Teatro público porteño: Rabia, de Colectivo Mal de Ojo (2016)
Teatro público porteño: Rabia, de Colectivo Mal de Ojo (2016)
por Carolina Benavente Morales (Universidad de Valparaíso)
carolina.benavente@uv.cl
Una hoguera verdadera, con llamas, palos, chispas, humo y calor de la misma condición, se agita al fondo del escenario y al apagarse recogen su fuego dos antorchas, metáforas de una libertad rápidamente sofocada. Aún más al fondo, los cerros que nos acogen se abren, dejándonos ver el mar oscurecido y un montón de luces eléctricas brillando al otro extremo de la bahía. Como una tribu primitiva nos hemos sentado a ras de suelo, sobre el polvo y el pasto seco, para presenciar esta propuesta donde el teatro deviene invocación ritual a la memoria histórica de nuestros muertos. Para llegar allí, hemos subido y bajado escaleras interminables que, a veces, desembocan a lo Escher en ningún lugar o se muerden la cola para devolvernos a la casilla inicial.
Asistimos a Rabia, segundo montaje del colectivo porteño emergente Mal de Ojo, y la sensación es la de participar en un acontecimiento, irrupción transformadora que, en este caso, tensiona los límites de una disciplina artística. El teatro chileno, criado y moldeado por la convención contemplativa occidental, pocas veces deviene lo suficientemente cruel como para imbricarse a la otredad, y sus escenarios nos suelen separar de lo enfocado como si de algo ajeno se tratara. Pero en la maraña de la ciudad puerto, la ciudad quebrada, la ciudad amontonada y vertical, otra cosa sucedió, arrastrando consigo el comportamiento cultural. Estamos en un pequeño triángulo baldío llamado Las Ruinas y la fiesta etílica juvenil, rutinaria en este escondrijo del Cerro Cárcel, por una vez ha cedido su lugar a una acción creativa. Los organizadores, en complicidad con la junta de vecinos, nos recuerdan en un post virtual que, “a pesar de ser un espacio alternativo, (Rabia) es una actividad libre de alcohol”.
En su texto, que vuelca la mirada hacia tiempos traslapados que atraviesan sucesos del pasado reciente, este montaje al aire libre y nómade es tan crítico de la sociedad chilena como en su producción. Rabia es el nombre de un pueblo donde unos hombres trabajan removiendo escombros, bajo las órdenes de un caporal que los azuza con la ayuda de un altavoz. Los hombres delimitan el terreno a escarbar con bandas de plástico, hunden sus palas en la tierra, desplazan pesados sacos de un lado hacia otro y, al ser interpelados, profieren inentendibles sonidos guturales que delatan sus devenires perros, la condición subhumana a la que han accedido. Apenas duermen, se les despierta, pero algunos se han ido, ya no están donde se les espera. El que allí permanece soporta la sospecha, el interrogatorio y la exigencia física redoblada, con el cuerpo agachado, el habla balbuceante y la mirada fija hacia ninguna parte.
Llegan mujeres, son dos y están perdidas, pero pronto identifican lo que ocurre y lo impugnan. Buscan irse de ahí, salen, vuelven, hablan, cantan en lenguas desde distintos costados de un escenario que se ha expandido para acoplarse al escarpado terreno. Los personajes toman una dirección, toman otra, el capataz corre hacia el vacío, oímos voces desde indefinidas esquinas, una mujer nos impreca dolorosa desde lo alto del muro que descubrimos a nuestras espaldas. Al desplazarse estos seres, nos vemos envueltos en una ficción rebosante de macabra realidad, en la “película de terror de tobillos quebrados” que nos encierra. Y al entremezclarse sus parlamentos con los sonidos de la quebrada, ladridos, bocinas, batucadas, imaginamos que alcanzan las terrazas sibaritas del Cerro Alegre y que despierta de un letargo la ciudad entera: “¡El territorio nacional está en absoluto estado de sitio! A excepción de mañana, cuando tengan que ir a trabajar, como siempre lo han hecho, ¿les quedó claro?”.
Si bien en Rabia existen una trama y personajes, no presenciamos una historia lineal y ordenada, con psicologías demasiado elaboradas, sino más bien situaciones fragmentadas y perfiles subjetivos arquetípicos de la historia nacional en sus relaciones de poder, tanto en términos productivos como de género y étnicos. Rabia es el vórtice donde se concentran las asimetrías y las resistencias en los micropliegues de la política nacional, develados por el accidentado contexto porteño y amplificados por una panorámica en fuga hacia el horizonte. Rabia es una Comala politizada y corporizada, no menos fantasmal que la del páramo al norte del continente. El Mal de Ojo dramatúrgico es antropológico y mítico, como la pluma de Rulfo. Su imaginario es cultural, site specific, situado, geográfico, local, primal, tribal y espectral.
En este montaje, todo nos interpela, y sólo desearíamos que su énfasis performativo fuera aún más acentuado. Que los cuerpos, al cavar tumbas, al caer o arrastrar escombros, exhibieran los signos de un tajante agotamiento, que las prendas bajo el suelo se multiplicaran y el megáfono aumentara en extremo su potencia. Quisiéramos que, en esta propuesta de teatro público porteño, la memoria fuera invocada y radicalmente incorporada, como el sudor de nuestros cuerpos al subir y bajar cerros para alcanzar este escondido lugar.
RABIA, por Colectivo Teatral Mal de Ojo
Dirección y dramaturgia: María José Pérez Espina
Elenco: Zimri Orellana, María José Pérez Espina, Rubén Moscoso y Miguel Ángel Camus.
Próxima funciones: 11 y 12 de noviembre, 20:30 h, en la plazuela que se encuentra en la entrada del Parque Cultural de Valparaíso (ex-cárcel), por Calle Aquiles Reed, Cerro Cárcel.
Aporte voluntario
Facebook: https://www.facebook.com/colectivomaldeojo/
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