y sobre todo de nuestras noches- la aportaba el grupo Sumo, cuyos caséts Divididos Por La Felicidad y Llegando Los Monos giraban sin parar mientras nos aventurábamos por el lado salvaje de los caminos del Arte. Por eso, el mayor elogio que podíamos proferir respecto de estos sorprendentes Pequeño Vicio era el de:
- Se parecen a Sumo.
Y comenzamos a perseguirlos allá donde tocasen, a pesar de lo complicado que era salir de La Florida por la noche en pos de los lugares en los que la vanguardia tejía su legado. Pero valía la pena, porque entrar a ver a Pequeño Vicio era sumergirse en una nave multimedia, abrir los poros –de la piel y de la mente- y dejarse atravesar por esa telaraña al mismo tiempo agresiva y elegante, rockera y teatral, gótica y sudaca, que estos seis talentosos muchachos supieron construir.
RENZO TEFLÓN Y LOS DUENDES
“Al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre”
Federico García Lorca
Por: Marcelo Olivares Keyer
I INTRODUCCIÓN
La movida musical ochentera en América del Sur no sólo produjo una decena –o menos- de excelentes bandas, junto a un centenar de improvisadas y desechables agrupaciones para el olvido, dadas las evidentes potencialidades comerciales que la aclimatación de laNew Wave en nuestras tierras conllevaba desde la aparición de Virus, Lobao, Barao Vermelho y la Banda Metro en el inicio de la década. Eso sin contar a los que venían de los setenta, quienes, aunque ya treintones, eran lo suficientemente jóvenes como para entusiasmarse y dejarse llevar un rato por los raros peinados nuevos. También hubo una suerte de “clase media”, compuesta de unas cuantas bandas que si bien no remecieron cimiento alguno ni movilizaron tanta gente como para juntar suculentos ahorros para los días de vacas flacas, demostraron tener discurso propio y la suficiente claridad u osadía como para saber que no bastaba con imitar a The Police y/o The Clash, ir a la tele y así, tan fácilmente, dárselas de rockeros. Quizás el número de grupos que alcanza esta categoría también se acerca a la decena, y las hubo en toda la región, desde el Brasil hasta Chile (pienso en Kid Abelha e os Abóboras Selvagens, Don Cornelio y la Zona, Banda Pequeño Vicio, y unas pocas más), y sus canciones, que sobrevivieron dormidas en los pocos caséts cuyas cajas no se quebraron y cuyas cintas no se arrugaron, hoy, gracias al bienvenido traspaso de soportes hacia lo digital y de ahí a internet, se pueden escuchar sin fruncir el ceño e inclusive con cierta cuota de admiración o mejor dicho de complicidad.
No es sorprendente que a la música producida en Uruguay le haya costado irradiar más allá del Plata; semiocultos entre dos países de dimensiones colosales, los músicos y melómanos uruguayos conocen bien las dos caras de esa moneda: Pueden libar en primera fila de dos focos culturales peso pesado, pero al mismo tiempo lo creado en la pequeña república oriental rara vez resuena en los demás países del barrio. Fuera de la época del tango, por cierto, en la que varios orientales se encaramaron al panteón de la edad dorada, sólo Los Iracundos llenaron teatros en toda América.
II MARCO TEÓRICO
En 1985, alguien en Montevideo tuvo la buena idea de lanzar al mercado un long play (vinilo de larga duración) que incluyese canciones de casi todas las bandas emergentes en el país. El disco, una inteligente manera de afrontar la realidad en un mercado pequeño, se llamó Graffitti, y resultó tan bueno que no sólo se vendió en la otra orilla del estuario y dio para una segunda versión, sino que llegó –por ejemplo- hasta un par de disquerías de Santiago de Chile, en donde, junto a los codiciados discos de The Cure, Sumo o Los Prisioneros, no desentonaba para nada. Sin ir más lejos, fue en la disquería Fusión –a donde íbamos, dada la escases de circulante de la época, a mirar discos (y no es chiste)- en donde no sólo lo pude mirar, también me dejaron escucharlo y yo, de puro tonto (o de puro pobre) no lo compré.
En Uruguay el disco al parecer fue un batatazo; su esperable eclecticismo permite tomarle el pulso a la variedad dentro de la unidad. Entre tantas formas de sentirse post punk, desde la más grave y gótica hasta la más festiva y liviana, la canción que saltó a las radios, y ahí se quedó hasta la saturación, fue una titulada Himno de los Conductores Imprudentes, más conocida como la “canción del puré”, obra y gracia del grupo Los Tontos.
Como suele suceder, la canción de marras no era la mejor de esta banda de tan poco glamoroso nombre, pero su letra desquiciada y su estribillo hinchapelotas sirvieron para que Los Tontos adquiriesen fuerza propia y – aprovechando la ola de los quince minutos de fama- darse el lujo de grabar dos álbumes (Los Tontos, 1986, y Tontos al Natural, 1987); el segundo más cargado al ska estilo Madness y con menos matices que el primero. Y no sólo eso, también tuvieron su propio programa de televisión, “La Cueva del Rock”, en el que presentaban bandas en vivo, y –cruzando la pampa y la cordillera- tocaron una noche de invierno de ese 1987 en el Teatro Providencia de Santiago de Chile junto a los locales Valija Diplomática. Esta vez, a mis veinte años de edad, si que no lo dudé: junté las monedas, crucé la ciudad, y los vi.
Era un típico trío new wave a lo Police: un bajista vocalista (Renzo “Teflón” Guridi), un guitarrista piola (Fernando “Calvin” Rodríguez), y un baterista, (Leonardo “Trevor Podargo” Baroncini) quien, dicen, tenía que andar disfrazado porque era oficialmente baterista de Los Estómagos, la otra banda que la rompía en el Uruguay. Es difícil creer que nadie se haya dado cuenta de esta doble militancia del baterista, pero la historia suena divertida, como lo suenan todas las canciones de Los Tontos, quienes no fueron los únicos en considerar las letras de canción como un propicio terreno para la joda (en España hubo varios grupos con vocación humorística, pienso en este momento, por ejemplo, en los Ilegales, la excelente banda asturiana liderada por el cáustico Jorge Martínez), pero a diferencia de lo que hacían desde Buenos Aires grupos como Los Twist, con su propuesta de fiesta permanente, parodia y vodevil, en las letras de Los Tontos, y en la manera de cantar de Renzo Teflón, predomina un aire de crispación y de historieta, el relato de un hombre solitario e irritado, cual Johnny Rotten clase B.
EL PUNK LÍRICO DE “TELEVISION”
Por Marcelo Olivares Keyer
I SALIENDO DEL TEATRO ORIENTE
Que una banda se aventure a venir al sur del mundo conservando tres de sus cuatro integrantes históricos a cuatro décadas de su gestación, ya constituye un mérito en esta época en que circulan por los teatros del orbe tantas bandas que de su formación original sólo pueden esgrimir el nombre y uno o dos integrantes, verdaderas estafas itinerantes engañando a incautos en este mundo cruel. No es el caso de este cuarteto neoyorquino liderado por Thomas “Tom Verlaine” Miller (New Jersey, 1949), guitarrista y cantante cuya voz quebrada y exquisitas composiciones – germinadas en plena eclosión punk pero diferenciándose claramente de lo que comúnmente se espera de esta denominación- constituyen una joya o secreto a voces de lo que se puede alcanzar si se alinean convenientemente factores cada vez más divergentes: Rock, Arte y Experimentación.
En el principio de los principios, o podríamos decir en su etapa embrionaria, pasó por esta banda el cáustico Richard Hell, pero más temprano que tarde siguió su propio camino intentando otras agrupaciones hasta por fin hacer lo verdaderamente suyo con The Voidoids, mientras Television encontraba su alineación perfecta con –aparte del “jefe” Verlaine- Billy Ficca, Richard Lloyd y Fred Smith, conformando un cuarteto que circuló durante la segunda mitad de los años 70 por los mismos pequeños escenarios a los que se subieron las demás bandas que construyeron ese fenómeno hoy tan estudiado llamado punk-rock. Pero Televisión se diferenció claramente desde un principio (o, en estricto rigor, desde que se fue Mr. Hell, verdadero adalid del punkismo inicial) en base a apuntar más alto, hacia un lirismo descaradamente bello, antítesis del simplismo depurador que definía al resto de la escena.
Mil presentaciones ante exiguas audiencias, y dos long plays, es lo que quedó de aquel feliz lustro (periodo en el que, no por nada, el rock como fenómeno amplio alcanzó la cima de sus posibilidades antes de entrar en el largo –y afortunadamente gradual- descenso hacia su fértil desintegración). Con respecto a esos dos álbumes -Marquee Moon (1977) y Adventure (1978)- ya se ha derramado bastante tinta en la prensa especializada, y los elogios para con el primero seguirán ramificándose mientras haya un par de oídos al mismo tiempo rockeros y refinados por los que aún no se haya colado esa obra maestra si las hay. Por mi parte me limitaré a confesar que alguna vez, reunidos varios escuchadores de buen rock, prodújose un debate en el que, tras varias exposiciones y unas cuantas cervezas, coronamos a Marquee Moon como EL MEJOR ÁLBUM DE TODA LA HISTORIA DEL ROCK, veredicto que nadie cuestionó y que hoy –a casi dos décadas de tan solemne y quizás delirante jornada – en lo personal sigo sosteniendo. Adventure, por su parte, funcionaría como una digna segunda parte o, si se prefiere, epílogo, con dos o tres canciones de antología. Luego vendrían las obras individuales (Verlaine posee una ingente producción solista para zambullirse con tiempo), las rejuntadas, los álbumes tardíos, etc. Pero lo grande ya estaba hecho, y la tierra podía seguir girando.
EL CASTILLO DE CHINOY
Por Marcelo Olivares Keyer
I ES HORA DE SALIR DE LA CONCIENCIA
A mediados del 2008 leí en un blog un artículo sobre Chinoy. Supuse que los elogios vertidos por la autora del texto se debían a la juventud de ambos, al hilo generacional entre reseñadora y reseñado. Después supe que el cantautor era el mismo cuya estampa aparecía por esos días en unos grandes afiches repartidos por Santiago anunciando una presentación. Hasta ahí ya me quedaba claro que existía un trovador joven, de pseudónimo “Chinoy”, con cierta llegada entre sus cogeneracionales. Por extensión, lo suponía uno más de entre la nutrida camada de cantautores brotados en Chile durante la última década. Esta última consideración se derrumbó por completo el día que -por casualidad- escuché una canción suya en la radio.
La canción, larga, intensa y rara, se me quedó enredada en la mente, y si bien aquella vez no fui a por más, me quedaba claro que no podía ser el resultado aislado de un rapto de inspiración, o un simple golpe de suerte, sino una arista de algo mayor. Si esa vez no busqué la obra completa, fue porque sabía que podría encontrarme con algo demasiado grande, y un cuarentón como yo ya no tiene tiempo para todo. Pero un día se confabularon los factores básicos sobre una mesa: un computador y una buena conexión a internet. Era sólo entrar a youtube y digitar chinoyquesalganlosdragonesalbumcompleto. Y lo hice.
No fue necesario avanzar tantas canciones para darme cuenta de hacia dónde apunta la propuesta de Chinoy. En realidad, en dos minutos queda claro. Su mirada, puesta en la lejanía, sobrepasa la contingencia para ir en busca de la trascendencia. Gracias a este sólo acto relega –de un plumazo- a todos sus colegas contemporáneos a la condición de meros entretenedores. Con ese lirismo agridulce, esa voz extraña, y esa impronta andaluza presente en –casi- todo lo chileno, el álbum QUE SALGAN LOS DRAGONES ostenta una categoría fundacional; y si no hay unanimidad a este respecto, es sólo porque no cuenta con la caja de resonancia social con que contó, por ejemplo, otra obra fundacional como LA VOZ DE LOS OCHENTA, de la que viene a ser, a pesar del largo lapso entre una y otra, su contrapunto. Y es que Chinoy, con su tensión a cuestas, su sudor y sus tics, su timidez y su acento para muchos incomprensible, resulta del todo disonante en este Chile actual, este Chile de alabadas cifras macroeconómicas, de malls rebosantes de clientes, de Lollapaloozas repletos a pesar del exorbitante precio de las entradas, de asados cotidianos y barras futboleras con dinero suficiente para acompañar –en avión, obvio- a su equipo hasta el más lejano rincón del planeta.
Creo que desde los días de Los Prisioneros no aparecían, entre los letristas chilenos, versos y estrofas de tal nivel y que al mismo tiempo impliquen tal vuelta de página. En este sentido, siento que quienes padecemos de adicción por las letras de canciones que alcanzan el rango de genuina poesía, lo estábamos esperando, desde hace un cuarto de siglo que queríamos oír algo así. Más aún, sentimos una suerte de agradecimiento, ya que con la gran discoteca mundial al alcance de los dedos gracias a youtube, buscar, entre un millón de posibilidades y sin el más mínimo asomo de nacionalismo, sólo por la bendita necesidad de escuchar música actual y de calidad, las canciones de este trovador, implica también un necesario orgullo. Esto último queda bastante claro cuando recurrimos al viejo truco de tratar de definir algo (o alguien) en base a su parecido con otros. Chinoy tiene algo de Bob Dylan, sí, y en buena hora, pero también algo del mejor Silvio Rodríguez, y hasta algo de Elvis Presley cuando se deja patillas y tirita en éxtasis mientras canta. Sin duda vuela alto este muchacho salido de Placilla, un lugar en las alturas de San Antonio.
Fui a verlo a fines del verano pasado a una presentación en un boliche de Bellavista, gratis. Ahí estaba en un escenario improvisado entre unas escaleras; tenso y severo como un gitano. Aplaudido, mirado, admirado. Obviamente nunca comprendido del todo, ese es el sino de los que van más adelante y no están para juegos: ser seguidos, nunca entendidos a cabalidad, corriendo el riesgo de quedar, de tan adelantados, como jinetes perdidos en la inmensidad. En este sentido, incluso no faltó el momento de mala onda con un sector del público. Es lógico, superlógico, porque Chinoy está en trance, y quien está en trance no puede detenerse a simpatizar. Este cantaor y su guitarra suben al escenario a remecer el presente, a intentar sintonizar estos ambiguos días con la estación de la trascendencia. Suda al cantar porque no se está divirtiendo, está trabajando, está excavando una veta que no pretende soltar. Encontró la belleza, encontró la voz, encontró el sentido. No le está hablando a los grupos cada vez más numerosos que lo acompañan para tararear sus canciones y tomarse una fotografía con él al final del concierto (algo a lo que él accede de buena gana, por lo visto). Está buscando ese algo a lo que se refiere Dean Moriarty –el héroe de la novela On the Road- en momentos de éxtasis, y a ratos lo alcanza, lo tiene, con ese talento que literalmente lo desborda, con esa manera de componer e interpretar al mismo tiempo visceral y mística, tan fuera de foco para quienes aún no se han dado cuenta de que los días de equilibrio y complacencia ya terminaron.
EL ARC DE TRIOMF VERSUS LA ARQUITECTURA DE AUTOR
Marcelo Olivares Keyer
El hecho de que una obra de arte acceda a la condición patrimonial asegura su permanencia en los libros de historia del arte y en los manuales, catálogos y guías de turismo, pero al mismo tiempo distorsiona su lectura. Sabido es que las ideas-pilares que sostienen un discurso y sus manifestaciones tangibles no son moneda que tenga garantizada su validez de cambio al cabo de un par de generaciones. Lo que ayer fue himno que movilizó masas humanas y astronómicos financiamientos, hoy puede que -con suerte- sea una olvidada canción de un viejo disco arrumbado en un rincón.
Desde la vereda opuesta, aquello que un día sobrevivió en el límite de la excentricidad, consiguiendo instalar su credo estético a duras penas y tras mil batallas, hoy puede ser la imagen corporativa de una maquinaria publicitaria.
Pero el arte, aunque sometido a los avatares del capricho humano, suele llevar una vida paralela en la que todo significado le resbala. Esta condición del arte, rescatado de las fluctuaciones del gusto (fluctuaciones que pueden llegar a transformarse en verdaderas tormentas, con hundimientos, náufragos y héroes), es la que inspiró estas disquisiciones, en las que el contrapunto entre dos caminos artísticos y sus dispares secuelas sociales se imbrica con algunos pareceres sobre la cultura de masas y las políticas culturales.
EXPOSICIÓN UNIVERSAL
Barcelona, como tantas otras ciudades de la cuenca del Mediterráneo, es una superposición de asentamientos que -capa tras capa, siglo tras siglo- terminó configurando la ciudad de hoy: desde la hispanorromana Barcino, hasta la glamorosa y architurística metrópoli actual. Su núcleo histórico o Ciutat Vella (Ciudad vieja), que engloba el Barri Gotic, Raval y Sant Pere, se encarama gradualmente sobre la colina junto al puerto, constituyendo una abigarrada ciudadela en la que lo morisco y medieval se entrelazan con lo dieciochesco sin mayor conflicto. Y este tesoro patrimonial se multiplica cuando lo recorremos en sentido vertical: La ciudad romana, incluyendo la sinagoga más antigua de Europa, está ahí bajo nuestros pies. Este polígono de piedra, ladrillo y mortero, de unas veinticinco cuadras en su sección más ancha, laberinto de piedras grises y ocres, era toda la ciudad hasta mediados del siglo XIX.
El siglo XIX, como todos los siglos, como todos los tiempos, vio producirse dentro de sus coordenadas grandes cambios en todas las áreas. La industrialización conseguía arrastrar hacia las ciudades, entre hipnotizados o directamente engañados, multitud de habitantes del campo, y al mismo tiempo -en directa relación con lo anterior- permitía el florecimiento de ostentosas fortunas. La suma de estos dos fenómenos complementarios redundó en que muchas ciudades, constreñidas entre sus muros milenarios, ya no daban más.
UNA VISITA AL MUSEO H.R. GIGER
Por Marcelo Olivares Keyer
I CENCERROS
Después de bordear el lago Léman y, cerca de Lausanne, virar hacia el interior, el paisaje da su primer giro. Atrás quedan el terso brillo del lago, los embarcaderos repletos de albos veleros, y esa atmósfera calurosa y hedonista de plácido verano europeo. Comenzamos a subir y nos adentramos en la clásica postal alpina. Lomas de impecable verde, sólidas y austeras casonas de dos o tres pisos y gruesos muros, fragmentos de bosques, y allá a lo lejos a nuestras espaldas el rincón en el que el río Rhone rellena el lago eternamente. Nos dirigimos hacia La Gruyére (en algunos letreros dice Gruyéres) en busca de un castillo.
Pocos kilómetros más arriba, llegamos a una explanada junto a un galpón -estilo mall- en donde el límpido aire lacustre ha sido súbitamente desplazado por un intenso aroma a queso. De hecho el galpón es una tienda especializada en quesos, y largas filas de turistas esperan turno para elegir entre un centenar de variedades, aunque la verdad es que con el olor circundante basta para quedar mareado.
Desde el amplio estacionamiento nace un sendero progresivamente empinado, guarnecido por un muro de piedra, que conduce hasta la afamada fortaleza. En sus flancos, el silencio ambiente es quebrado por un ruido metálico de campanitas que vienen desde el otro lado del muro. Son los tradicionales cencerros de los animales de la factoría. Ese sonido milenario se graba con mayor claridad que la imagen de sus portadores. ¿Vacas, ovejas, cabras? Poco importa, sólo se nos graba el sonido de los cencerros en el prístino paisaje.
Tras pocos minutos de caminata aparece el castillo St. Germain de Gruyéres (no dispongo de acentos hacia el otro lado, disculpadme los francófilos), y tras este, el encantador panorama de los Alpes, paisaje “de cuento”, como decimos los americanos, impregnados desde pequeños con este clásico escenario.
TAUROMAQUIA DE LUCHO BARRIOS
Por Marcelo Olivares Keyer
I UN CHALACO CONTINENTAL.
Llamamos atemporal a aquello que está irremisiblemente atado al tiempo y fluye confundido en él. Llamamos clásico a aquello que ha alcanzado tal grado de perfección que se ha transformado en modelo imposible de superar, y que por esto parece habitar fuera de la realidad, supeditado sólo a leyes ideales o a un canon engendrado –como todo lo fundamental- en el misterio. Dicho de otra manera, clásico es aquello que, brotando del quehacer humano y cultural, ha ido a instalarse en el paisaje trascendental de la Naturaleza.
Lucho Barrios parece haber existido siempre, su tiempo parece ser todo el tiempo; su espacio, todos los espacios: “Yo nací en un puerto, muy lindo, que se llama El Callao, soy chalaco. Grabé mis primeras canciones, y coseché mis primeros aplausos, grandes aplausos, en Guayaquil, otro maravilloso puerto de la América del Sur. Y recibí la alternativa –como dicen en la tauromaquia- en otro puerto, fantástico, que se llama Valparaíso, la joya del Pacífico”.
Confundido con el tiempo y fundido en el espacio, siempre pareció un viejo cantante, aún en sus inicios, cuando las carreteras no estaban asfaltadas, y en la interminable ruta norte su voz emergía –mágica- tras el polvoriento halo de las posadas del desierto, para deleitede camioneros de los de antes (caminos sin asfalto), mineros con un par de gramos de oro en sus bolsillos, o uno que otro osado vendedor viajero con su camioneta llena de cachivaches. Comenzaban los años sesenta, y en las radios y rockolas su voz reconquistaba, a grito pelado, el vasto territorio alguna vez incaico, hoy repartido entre un puñado de lo que ahora denominamos países. Sin embargo, sus biografías señalan que por esos días él era joven, un muchacho que todavía no cumplía los treinta años. ¿Quién lo creyera?
No sé hasta dónde llega el influjo de Lucho Barrios allende los Andes, cuántas leguas se podrá extender más allá del Chaco o los primeros afluentes amazónicos; no tengo esa información; pero lo que sí es incuestionable es que esa voz, que naturalmente varió con los años, pero que jamás perdió su calidad, es la voz del Pacífico Sur, forma parte de las corrientes marinas, de los frentes de alta presión, y yérguese –transmutada- como un peñón o un faro, en el inconsciente colectivo de casi todos los que habitamos este anfiteatro colosal.
Hemos de agradecer a la diosa fortuna que, allá por finales de los años cincuenta, o quizás un poco después, ya entrada la década tremenda, la Escuela Nacional de Ópera de Lima no haya capturado a este adolescente que pasó por sus aulas; habría sido sólo un buen tenor más, y los ricos habrían podido ir a hacer tintinear sus joyas ante él, pero América y la Historia con mayúscula –nuestra historia- no serían lo mismo, de esto no hay duda.
Aquí vida óleo sobre tela 138 x 80 cms 2009
ENTREVISTA CON DIANA NAVARRETE ASTROZA
Marcelo Olivares Keyer
En el siempre amplio espectro de las artes visuales, la representación del ser humano ceñida a los bordes de la figuración ha gozado siempre de vigor y vigencia. Coexistiendo con tendencias rupturistas y experimentales de variada índole, el ser humano ha estado siempre ahí, perfectamente reconocible, espejo de todo creador, origen de todos los temas. También la pintura de caballete, con su abolengo de siglos, ha permanecido como un árbol milenario en medio del bosque.
Tras el cansancio de las rupturas y el derrumbe de los manifiestos, pareciera que inclusive la pintura vive hoy en el mundo sus mejores días tras algunas décadas de aparente repliegue. El circuito de arte globalizado y la imbricación de redes y plataformas de exposición, nos permiten constatar una nueva edad de oro de la pintura como disciplina y del hombre como argumento.
Cierto azar me encaminó una tarde de primavera al taller de Diana Navarrete Astroza en la avenida Simón Bolívar. Esta joven pintora santiaguina organiza su producción en series rigurosamente diferenciadas, las que a pesar de llegar a coexistir temporalmente, abordan exploraciones (plásticas, temáticas y psicológicas) diferentes pero no divergentes.
En tres de estas series, tituladas DE ORIGEN INNATO, ELLAS SABEN LO QUE QUIEREN y PERITAJE DE RIGOR, Diana Navarrete ha retratado al ser humano desde tres perspectivas o en tres momentos que –complementados- apuntan, a mi parecer, hacia la aprehensión de un contenido psicológico esencial y abarcador.
En DE ORIGEN INNATO, serie también llamada COMPORTAMENTALES, y aún en proceso, el acento está en las emociones, manifestadas a través de gestos exacerbados, captados estos mediante una pincelada rápida que es al mismo tiempo estudio de piel y deleite en la materia pictórica.
La serie ELLAS SABEN LO QUE QUIEREN, nos muestra a personajes en instantes explosivos, de embriaguez sensual no exenta de teatralidad. Lo extravagante o patético se reafirma con un tratamiento de reminiscencias pop y fondos planos. Todo lo contrario de la serie PERITAJE DE RIGOR, cuyo sondeo de escenas hogareñas, de ponderada intimidad, está tratado atmosféricamente, con un equilibrio cromático que acentúa su naturalismo, apelando quizás a una cierta poética del instante.
RENATO RUSSO Y LA LEGIÓN URBANA
Marcelo Olivares Keyer
Brasilia a principios de los ochenta ya no era la ciudad modelo diseñada por Lucio Costa y Oscar Niemeyer, e inaugurada por el presidente Juszelino Kubitscheck de Oliveira en 1960. Los inevitables arrabales de pobreza ya desdibujaban su moderna planta (¿un arco con flecha, un avión, una cruz?) y la también inevitable dictadura ocupaba de facto el sillón presidencial. A pesar esto, sus amplias avenidas, muy asoleadas de día y enigmáticamente oníricas de noche, fueron la ancha pista en donde aterrizó la New Wave en Brasil.
Por aquellos días, incipientes bandas combinaban y recombinaban sus integrantes en busca de la formación ideal para brillar con luz propia en lo que quedaría conocido como la Escena Brasiliense. En este cuadro formativo, aún indefinido, aún por cuajar, existía sin embargo una certeza: Aquel esmirriado trovador, veinteañero y enfermizo, llamado Renato Manfredini, era el líder. Nacido en Rio de Janeiro en 1960 (el mismo año de la inauguración de Brasilia), había pasado parte de su infancia en New York, de modo que al recalar en la flamante nueva capital a los trece años de edad ya traía un bagaje que le permitió fundar en el temprano año de 1978 la banda Aborto Eléctrico, quizás la primera banda punk de Latinoamérica.
En todo caso, a principios de los ochenta recorría los boliches nocturnos de la capital en plan solitario, con su guitarra de juglar, entonando largas canciones sin estribillo, y buscando nuevos socios para un nuevo proyecto grupal. Estos serían su tocayo Renato Rocha en bajo, Dado Villa-Lobos en guitarra, y Marcelo Bonfá en batería. Manfredini, voraz lector, cambió su apellido en honor a Bertrand Russell y Jean-Jacques Rousseau, pasando a ser, de ahí a la eternidad, Renato Russo. El nombre de la banda lo encontró en un libro sobre el Imperio Romano, trocando la frase Romana Legio OmniaVincit (Las Legiones Romanas Todo Lo Vencen) por Urbana Legio Omnia Vincit, subtítulo que acompañaría casi todas las placas.
Ya desde sus días de cantautor, Renato Russo marcaba una diferencia respecto de sus contemporáneos por la extensión y profundidad de sus letras, de manera que al aparecer el primer álbum de Legión Urbana (“LEGIÓN URBANA”, 1985) rápidamente pasó a ser el portavoz de su generación, tal como en otros rincones de Suramerica ya lo estaban siendo el Indio Solari en Argentina o Jorge González en Chile. Sobre la consabida base punk/electrónica/new wave, las canciones del primer álbum despliegan el repertorio temático e ideológico característico de aquellos días: Las cosas por su nombre, sonido límpido, discurso directo; al pan, pan, y al vino, vino. Desde la fundacional Será (“¿Será sólo imaginación/Será que nada va a acontecer/Será que todo es en vano/Será que vamos a conseguir vencer?”), hasta cerrar con Por Mientras, verdadera plegaria electrónica versionada años después por Cassia Eller, las once canciones irradian fuerza, juventud, anhelos y espíritu confrontacional, todo magistralmente equilibrado por la batuta de Renato Ruso. Se adivina la influencia de The Cure, incluyendo también el reggae de rigor, y la canción Generación Coca-Cola viene a ser la hermana brasileira de canciones como La Voz de los Ochenta, de Los Prisioneros, o Represión y Generación Inter, de Los Violadores, en tanto arietes para derribar lo pasado y pisado.
ESTACIÓN YRIGOYEN o el libro maldito
Marcelo Olivares Keyer
I EL ESPEJISMO
La ciudad sedujo al hombre desde que el clan recolector, en su cotidiano desplazamiento, se encontró de manos a boca con un grupo de congéneres que habían optado por permanecer en el mismo sitio produciendo sus propios alimentos y almacenando el excedente. La relativa abundancia en el granero, y sobretodo los sofisticados artilugios que los sedentarios habían elaborado con su mayor disponibilidad de tiempo, dejaron atónitos a los nómades, quienes desde ese instante cuestionaron sus propias vidas y anhelaron la que creían ver en otros. Entonces, la ciudad fue desde su inicio el objeto del deseo y el territorio de la ilusión. Este amasijo de ilusión y deseo, carnada infalible a través de miles de años, jamás dejó de funcionar, y mientras el incipiente caserío se transformaba en colosal laberinto, las oleadas de nuevos ocupantes, movidos por el ansia incontrarrestable de “ser otro”, desbordaron los naturales límites de la colmena u hormiguero humano, dando lugar a uno de los más singulares fenómenos producidos por nuestra creativa especie, ese fenómeno de ambigua valoración llamado marginalidad. Así, el insecto social no contenido por red solidaria alguna, deambula a tientas por el entramado urbano, guarida supuestamente colectiva, que por arte y magia de un desarrollo fallido (léase sub-desarrollo), ha perdido su capacidad de contener al hombre que sufre, limitándose tan sólo a desplegar sus veredas y paredes como precario hábitat pero inmejorable soporte para un eventual asomo de expresión.
En nuestro querido mundo subdesarrollado, muchos espacios públicos, más temprano que tarde, derivan en espacios abandonados y por lo tanto disponibles para todo uso. Urgencia fisiológica, transacción narcótica, improvisado motel o expresión artística, todo cabe en el espacio perdido para el sistema pero conquistado por los hados de lo incierto.
Porque nuestro subdesarrollo no ha impedido el crecimiento desmesurado de la ciudades, más bien parece alimentarlo; no hay cortapisas para el arribo infinito de nuevos habitantes con su fardo de sueños que más temprano que tarde se transformarán en frustración, cuando la estrella imaginaria que los trajo enganchados se apague, dejándolos solos, reptando por los turbios pasillos de la urbe que los engañó. Esos pasillos no aptos para la fotografía turística, en los que el declive de la sociedad ha posibilitado la misteriosa sedimentación de antagónicos elementos, el matrimonio inesperado entre belleza y sordidez.
OS REPLICANTES (Punk Local)
Marcelo Olivares Keyer
I MERODEANDO POR PORTO ALEGRE
Febrero 2002. Eran los días del Fórum Social Mundial, ese Woodstock de aires bolcheviques con aportaciones New Edge y estética malabarista. Miles de carpas repartidas en distintos parques de la capital gaúcha, y hordas de jóvenes venidos desde distintos y lejanos puntos de Brasil y de los países castellanos, acentuaban la atmósfera de por sí cálida de los días previos al carnaval. Con un amigo acampábamos a pocos metros del río-lago Guaíba, esperando a conseguir algún aventón hacia el norte en alguno de los numerosos buses de las delegaciones, para cumplir nuestro sueño de llegar algún día al mismísimo y sagrado amazonas. Yo además esperaba ver a una de las numerosas bandas que tocarían gratis, una sobre la que había leído bastante en los últimos años, una de esas bandas que suele llamárselas, con exageración periodística, míticas. Quería ver a Os Replicantes. Pero el show que los incluía entre otra decena de grupos era a la noche siguiente. Me quedaba aún otra larga y sofocante noche de espera subtropical.
Merodeando por Porto Alegre esa noche previa, después de subir y bajar por antiguas escaleras portuguesas, llegaba ya de vuelta al parque-alojamiento cuando un modestísimo letrero llamó mi atención. Era una cartulina escrita con plumón que rezaba: ESTA NOITE WANDER WILDNER AO VIVO. Como ya me había deleitado con el álbum solista del susodicho, su nombre estaba grabado en mi disco duro. Además, la entrada era baratísima, casi simbólica, así es que no lo pensé dos veces, e ingresé por la estrecha puerta de esa casa -una casa que tenía algo que ver con los estudiantes- para disfrutar del significativo regalo que lo inesperado me tenía reservado.
No había dado tres pasos aún en el recinto cuando los rotundos acordes iniciales de I Believe in Miracles, de los Ramones, resonaron en el aire. Sí, en cinco segundos yo ya estaba literalmente encantado; la última gran canción de una de mis bandas favoritas me recibía al salir al patio en el que se levantaba un humilde proscenio sobre el que un muchacho de ojos claros y caótica dentadura declamaba al son de las guitarras ramoneadas, pero en la lengua de Camoes:
Eu
Acredito
Em milagres…