Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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ESTO NO ES FICCIÓN

Episodio TRECE

Los cuentos que yo cuento…

[Part One]

Dedicado al gran maestro Joaquín Sabina.

 

“…Ya los locutores, lo saben, lo saben… Y los periodistas, lo saben, lo saben… Ya los ingenieros, lo saben, lo saben… Todos los del poli, lo saben, lo saben… Ya también los Pumas, lo saben, lo saben… Todos los rebeldes, lo saben, lo saben… Los que están oyendo, lo saben, lo saben… Los que están parados, lo saben, lo saben… Los que están sentados, lo saben, lo saben… Esos grandototes, lo saben, lo saben… Ya los chaparritos, lo saben lo saben… Todos los güeritos, lo saben, lo saben… Menos los prietitos, lo saben, lo saben… Los que me faltaron, lo saben lo saben…”

La Boa                               .

La Internacional Sonora Santanera     .

 

Por José Agustín Orozco Messa

 

By Copyright©José Agustín Orozco Messa.

                 All rights reserved.

 

 

              Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos. Era Prieto por parte de padre y Urdangarín de los Montejos por parte de madre, según ella, de ancestros del país vasco. Como, al joven Acacio, se le ocurrió la brillante idea de dedicarse a las artes y en su casa, como eran muy liberales: su mamá era psicóloga y su papá, empleado de la compañía de petróleos. Pues lo alentaron; bueno, realmente fue la madre quien lo alentó pero el resultado fue el mismo.

              Además, por aquellos tiempos, ser empleado de petróleos era como haberse sacado la lotería sin comprar billete. Tenías asegurado un salario muy por encima de la media nacional y prácticamente de por vida. Con el inigualable plus que, todos los empleados de petróleos, se auto jubilaban con apenas veinte años de servicio en la empresa. Entonces, a los cuarenta y pocos años de edad, se dedicaban a otra cosa gozando de salario completo. ¡Al fin que era dinero del gobierno!, no importaba. Los más avarientos, continuaban trabajando para petróleos aunque ahora, por contratos temporales, de manera que cobraban doble sueldo. ¡Por eso éste país era el cuerno de la abundancia! Aunque, el grueso de los jóvenes jubilados, decidía dedicarse el resto de su tiempo, a rascarse la panza en su casa, gozando de su salario completo.

            Entonces, aunque el padre Prieto hubiese preferido que su hijo, también, ingresara a disfrutar de los privilegios, es decir, a trabajar en petróleos. Porque, además, para entrar a esa empresa normalmente se daba preferencia a los hijos de los empleados, quienes heredaban puestos de sus padres. Antes de dejar entrar sangre extraña a la empresa. Así, quienes querían ingresar, sin ser familiares, normalmente tenían que comprar sus plazas laborales a precios exorbitantes. Hipotecaban la casa, el coche, la esposa, ¡todo junto y lo que fuera!, con tal de conseguir el dinero suficiente para comprar la plaza. Porque, ya sabían, que una vez dentro: ¡todo sería miel sobre hojuelas!

            Así, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos optó por dedicarse a las Humanidades. Hizo un intento en la Facultad de Letras Españolas pero, ahí descubrió luego de cursar unos semestres, que su vocación eran las Artes Escénicas. De manera que migró, antes que lo reprobaran por sus malas calificaciones en Letras Españolas e ingresó en la Facultad de Danza. Allá estuvo un par de semestres, hasta que descubrió que su verdadera vocación era la actuación. Entonces, migró otra vez, a la Facultad de Actuación, ¡donde se aplicó con muchas ganas! Luego de un par de semestres ahí, fue que descubrió que su verdadera, ¡ahora si de veras!, vocación era la música. Por lo que, por tercera ocasión, migró de Facultad e ingresó al Conservatorio Universitario.

            Con tantos semestres regados por ahí, por allá y más allá, ya hubiera egresado de Letras Españolas o, estuviera a más de la mitad de la licenciatura en Danza pero, eso no mortificó a Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos. Al fin y al cabo, su situación económica era muy desahogada y no tenía prisa por licenciarse. Ya en el Conservatorio, luego de otro par de semestres, halló que su inclinación dentro de la música eran las percusiones.

             Por aquellos años, existía una estrecha colaboración entra la universidad local y el ISA, es decir, el Instituto Superior de Arte de La Habana, Cuba. Ya desde sus tiempos como estudiante de danza, Acacio había entrado en contacto con músicos cubanos, principalmente percusionistas, que tocaban de manera virtuosa: los bongos, las congas, los tambores batás y hasta uno que otro djembé, para acompañar a los bailarines en vivo durante las clases. En aquel tiempo no lo descubrió porque pensaba que lo suyo era la danza africana; ahora, descubría, que lo suyo eran las percusiones.

             Afortunadamente, los lazos con la hermana república cubana seguían vigentes y maestros de primer nivel pasaban largas temporadas de intercambio con su universidad y conservatorio. Siendo posible que Acacio bebiera de la misma fuente de sabiduría y pudiera aprender a golpear los tambores como todo un profesional. Hasta aquí podríamos terminar el cuento muy bien… Sin embargo, como dice el Maestro Joaquín Sabina, en su célebre disco Física y Química:

“… ¿Cómo haré? ¡Que al final!, los cuentos que yo cuento acaban tan mal…”

            Pues resulta que vino un divorcio y el jugoso sueldo del padre Prieto se fue a fundar otra familia por otra parte. Como la madre era una psicóloga de corte feminista, ¡no le importó! Y, mientras hubiese quién le mantuviera, pues a Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos ¡tampoco le importó gran cosa el asunto! Continuó sus estudios musicales y con su vida normal. Sin embargo, como nunca falta un pelo en la sopa, las políticas del gobierno cambiaron afectando las políticas de ciertas universidades. De modo que, ese flujo como de río que traía por largos periodos a personal cubano por estos rumbos, se secó y cerró de un semestre para otro. Entonces, ¡vino el problema!...

             Porque el Conservatorio imparte una gran cantidad de carreras pero lo que Acacio quería, que básicamente eran todos los “ritmos latinos”: bachata, merengue, salsa y, con especial énfasis, cumbias; pues no había un maestro específico para eso, allí se enseñaban, obviamente, percusiones enfocadas a la música de cámara y orquestal. Y sin el apoyo cubano, aquello se vino de picada al suelo.             Pasaron los años, más de los diez normales que se lleva completar la larga carrera dentro del conservatorio, hasta que: finalmente, Aristeo pudo egresar de la misma… Hasta acá, todavía podríamos terminar la historia relativamente bien… Pero, viene otra vez el maestro Sabina:

“…¡Do Re Mi! ¡Mi Fa Sol! ¡Fa Sol La! Los cuentos que yo cuento acaban fatal…”

            ¡Que se muere la mamá psicóloga de Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos! ¿Entonces…? Pues que ya no hubo nadie que le mantuviera… Acá vino la paranoia para Acacio. Pasó de ser el alma de las fiestas al tío que todos le huían por ser majara. Quizá, en parte, debido a que Acacio adoptó la, no muy sana costumbre, de pedir dinero prestado en cuanto veía una cara conocida sin ni siquiera saludar primero. Además, como ya se sabe, los amigos están a la mano cuando no se les necesita pero cuando la situación es inversamente contraria a la proporcional: ocurre todo lo contrario y no encuentras a nadie por ninguna parte. Para colmo de males, todos sus amigos eran aquellos que participaban de sus francachelas, en cuanto vieron que Acacio ya no tenía recursos económicos: no se les volvió a ver el polvo.

            ¿Y del padre Prieto? Pues ni sus luces. Pasaron algunos meses hasta que el sufrido Acacio pudo dar con él. Obviamente, ya sabía del deceso de la esposa, pero como las relaciones, ¡ahora se supo!, nunca habían sido muy buenas. Pues, sucedió que el padre Prieto no pensaba cargar con su antiguo vástago. ¡Para colmo de males!, las políticas públicas del país habían cambiado mucho para quedar igual. Como sucede con todo en este sufrido país. Entonces, ya no era tan fácil meter a un hijo a heredar la plaza del padre. Sobre todo si ya habían pasado muchos años desde que la jubilación se hubiera dado. Como remate, todos los contactos políticos dentro de la jerarquía de la empresa ya estaban retirados. Sin que, los nuevos dirigentes, estuvieran dispuestos a dejar entrar a alguien. Para ellos: Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos eran un desconocido igual que cualquiera; así que, si quería trabajar en petróleos, ¡tenía que pagar su plaza como todos! Con monedas contantes y sonantes.

            Allí fue donde el padre Prieto cesó sus empeños por colocar al hijo en la compañía. Para su buena suerte, del padre Prieto me estoy refiriendo, su vástago no tenía la menor intención de entrar a trabajar con el gobierno. Al fin y al cabo, tenía alma de artista y ¿cómo se iba a meter a trabajar en un lugar burocrático hasta las cachas? Plagado de ingenieros, analfabetos funcionales, más cuadrados que un dado. Sin mencionar que los niveles culturales eran iguales que los existentes en el Paleolítico.

             Pero, no se piense únicamente en el personal medio y bajo, que ya se sabe, apenas y puso un pie en alguna escuela. No, Acacio pensaba en los niveles ejecutivos: jefes y directores. Donde sus integrantes, sabían lo mismo de cultura y arte, que las sabandijas que uno puede encontrar al levantar una piedra en cualquier terreno baldío.

           Esa parte, como ya dije, convino al padre Prieto quien no estaba dispuesto a gastar una fuerte cantidad de dinero para comprar plaza alguna. Pero, como tampoco estaba dispuesto a mantener al hijo pródigo, le dijo:

― Mira, yo te voy a ayudar un tiempo. Pero, únicamente, en lo que encuentras un trabajo.

― ¿Trabajo? ¿De qué? ―Exclamó Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos.

― Pues de lo que se te dé la gana pero que pague dinero por hacerlo.

            Por única respuesta, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos se rascó la coronilla al tiempo que torcía la boca en un gracioso puchero. Esto debido a que, ¡aunque el discurso gubernamental diga que vamos de maravilla rumbo al éxito y pronto seremos potencia mundial! Pues ni Pinocho en sus mejores tiempos se creería tantas mentiras juntas. Empero, ¡Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos no se iba a dejar vencer tan fácilmente! Inmediatamente, se puso a hace una lista, no muy larga por cierto, de todo lo que podía hacer. Lo primero que pensó: fue en buscar empleo como músico. Sin embargo, ¡las plazas como músico no abundaban! Sin contactos ni conexiones, nadie lo iba a contratar con solo llegar y pedir el empleo.

            Pero, la búsqueda y el ir de aquí para allá, lo llevó: así como sucede con las ligas cuando se navega por Internet, a llegar a descubrir que podía entrar a trabajar como docente en el sistema educativo nacional. Según decía el propio gobierno, sí, ¡precisamente ese mismo que pregonaba que vamos directamente por la senda de la gloria rumbo a convertirnos en potencia mundial!

          Ése mismo decía, que para ingresar a una de las ochenta mil plazas que semestralmente se abren a todo el público interesado, únicamente se necesita contar con los papeles oficiales requeridos y llenar un sencillísimo formulario en línea. Todavía con algo de recelo e incredulidad, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos, se metió a la página Web oficial de gobierno para comprobar la veracidad de lo dicho. Con gusto comprobó que cumplía todos los requisitos, de modo que llenó el formulario y consultó la bibliografía de, alrededor, de doscientos libros sugeridos para prepararse a presentar los cinco exámenes de admisión.

           Notó que, la susodicha bibliografía, integraba sesudos libros de pedagogía que ni siquiera en las maestrías sobre pedagogía se utilizaban. También notó, que la mayoría de los libros, más del 60%, no existían en el mercado. De manera que únicamente en bibliotecas especializadas era posible encontrarlos. Aunque, obviamente, ¡no todos juntos! Sino uno por aquí y otro por allá. Pero, sin amilanarse, Acacio viajó por todas partes para conseguir su bibliografía más o menos completa a un 80%. También tuvo que cubrir una serie de gastos; porque, aunque los trámites eran gratuitos, había que pagar dinero a la Tesorería Gubernamental, porque le expidieran certificados donde se acreditaba que no tenía antecedentes penales ni, tampoco, estaba deshabilitado para desempeñar un puesto dentro de la función pública. Total que, entre trámites gratuitos, pagos de libros y viajes a conseguirlos, el padre Prieto desembolsó una pequeña cantidad de dinero. Pero, pues lo consideró dinero bien invertido. Por su parte, Acacio se dedicó con ahínco a estudiar los libros.

            Vamos, que no se vaya a pensar que por ser artista y/o músico, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos era tonto. ¡Claro que no! En realidad, le pareció que los temarios para los exámenes estaban mal hechos. Algunos temas se repetían apareciendo como si fuesen distintos pero en realidad versaban sobre lo mismo. En otras partes, el enfoque pedagógico parecía referirse a métodos educativos que ya estaban caducos y fuera de época. Pero bueno, el gobierno debe de saber mejor las cosas, así que: ¡quién era él para andar de criticón! A fin de cuentas, él se pudo a estudiar y listo.

            El día del examen fue una cosa de otro mundo: primeramente hubo que hacer una larga fila en la calle para poder esperar turno de llegar a la puerta de entrada, del lugar donde se aplicaría el examen. Lugar, al cual fue citado como si fuese el aeropuerto internacional, con dos horas de anticipación. La cola para entrar era más larga que una peregrinación a la Villa de la Virgen. E igual de caótica. Además, las esquinas estaban cerradas al tráfico vehicular y, dizque protegidas, por soldados fuertemente armados y, por si no fuera suficiente, había patrullas de policías acompañados por fieros perros que portaban unos chalecos muy graciosos, recorriendo las filas de aspirantes. Acacio se sintió como si estuviese en Palestina, Bagdad, o la frontera entre Venezuela y Colombia. Luego de más de una hora, llegó a la puerta, donde tuvo que acreditar su identidad con dos identificaciones oficiales.

            Ya dentro y después de varias vueltas, encontró el salón donde le correspondía presentar sus exámenes. Allí tuvo que aguardar a que todos los aspirantes estuvieran listos y ocupando sus lugares. Mientras, las aplicadoras de los exámenes, mataban el tiempo con sus iPhone. A Acacio le pareció que no debían de tener más allá de veintitrés años de edad y se preguntó: “¿cómo demonios hicieron esas personas para conseguir ese empleo tan sencillo? ¿Habrán estudiado ‘algo específico’ en alguna parte? ¿Qué tipo de estudios o de perfil académico tendrían dichas personas?”… Exactamente cuando debía de empezar el examen, simultáneamente en todos los rincones de la república, las aplicadoras repartieron las hojas y explicaron la mecánica de respuesta.

             Acacio recordó, aquellos lejanos tiempos cuando presentó su examen de admisión a la Facultad de Letras Españolas, la mecánica era prácticamente la misma. No obstante, muchos de los ahí reunidos parecían no entenderla. ¡Cosa que le sorprendió mucho a Acacio! Digo, qué parte no se entiende de: “leer la pregunta en un librito de menos de cien hojitas donde vienen todas las preguntas y tachar la respuesta en una hojita aparte, llena de cuadritos numerados, donde se concentran todas las respuestas”. El caso es que eso parecía ser muy complicado para algunos y no podían entenderlo. Por lo que se tuvo que explicar infinidad de veces. Cuando, aparentemente ya estaba claro para todos. Se notificó que el tiempo cronometrado era de tres horas para contestar las doscientas preguntas. Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos calculó que tenía apenas cincuenta y cuatro segundos para leer, entender y contestar cada respuesta y terminar en los ciento ochenta minutos de tiempo medido. Sin embargo, todos parecieron muy contentos al escuchar que tenían tres largas horas para contestar el examen.

          Acacio se aplicó, algunas preguntas estaban mal redactadas pero, ¡al diablo con eso! Así que contestó y punto. Otras, eran muy redundantes y medían casi una hoja completa, de todos modos se apuró en leerlas y las contestó. En la última media hora, alrededor de diez personas se pusieron en pie y entregaron sus exámenes. Acacio contó que le faltaban cerca de veinte preguntas por lo que apenas y tenía el tiempo para terminar. Cuando hubo terminado, vio que sobraban cuatro minutos, los cuales dedicó a revisar que todo estuviera bien en su hoja de respuestas. También, echó una mirada a los cerca de treinta aspirantes que continuaban en el salón junto con él. La mayoría parecía estar llenando los cuadritos de respuestas con el rápido método: de Tin: Marín, de Dopin: fue… Porque el tiempo se les había agotado y les faltaban más de cincuenta respuestas. Cuando se cumplieron las tres horas, las chicas aplicadoras pidieron los exámenes pero, como casi nadie los querían entregar, ¡tuvieron que recorrer las filas arrebatando exámenes! Porque la gran mayoría continuaba tachando cuadritos en la hoja de respuestas.

            El siguiente examen, con similar mecánica, se trataba de unas evaluaciones psicométricas; para lo cual, hubo necesidad de mudarse a otro salón donde estaban acomodadas pequeñas laptops para resolver las pruebas en línea, u “on-line” como decían las chicas aplicadoras. Los espacios no eran muy adecuados. Literalmente, los aspirantes, estaban codo con codo, sentados frente a las maquinitas para resolver las evaluaciones. Se les informó que, el sistema, abriría y cerraría automáticamente cada evaluación. Cada pregunta tendría un tiempo distinto para la respuesta. En la parte superior aparecería una barrita vacía la cual se iría llenando conforme se agotara el tiempo. Una vez agotado, automáticamente el programa pasaría a la siguiente pregunta aunque no hubiese dado la respuesta. ¡Así con todas! Al final, si sobraba tiempo. El programa daba la oportunidad al aspirante para regresar a las preguntas no contestadas. Sin embargo, si no había tiempo: el programa simplemente se cerraba sin que hubiese oportunidad de terminar las preguntas sin respuesta, o incluso, aunque apenas estuviese a la mitad de la evaluación.

          ¡Para que todo fuera más claro! Se inició la evaluación, con una pregunta de muestra, para que todos, hasta los más cerrados de la “entendedera” (sic), entendieran lo que se había explicado. Y, sí, exactamente así fue en la pregunta de ejemplo: en la parte superior había una barrita indicadora del tiempo que se movía más lenta que un caracol dormido. Y la indicación pedía, complete la siguiente idea, de opción múltiple: El caballito blanco de Napoleón, era…

a) Negro        b) Rocinante      c) Appaloosa        d) Blanco      e) Malacara

             Se escucharon risitas por ahí y por allá, así como comentarios respecto a que eso estaba muy sencillo. Mientras que la barra del tiempo ni siquiera se movía, como si estuviera congelada o, de plano, no marcara nada. Todos empezaron simultáneamente. Entonces, dramáticamente, las cosas cambiaron.

          Como ya se sabe, los exámenes psicométricos son como de tanteo de algo: ver qué tan inteligente en determinadas situaciones es alguien; cómo responde al estrés una persona; sus habilidades cognitivas; su tipo de comportamiento, etc., etc. De manera que no hay respuestas buenas ni malas. Quién lo contesta, está en completa ignorancia sobre qué realmente le están evaluando. Como lo descubrió en ese instante Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos. Quien, con toda calma, empezó a leer la pregunta primera, la indicación decía:

             Complete la siguiente progresión numérica, opción múltiple: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31, 37, 41, 43, 47, 53, 59, 61, 67, 71, 73, 79, 83, 89, 97. 101, 103, 107, 109, 113, 127, 131, 137, 139, 149, 151, 157, 163, 167, 173, 179, 181, 191, 193, 197, 199, 211, 223, 227, 229, 233, 239, 241, 251, 257, 263, 269, 271, 277, 281, 283, 293, 307, 311, 313, 317, 331, 337, 347, 349, 353, 359, 367, 373, 379, 383, 389…

a) 409         b) 401         c) 397         d) 419         e) 431

           Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos, observó por menos de diez segundos toda la tabla y las cinco opciones finales. Empezó a recorrer con la mirada desde el principio en el número dos. Luego, el tres y así, sucesivamente, cuando apenas iba por el ciento noventa y siete. ¡Pum! Que se acaba el tiempo y que pasa automáticamente a la siguiente pregunta.

What a fuck?

            Antes que supiera lo que pasó. Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos, fijó la vista en la pequeña barrita del tiempo ubicada en la parte superior. A  diferencia del ejemplo, donde dicha barra parecía ser una foto fija y bien congelada. Ahora, la barra se llenaba con más velocidad que la diaria caída de la moneda nacional frente al dólar y el euro. ¡Hombre, se llenaba tan rápido más parecía estar midiendo centésimas que segundos! Por ahí, perdida en la parte extrema superior derecha, unos números pequeñitos indicaban lo siguiente: Para esta pregunta usted cuenta con cuarenta y cinco segundos.

            Entonces, Acacio comprendió que cada pregunta tenía un tiempo distinto, posiblemente dependiendo su nivel de complejidad o, quizá, estribando en el muy particular sentido del humor del diseñador y programador de la prueba que estaba presentando. O, tal vez, por el puro gusto de ponerles más piedritas en el camino a los pobres miserables que estaban presentando la evaluación. Qué se yo, el caso es que así era y, mientras esto pensaba, ¡ya se habían consumido veinticinco segundos de los cuarenta y cinco disponibles!

            A partir de ese instante, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos movía las manos más rápido sobre el teclado de la laptop que niño de diez años jugando un juego de video. Tan rápido que, al final, le sobraron tres minutos para que revisara o contestara las preguntas faltantes. Aunque, no tenía certeza alguna si sus respuestas eran apropiadas o no. En muchas respuestas, ni siquiera llegó a comprender del todo la pregunta. Más parecían acertijos que otra cosa. Cuando, finalmente, el tiempo concluyó. A más de la mitad de los concursantes, les fue cerrado el programa sin que hubiesen alcanzado a terminar de contestarlo. De allí que se desató una oleada de quejas pero las muchachas aplicadoras hicieron caso omiso de las mismas.

            Para la tercera parte, todos regresaron a ocupar sus lugares en el primer salón utilizado. Allí, se les indicó que debían preparar una Planeación Didáctica para dar las clases. Nuevamente, más de la mitad de los suspirantes, es decir, de los aspirantes, manifestaron su ignorancia por lo que se les preguntaba. Acacio miraba muy sorprendido a todos los que estaban allí reunidos junto con él. Tal pareciera que no sabían a lo que habían ido allí. Si, por curiosidad, hubiesen ojeado los doscientos libros de la bibliografía recomendada, hubieran podido entender fácilmente lo que se les estaba pidiendo. Se sucedían preguntas como las siguientes:

― ¿Pero cómo una planeación didáctica? ―Una joven de alrededor veinte años.

― Pues, sí, eso: una planeación didáctica. ―Una de las tres chicas aplicadoras.

― Pero… ―La misma joven de alrededor veinte años― ¿Qué tengo que poner?

            Las tres chicas aplicadoras intercambiaban miradas de desconcierto, iguales a la que Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos, ponía mientras observaba lo que sucedía a su alrededor. Otra de las chicas aplicadoras, contestó:

― Pues, lo que lleva una planeación didáctica.

            Varios aspirantes intercambian miradas. Otro, un hombre pasado de peso, de alrededor de los treintas, con voz entre afirmativa e interrogativa, comenta:

― A ver, yo tengo mucha experiencia dando clases… Pero en escuelas particulares… Entonces, allá se enseña de un modo y acá, debe ser de otro modo… ¿Qué tengo que poner en una planeación didáctica?

            Varios secundan al hombre gordo y se suman a su pregunta, diciendo:

― ¡Sí, sí! ¿Qué cosa tengo que poner?

― ¡Qué expliquen, porque así no se entiende! ¿Qué quieren?

― ¡Eso que dicen! ¡No se entiende! ¿Qué tengo que hacer?

            Las tres chicas aplicadoras se muestran confundidas, para ese momento más de la mitad de las personas en el salón se están sumando a las quejas. Las quejas en voz alta, se escuchan hasta fuera del Salón. Un hombre, que parece supervisor de los aplicadores, entra desde el pasillo atraído por el ruido. Con su llegada, todos callan. Con aplomo, actuando como Jefe, interroga con voz de mando a las tres jóvenes.

― ¿Qué pasa? ¿Ya empezaron con la planeación didáctica?

            Las jóvenes ven al sujeto como una tabla de salvación y explican lo que ocurre. El hombre se vuelve ante todo el grupo y dice, sin perder la voz autoritaria:

― Tienen una hora para elaborar su planeación didáctica. ¿Si ya están listos? Porque tenemos un horario nacional el cual cumplir…

            Todos lo observan con cierta molestia, empero, los de mayor edad, cerca de un tercio de todos los presentes, de treinta años en adelante, no se dejan amilanar. Y alguien interroga con voz fuerte y segura.

― Oiga pero ¡es que esto no es claro!

― ¿Tiene una duda? ―El aparente supervisor―. ¿Cuál es su duda?

― Pues… Es que no es claro lo que tengo que hacer…

― Usted da clases, supongo. ―Supervisor, sin perder su toque de mando.

― ¡Claro! ―Con voz fuerte y clara―. ¡Tengo casi diez años de experiencia docente!...

― ¡Bueno! ―Atajándolo, el supervisor―. ¡Entonces, ya sabe lo que contiene una planeación didáctica! ¿No veo cuál es su duda? ¡Tiene que hacer una planeación didáctica!

            Dirigiéndose hacia todo el salón y señalando su reloj de pulso, indica:

― Bien, vamos a empezar ya porque únicamente les restan cincuenta y tres minutos para entregar su planeación didáctica. ―Volviendo la vista hacia las tres chicas, ordena―. ¡En cincuenta y tres minutos exactos, recogen los cuadernillos!

            Dando por zanjado el asunto, el sujeto salió del salón y todos los demás se tuvieron que concentrar en sus hojas en blanco. Únicamente se les había proporcionado un pequeño librito o cuadernillo en blanco, similar a un folleto publicitario, de apenas ocho hojas. Entonces, una de las chicas aplicadoras informó:

― Aquí tenemos hojas carta en blanco, por si a alguien no le alcanza el cuadernillo y necesita utilizar más hojas para elaborar su planea…

            Todos escucharon a alguien murmurar:

― ¿Más hojas? Si me van a sobrar casi todas…

            Cincuenta y tres minutos más tarde, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos ya había terminado la tan popular planeación didáctica. Ocupó las ocho hojas completas y le habían sobrado diez minutos de los cincuenta y tres iniciales. Los cuales ocupó para revisar que todo estuviera bien y echar un ojo al resto de los compañeros aspirantes. Todos parecían muy ocupados en cumplir la tarea. Únicamente alrededor de ocho personas habían entregado su trabajo, para salir al pasillo a tomar aire. Cuatro lo hicieron en los primeros quince minutos. Acacio supuso que eran muy rápidos o no habían escrito gran cosa. Los otros cuatro lo hicieron más o menos cuando Acacio terminaba. Sin embargo, él prefirió quedarse allí y no salir. Concluido el tiempo, la chicas pidieron que dejaran de escribir y entregaran los cuadernillos pero, como sucediera en la primera evaluación, se vieron forzadas a recorrer las filas para quitarles los cuadernillos a las personas que continuaban escribiendo a la carrera para terminar.

― ¿Están cansados? ―Preguntó una de las chicas aplicadoras.

            La gran mayoría le observó con muecas en el rostro. Nadie dijo nada. Otra de las chicas, avisó:

― ¿Quieren descansar diez minutos o continuamos con la siguiente evaluación?

            Todos, con desgano, prefirieron continuar la maratónica evaluación. Se informó que faltaban, todavía, dos. La primera sería general, consistente en treinta minutos para redactar un texto de, apenas, dos hojas como mínimo. Había que escoger entre tres temas: un elefante; los paseos en bicicleta dentro de las zonas urbanas; o, los problemas ecológicos que afectan tu comunidad. Sin mucha emoción, Acacio se decidió por el tercero. Lo escribió tranquilamente, en otro cuadernillo de ocho hojas y lo entregó, faltando quince minutos para finalizar el tiempo.

             Sorprendentemente, fue el único que lo entregó. Desde el pasillo, a donde salió a tomar algo de aire y estirar las piernas, pudo ver que todos parecían muy concentrados en redactar su texto. Como sucediera las veces anteriores, al acabarse el tiempo, las tres chicas aplicadoras, tuvieron que recorrer las filas y arrebatar los cuadernillos porque todos continuaban escribiendo fuera de tiempo.

            La última evaluación, era de conocimientos, según el área de cada aspirante, sería el examen que debían presentar. Se repartieron exámenes de Español, Matemáticas, Inglés, Física, Química, etc., etc., y, para Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos, tocó un examen de Historia del Arte. Que resultaba ser lo más aproximado a su área, que pudo encontrar el sistema educativo para él. Sea como fuere, Acacio había tenido tiempo de repasar sus viejas notas y estudiar en la bibliografía los últimos descubrimientos en la historiografía del arte. De modo que se puso a trabajar en las respuestas de opción múltiple. Las chicas aplicadoras, notificaron que tenían tres horas para responder los doscientos “reactivos” que integraban el examen. Acacio calculó, que otra vez, tendría menos de un minuto para contestar cada pregunta, bueno, reactivo o cómo quieran llamarle.  

            Al final, Acacio entregó el examen sobrándole alrededor de quince minutos. Si bien, al principio pensó que sería algo difícil. Descubrió que era una prueba relativamente fácil. Recogió sus pertenencias, las cuales estaban a resguardo para evitar que Acacio o algún otro de los compañeros, hiciera trampa durante la maratónica jornada y se marchó a su casa.

            Tuvo que esperar treinta días para que se publicaran los resultados. Entre grandes bombos y platillos, el gobierno pregonó en todos los noticieros de todos los formatos habidos y por haber: que se habían presentado, a lo largo y ancho de todo el país, un total de poco más de doscientos mil candidatos para ocupar las ochenta mil plazas que se abrirían para el siguiente semestre en los distintos grados escolares. Se informó, que únicamente el siete por ciento de los aspirantes, una cifra cercana a los quince mil aspirantes, habían logrado pasar todas las evaluaciones. Otro porcentaje, equivalente al veintiuno por ciento, algo así como cuarenta y dos mil aspirantes, habían reprobado una o más de las evaluaciones. El restante setenta y uno por ciento estaba completamente reprobado, es decir, más de ciento sesenta y siete mil aspirantes para ingresar como docentes a los distintos niveles, habían reprobado todos los exámenes juntos.

            En los distintos noticieros salieron en pantalla los más altos jerarcas del sistema educativo del país rompiéndose las vestiduras y arrojándose ceniza sobre las cabelleras, al tiempo que se lamentaban que los aspirantes estuvieran tan mal preparados. En las dos cámaras legislativas, los senadores y diputados, manifestaron su descontento y se pidió que se realizaran cambios al sistema educativo para preparar mejor a los docentes de las siguientes generaciones.

            Distintos sectores de la sociedad: culturales, académicos, padres de familia, empresarial, manifestaron fuertes críticas al gobierno por los lamentables resultados obtenidos en las evaluaciones. En las televisoras públicas, hubo barras de programas de debate, donde se analizaba la penosa situación que vivía el sistema educativo. En otros programas, también de debate, pero enfocados a las políticas públicas y/o económicas: se extrapolaba la crítica situación y se comentaba que era el reflejo tanto de lo que ocurría a nivel económico como político. Si las cosas estaban de cabeza es porque todo el sistema estaba igual.

          Y, los que estaban cansados de ver todo eso en la televisión y los noticieros, cambiaban el canal para ver a la selección nacional dar increíbles partidos en giras por todo el mundo. Y, cuando no era la selección nacional, eran los partidos de alguno de los cientos de equipos deportivos que abundan en el país. Quienes se encargaban de levantar el buen ánimo del público espectador, en cerrados juegos donde abundaba habilidad y picardía para dominar el balón.

            Los que no gustaban de ver soccer, pues se iban al cine o juntaban su dinerito para ver televisión de paga que, realmente, es más o menos lo mismo que la gratuita nomás que con la distinción de que hay que pagar por verla: pero ves películas repetidas, series en otros idiomas que nadie quiere ver, documentales muy interesantes de extraterrestres que andan de visita en este planeta y cosas por el estilo. Claro que como no lo tenían contratado, pues se creían que era algo muy bueno y novedoso e iban y contrataban.

            Mientras todo eso ocurría, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos esperaba a que se comunicaran con él. Desde el primer día que leyó los resultados en la página Web oficial del sistema educativo le dio un vuelco el corazón. Cuando escuchó las noticias, digo, porque era imposible no enterarse luego que hasta en la sopa era el tema de moda. Él pensó que debía de estar entre el grupo, de alrededor, cuarenta y dos mil aspirantes que habían reprobado una de las evaluaciones o más. Así que allí buscó primero su número de folio. Cuando no lo encontró, comenzó a sudar frío…

― ¡No! ―Se dijo― ¡No puedo estar entre los reprobados en todo!

            Se buscó tres veces entre los cuarenta y dos mil con nulos resultados. Acacio se rascó la cabeza con desesperación. No había manera de buscarse entre los reprobados porque simplemente no aparecían sus folios, lo que significaba que estaban completamente reprobados. Así que el único lugar donde podía buscarse era entre el pequeño grupo aprobado de menos de quince mil aspirantes, quienes no tuvieron errores. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando allí vio su folio!

         Luego de pegar varios brincos de gusto. Revisó en qué lugar había quedado de entre los casi quince mil. Resultaba que su folio correspondía al lugar número 666 en el orden de prelación. Significaba que los pocos errores que había cometido en sus respuestas y, junto con la evaluación psicométrica que nunca supo bien a bien de qué se trataba; sumada a su habilidad para redactar y etc., lo colocaban en el lugar 666 de los casi quince mil y/o 7% realmente aprobado. Es decir, otros catorce mil y tantos, habían cometido, ¡a juicio de quién sabe quién!, más errores que él y por eso estaban más abajo que él en la prelación.

            Con orgullo mostró los resultados a su señor padre Prieto. Por primera vez, en muchos, muchos, años: el padre Prieto sintió orgullo por su hijo. Esto debido a que él, ¡como buen ingeniero!, era enemigo natural de las artes y, realmente, nunca se había interesado por las actividades que realizaba su menospreciado vástago. Desde su óptica, las personas que se dedicaban a las disciplinas artísticas eran flojas y holgazanas, obvia razón por la cual se habían dedicado a las artes. ¡Si fueran inteligentes, se hubiesen dedicado a estudiar ingeniería!… Aunque, desde su muy cuadrado modo de pensar y ver al mundo, para el padre Prieto, en general, todas las disciplinas de las Humanidades eran para gente sucia, desaliñada y no muy inteligente, es decir, personas que buscan dar el menor golpe para ganarse la vida. Gente que no sirve para nada al engrandecimiento de la nación. Ah, sí, porque la nación necesita grandes obras, infraestructura y no gente que nada más se dedica a discutir las cosas sin aportar nada tangible… Empero, ahora, pareció dudar sobre la inteligencia de su hijo.

            Sea como fuere, ahora: padre e hijo, estuvieron atentos a la información que daba el gobierno en todos los medios. Se mencionaba que los casi quince mil aspirantes que no habían reprobado ninguna de las cinco evaluaciones: ¡serían contratados inmediatamente! Los restantes casi cuarenta y dos mil y tantos, serían contratados, en el siguiente orden: primero todos aquellos que hubiesen reprobado solo una de las cinco evaluaciones. Después, los que habían reprobado dos evaluaciones. En tercer lugar… Buen, ya se entendió. Así hasta que la suma de los casi cincuenta y siete mil se integraran a dar clases en el siguiente periodo escolar.

           Nuevamente, se organizaron sesudas mesas redondas y cuadradas y de todas clases, con debates televisados donde se discutía y analizaba qué tan bueno era meter a gente que únicamente había aprobado una de las cinco evaluaciones. Pero, se concluyó que, como eran ochenta mil las plazas disponibles. Incluso, se tendría que echar mano de algunos pares de miles del grupo completamente reprobado, para cubrir ciertas plazas vacantes, que debían ser cubiertas forzosamente. Como, por ejemplo, los directores de las escuelas primarias y de nivel secundario. Que no se podían quedar sin directivos aunque prácticamente todos los aspirantes habían salido reprobados en sus evaluaciones. Sin embargo, todo esto tendría que estar sujeto a las demandas de las distintas áreas educativas. Pero, sobre todo, con irrestricto apego a la ley y en la más absoluta transparencia.

           Pasaron casi otros treinta días. Faltaban menos de cinco días para que arrancaran las clases del siguiente semestre y… Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos no recibía ningún comunicado por parte de las autoridades educativas. La fecha en que serían las contrataciones, según había sido dada por los noticieros: ya había pasado desde hacía más de una semana. En los noticieros, la selección nacional cosechaba tremendos éxitos en partidos por el extranjero, de manera que ya no salía por ninguna parte, alguna mesa de debate sobre lo que sucedía con los resultados lastimeros de las evaluaciones educativas. ¡Vamos! Que si la selección nacional consigue un éxito, ¿quién rayos quiere estar recordando pérdidas educativas?

           Entonces, Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos se comunicó al teléfono de las oficinas regionales del sistema educativo para preguntar qué sucedía con su prometida contratación. Luego de tres días de estar llamando por horas sin que nunca nadie contestara al teléfono. Decidió ir en persona hasta las oficinas. Allí, fue detenido en la puerta por el policía que vigilaba la entrada y se le impidió el acceso porque no tenía cita programada. Por más que insistió, nunca pudo pasar de allí.

             Transcurrieron más días, hasta que decidió presentarse en las oficinas sindicales. Allí, cuando se identificó como el aspirante número 666 en el orden de prelación y que no había reprobado ninguna evaluación. ¡Todos los miembros del sindicato lo vieron con flamígeros ojos! Se le indicó que se retirara porque allí no eran las contrataciones. Cuando, Acacio, pidió informes. Le reiteraron que se largara de allí porque no era miembro del sindicato… Casi a gritos, un fulano que parecía perro rabioso, le espetó:

― ¿Qué dice la página oficial del sistema educativo?

― ¿Eh? Pues… ―Dubitativo Acacio contestó―. Pues sólo dice que espere…

― Pues, entonces, ¡váyase a su casa y espere! ―Ladró el sujeto.

            Para regresar a su casa, Acacio tomó un taxi. El taxista escuchaba al maestro Joaquín Sabina, quien, casualmente cantaba a grito pelón, lo siguiente:

            “…¡No soy yo!, ¡Obladí!, ¡Obladá!… Los cuentos que yo cuento acaban so bad

            Llegó el día y empezaron las clases en todo el país. Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos, sentía que vivía en la paranoia total y no podía oír que zumbaba un mosquito porque se ponía del peor humor. ¡Él, que siempre había sido el alma de las fiestas! Parecía neurótico…

             Entonces, cuando todo parecía acabado y ya llevaba una semana de iniciadas las clases. De manera simultánea: en la página oficial del sistema educativo nacional y en los distintos medios informativos, apareció un funcionario dando el siguiente comunicado:

― Se han contratado ya, no solo a los casi quince mil aspirantes que no habían reprobado sus evaluaciones, sino también a los cerca de cuarenta y dos mil aspirantes que habían tenido malas notas. Pero, ¡no solo eso!, porque: como la demanda original era de ochenta mil nuevas plazas. Se tuvo que echar mano de, por lo menos, otros veinte mil aspirantes del sector completamente reprobado.

            Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos pegó un brinco y exclamó:

― ¡Quéee!... ¿Cómo que ya contrataron a todos? ¡Si nunca se comunicaron conmigo!...

            El funcionario del sistema educativo, continuó diciendo:

― ¡Sin embargo, para que pudieran dar buenas clases! Los completamente reprobados, han recibido un intenso curso de capacitación, ¡de cuarenta horas! Con el cual, se les acredita como certificados para desempeñarse, dignamente, como docentes. Por lo menos, ¡durante todo un año! Teniendo que presentarse, ¡qué digo presentarse! ¡Tienen el compromiso, de participar, en las nuevas evaluaciones correspondientes al siguiente ciclo escolar dentro de un año!...

            ¡Acacio Prieto Urdangarín de los Montejos veía la pantalla de la televisión inteligente con la boca abierta!

― ¡De esta forma! ―Cerraba con voz estentórea su discurso, el alto jerarca del sistema educativo― ¡El gobierno cumple la palabra dada! ¡Todos han sido contratados! ¡Porque lo más importante, los niños! ¡Los estudiantes! Todos los estudiantes y alumnos de los distintos niveles educativos del país: ¡tendrán clases de calidad!

            Mientras tanto, en alguna parte del mundo, Sabina cantaba:

            “… ¡Te has pasao!, colorín, colorao… El cuento que yo cuento se ha acabao.”

 

 

C'est fini.

 

 

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Gracias por comentar. Efectivamente, en México no existe la educación artística, no solamente la Historia del Arte. Prácticamente no hay nada. Solo le hago mención que esos temas ya se tocaron en el primer cuento de esta serie, EL Episodio UNO de ESTO NO ES FICCIÓN, allí se menciona todo eso. Si usted gusta, los puede leer todos los cuentos dirigiéndose a la parte superior de la página. Donde dice Cuento's Blog. Allí coloca su cursor y hace clic y el link lo re-direcciona donde están todos los cuentos publicados. Allí los puede leer, todos versan sobre la misma temática: las vicisitudes de ser artista en México. Saludos y muchas gracias por comentar.
Excelente cuento... así es de absurda la quesque Reforma Educativa, lo que no dice el cuento es que no dan Historia del Arte en las escuelas secundarias, menos en primarias, jaja
Es cierto, en México no existe la educación artística. Ni en primarias ni en ningún nivel educativo, como usted menciona. Únicamente menciono que eso ya se CONTÓ en el cuento número uno o Episodio UNO de ESTO NO ES FICCIÓN. Lo puede leer aquí mismo, únicamente vaya a la parte superior izquierda de la página y donde dice Cuento's Blog. Allí le pone el cursor encima y le da clic y lo lleva a donde están todos los cuentos, los 14 publicados y puede leer el UNO donde se menciona que en México no existe la educación artística y todos los demás, que tienen que ver con las vicisitudes de ser artista en México. Saludos y muchas gracias por comentar.

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