Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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ESTO NO ES FICCIÓN

Episodio OCHO

SATURDAY MORNING…

 

“Todo es cambio lo que hiciste ayer está ahí es diferente a lo que hiciste hace una hora hace un segundo ya no cuenta para este momento así es la onda ésta es la onda por eso me gusta beber embriagarme hasta morir para ver las cosas distintas ver algo otra onda…”

 PASTO VERDE    pp24.    

Parménides García Saldaña

 

Por José Agustín Orozco Messa

 

By Copyright©José Agustín Orozco Messa.

                 All rights reserved.

 

 

            Aristeo Cano Mina salió de su casa el sábado por la mañana. Estaba a mediados de año y el clima era agradable: soleado y fresco. Normalmente los sábados por la mañana se quedaba hasta tarde en su cuarto, sobre todo si la noche anterior se había desvelado mucho en alguna fiesta o reunión. Cuando no ocurría eso, es decir, cuando se quedaba en su casa tranquilamente el viernes por la noche y se acostaba temprano. Entonces, el sábado por la mañana se despertaba a media mañana y, antes de levantarse de su cama, se forjaba un cigarrillo verde para fumarlo tranquilamente. Era el llamado “despertador”. Desde hacía un semestre esa era su rutina.

         Como ya he comentado, Aristeo Cano no fumaba más que tabaco y bebía cerveza, hasta antes de ingresar al conservatorio universitario donde adquirió nuevos gustos recreativos, por llamarlos de algún modo. Pero en esta ocasión, ni se había desvelado la noche anterior y sí se había levantado temprano ese sábado en la mañana, ¿Por qué? Pues precisamente porque se le había terminado su reserva de material para hacer sus cigarrillos “despertadores”. De manera que se dirigía a visitar a un amigo para que le invitara: “el toque mañanero”.

           No sé por qué, pero los adictos a fumar marihuana acostumbran ponerle nombres graciosos o sobrenombres a sus actividades. Entonces, fumarse un cigarro al despertar, es el “despertador”. Ir con un amigo o, que un amigo llegue a la casa de uno, y fumarse un cigarro con él, si ocurre antes del mediodía, se denomina “un toque mañanero”. Pero, si lo fuman y se van ambos a la calle, entonces se denomina: “el caminero”, sin importar si es de mañana o tarde, o hasta de noche. Y así por el estilo.

            El caso es que Aristeo, como la célebre “Cucaracha” del corrido revolucionario, no tenía marihuana que fumar y se dirigía a la casa cercana de un amigo para que le invitara. Porque otra cosa que tiene la marihuana es la sociabilidad, igual al acto de beber. Se acostumbra hacerlo en grupo o por parejas. De otro modo, parece uno vicioso pero colectivamente es, no sé, como ser cortes con la visita y simplemente agasajarla. Si tú bebes sólo en tu casa pues debes ser alcohólico pero si alguien llega a tu domicilio y le invitas a beber, es amabilidad de tu parte.

            El amigo en cuestión se llamaba Bruno y era todo un personaje en la ciudad. Se dedicaba a hacer video. Cabe señalar que, en esos tiempos allá por mediados de la década de los 80’s del siglo XX, hacer video era una actividad cara puesto que los equipos eran muy costosos. No como en estos tiempos actuales donde cualquier celular que se respete trae integrada una buena cámara de video en miniatura. Oh, no. En aquellos lejanos años, para tomar video de algo había que contratar a alguien que llegaba con media tonelada de equipo y, por lo menos, un ayudante. De manera que te costaba una buena cantidad de dinero y sólo ocurría en ocasiones muy especiales.

            Así que Aristeo caminaba a paso veloz rogando a las deidades o quien fuera que mueve los hilos de este Universo para que su amigo se encontrara en casa. Llegó hasta una calle tranquila. Ahí, enfrente de una escuela secundaria que por ser sábado estaba cerrada ese día, había una sencilla casita de dos pisos. Aristeo torció la boca porque todo parecía indicar que no había nadie allí dentro. Por unos segundos dudó pero, ya estaba ahí, así que llegó hasta la puerta y tocó el timbre. Luego, dirigió la mirada hacia las cortinas que cubrían la ventana. Sabía que, de haber alguien, desde allí lo observaban. De manera que sonrió para que su amigo lo identificara.

            La cortina se movió imperceptiblemente. Para ojos no adiestrados: nadie se hubiera dado cuenta del hecho. Acto seguido, la puerta se entre abrió pero apenas lo mínimo para permitir ver el rostro de Bruno asomarse. Con ojos nerviosos recorrió la calle en segundos, aparentemente quedó satisfecho con lo que observó e hizo una seña a su amigo para que entrara.

            Aunque Aristeo sabía que Bruno era un poco paranoico, le pareció que exageraba algo.

― ¡Ese mi Bruno! ¿Qué onda contigo?

            Bruno le dio un jalón para terminar de hacerlo entrar y cerró rápidamente la puerta tras Aristeo.

― ¿Qué pasa, mi buen?

            Antes de contestar, Bruno observó por la ventana varias veces. Una vez satisfecho. Se dirigió hacia Aristeo y le dijo.

― Necesito un favor. Necesito que vayas a la tienda y me traigas una despensa.

            Nuevamente pensó que era paranoico. Casi sin pensarlo, preguntó otra vez.

― Este, ¿qué pasa, mi buen Bruno?

            Bruno se le quedó mirando unos instantes, como si lo estuviera estudiando antes de contestarle. Finalmente, dijo.

― Pues no sé si contarte.

            Interrumpiendo, Aristeo dijo.

― Si me invitas un toque, soy todo oídos y ya sabes que también soy una tumba.

            Bruno pareció dudar otros segundos más, para luego hacerle una seña e invitarlo a pasar hasta su recámara. La casa en general olía a encierro. Pero eso no le importaba a Aristeo. Bruno metió la mano debajo de su colchón y sacó una bolsa de plástico transparente con unos 300 gramos de fina hierbita picada, limpia y bonita. La arrojó a su amigo al tiempo que decía.

― Bien, te voy a contar pero no lo repitas a nadie.

            Mientras Aristeo se preparaba su cigarrillo, comenzó a escuchar la narración:

― Sucede que hace una semana exactamente desperté cubierto de sangre.

            Aristeo esperaba oír cualquier cosa menos algo como eso. Dejando de hacer el cigarrillo, repitió.

― ¿Cubierto de qué?

― Como te digo, desperté aquí mismo, sobre mi cama. Llevaba la ropa de la noche anterior pero en las manos tenía manchas de sangre seca y al revisar mi ropa, también tenía manchas de sangre seca. Lo primero que pensé es que me había cortado o lastimado. Pero me desnudé y no tenía nada. Pero la ropa estaba toda manchada de sangre.

― ¿Toda? ―Inquirió apresurándose a preparar su cigarrillo.

― Pues la camisa, todo el frente y las mangas. La chamarra también tenía manchas en el frente y mangas.

― ¿Y dónde está la ropa?

― ¡La quemé, claro! ―Haciendo una mueca―. ¿O qué, tú la hubieras conservado?

― No, pues creo que no. ―Aristeo había terminado de hacer su cigarrillo y haciendo una seña de prenderlo, preguntó―. ¿Puedo?

            Bruno hizo una seña afirmativa y continuó.

― Entonces me di un baño y noté que tenía golpes en las manos y en la espalda y brazos. Además, me sentía como adolorido del cuerpo.

― ¿Y luego? ―Inhalando y aguantando el humo del cigarrillo.

― Pues nada, que no sé qué diablos pasó y he estado toda la semana encerrado aquí.

― ¿No has salido para nada?

― No.

― ¿Y la comida? ¿No comes?

― Pues la despensa que tenía me duró como cuatro días y los últimos tres he estado comiendo pizza que ordeno por teléfono.

― ¿Y por qué te quedaste encerrado? ―Exhalando una gran bocanada de humo.

― ¿Cómo que por qué? ¿Eres pendejo o qué? ¿No entendiste la parte que te dije que amanecí cubierto de sangre?

― Pero dices que no es tuya, ¿no? ―Volviendo a inhalar y sosteniendo el humo.

― Pero es de alguien. ¡Tenía encima la sangre de alguien!

― Pero ¿qué hiciste la noche anterior? ¿Dónde estuviste? ―Aguantando el humo.

― Pues estuve en una fiesta que organizaron en el Casino Español. Ya sabes cómo son esas fiestas, además, la organizaba la compañía donde trabajo así que había pomos y más pomos de chupe para aventar al cielo. Yo me acuerdo que salí de allí casi al último, cuando ya se habían ido todos…

            En ese momento interrumpió su discurso, parecía pensativo. Aristeo exhaló una bocanada de humo. Se mantenía de pie en medio de la habitación. Le pareció que no era buena idea sentarse, sino mejor mantenerse de pie y alerta por lo que pudiera suceder. Bruco continuó su historia.

― Pero luego de eso no recuerdo nada. O casi nada. Recuerdo que caminaba por la calle. Por una avenida principal. Luego, me parece recordar que conversaba con alguien. Luego creo que me subí a un muro…

― ¿Qué diablos? ¿Un muro…? ¿Cómo que un muro? ¿Dónde?

― ¡Es lo que no recuerdo! Me parece que intentaba subirme a un muro y que alguien salió. ¡No sé! ¡No recuerdo!

― Bueno y ¿qué piensas que sucedió? ―Dando otro tremendo jalón a su cigarrillo y aguantando el denso humo. Ya casi estaba consumido hasta la mitad.

― Pues no tengo idea.

― ¿Bueno? ¿Acaso piensas que mataste a alguien?

            Por un momento se hizo un incómodo silencio entre ellos. Aristeo continuó.

― Si hubieras matado a alguien lo más seguro es que hubieras despertado en la cárcel, mi buen Bruno.

― ¿Y la sangre?

― Bueno, no sé. ―Exhalando el humo―. Tal vez mataste un perro callejero.

― ¿Un perro? ¿Cómo va a ser?

― Pues no sé cómo fue pero ¿de qué otro lugar pudo venir la sangre? Esos golpes que dices tenías pudieron ser porque te caíste o cuando intentaste trepar ese muro o qué se yo. Pero si te hubieras liado a golpes con alguien lo recordarías a fuerzas. ¡Y los moretones te hubieran aparecido en el rostro!

            Hasta ese momento, Bruno pareció tranquilizarse un poco y tomó asiento sobre el colchón de su cama. Aristeo procedió a darle los últimos jalones a su agonizante cigarrillo. Para poder consumirlo hasta el último, tomó unas pinzas que había sobre un mueble y con él sujetó la colilla.

― ¿Un perro? ―Repitió no muy convencido Bruno. Para terminar de tranquilizarlo, Aristeo dijo una vil mentira.

― Mira, yo he leído los periódicos toda esta semana y no ha ocurrido ningún crimen misterioso y sin resolver en la ciudad.

            Sus palabras captaron la atención de Bruno.

― Además, si andabas tan intoxicado como para no recordar nada, hubieras dejado rastros por todo el camino directo hasta la puerta de tu casa. Si en todo este tiempo no ha llegado la policía hasta aquí es porque simplemente no hiciste nada.

― ¿Tú crees?

― ¡Pues claro! Ya hubieran venido a arrestarte desde hace unos tres o cuatro días.

― Entonces, ¿he estado todo este tiempo encerrado como estúpido?

― Pues me temo que sí. Como te digo, si algo hubieras hecho ya te hubiera caído encima la justicia de Satanás.

            Bruno se puso en pie, parecía que momentáneamente había recuperado su confianza. Aristeo dio el último jalón a la agonizante colilla de su cigarrillo, luego preguntó.

― ¿Y el trabajo? ¿Qué pasó con tu trabajo?

            Bruno contestó rápido.

― ¡Eso es algo que me intriga! ¡Nadie me llamó por teléfono en toda la semana!

            Señalando con el dedo índice, Aristeo exclamó triunfante.

― ¡Allí lo tienes! ¿Tú crees que si hubieras destripado a alguien, no te hubieran llamado por teléfono tus amigos antes de 24 horas?

― ¡Pero te digo que yo salí último de la fiesta! Ya no había nadie. ―Refutó.

― ¡Pero no me jodas! Si destripas a alguien: ¡todo el mundo se entera!

            Bruno volvió a guardar silencio, pareció sumirse otra vez en profundas reflexiones. Aristeo terminó de consumir la colilla, casi le quemaba los labios la brasa cuando aspiró el humo final. La marihuana de su amigo era buena. De la célebre “Acapulco’s Golden”, como se le conocía en la década de los 70’s. Aristeo comenzó a sentir los efectos relajantes en el cuerpo. Pero una paranoia similar a la de su amigo también empezó a entrar en su mente junto con la droga. ¿Qué tal si Bruno había destripado a alguien realmente? ¿Qué tal si llegaba la justicia de Satanás en ese preciso instante? Ambos iban a terminar compartiendo una celda en la misma prisión. Lo mejor era irse tirando leches inmediatamente.

            Aristeo sacudió la cabeza para despejarla de esas malas ideas. Bruno comenzó a moverse por la habitación como si buscara algo. Aristeo, sin muchas ganas, preguntó.

― ¿Qué haces, mi buen?

― Voy a salir. Voy a ir a ver al diputado, mi jefe. Le voy a caer de sorpresa y ahí me daré cuenta si algo pasó o no.

― Me parece bien. ¿Oye? Será que me roles un poco de “moy”. Nomás para unos dos cigarritos. Es que ando bien erizo y nomás es para llegar hasta el lunes. ¡Es más!, si quieres, luego te los repongo. ¿Cómo ves?

            Bruno podía estar todo lo preocupado que fuera pero esas palabras interrumpieron su labor. Miró a Aristeo frunciendo la boca. Nadie regala droga así como así. Una cosa es compartirla socialmente y otra andarla regalando para consumo externo. Parecía que buscaba la respuesta correcta, paseando la vista por el cielo raso de la recámara. Finalmente dijo.

― Ok. ¡Pero me los repones luego!

― ¡Va!

            Sacando una bolsita de plástico del bolsillo de su pantalón, Aristeo comenzó a introducir el pasto verde en ella, bajo la atenta mirada de Bruno. De manera que, sonriente, Aristeo comentó.

― Bueno. ¡Que sea lo de tres cigarritos, total, el próximo fin de semana te lo repongo!

― Pero mi mota es de la buena. ¡No me vayas a traer epazote greñudo de ese que tú fumas!

― ¡No hombre! ¿Cómo crees?

            Guardando la pequeña dosis en su bolsillo, regresó a Bruno su paquete; al cual, casi no se le notaba lo que había tomado y consumido. Poniendo su mejor sonrisa, preguntó.

― Entonces, ¿qué pues, mi buen? ¿Vas a necesitar que vaya a la tienda por algo?

― ¡Nel ese! Me voy a dar un baño. Me arreglo bien, de trajecito y toda la cosa. Y me lanzo a ver al diputado como si nada.

            Mientras hablaban, Bruno comenzó a empujar a Aristeo hacia la puerta de entrada. Aristeo no se resistió para nada. Al contrario, ya le urgía estar en la calle lo antes posible. Se detuvieron ante la ventana porque Bruno inspeccionó, a través de las cortinas, la calle para cerciorarse de que era seguro abrir la puerta. Aristeo comentó, a manera de despedida.

― Te digo que no pasó nada, mi buen. Tú tranquilo, mucha garra. ¡Ya sabes! Como si nada le caes a tu jefe y vas a ver que fue tu pura paranoia. ¡Ya te he dicho que no revuelvas la mota con el alcohol! Y, de paso, ¡eres bien atascado, mi buen!

― ¡Hey! ¡Nomás tantito, ya sabes!

            Intercambiaron un apretón de manos antes de abrir la puerta. Una vez fuera, Aristeo comenzó a caminar sin volver la mirada. Sentía que todos los vecinos lo miraban sigilosamente desde sus ventanas. En la esquina estaba parado un sujeto, mal vestido, que se le quedó mirando impertinentemente. Aristeo pensó: “¿No será judicial ese cabrón?”. Cruzó la calle y entró en una tiendita, tomó un refresco y pidió un cigarro suelto al tendero. También compró un chicle. Se paró viendo hacia la calle y comenzó a beber su refresco. Tenía la boca seca y la lengua pastosa. ¡Esa marihuana era buena realmente!

            Encendió el cigarro y observó toda la calle. No había nada fuera de lo normal. El tránsito vehicular. Unos pocos caminando en ambos sentidos por las banquetas. Lo único que no gustaba a Aristeo era ese sujeto: feo y mal vestido, que insistentemente miraba para todos lados y también hacia la tiendita donde él se encontraba. “¿Será un pinche judicial?, ¿Será una madrina?”.

            Ahí donde estaba parado el tipejo no había nada excepto un poste. O estaba esperando un taxi o a alguien. O estaba perdido. Aristeo pensó: “Viéndolo bien, parece de rancho. Pudiera estar perdido el buey”. En eso vio aproximarse un autobús y Aristeo tuvo una idea. Dejó su refresco a medio consumir sobre el mostrador. Salió a la calle caminando tranquilamente, iba en sentido contrario al tránsito vehicular. De repente, tiró el cigarro a medio consumir y de un brinco, se subió al autobús que no detuvo su marcha y continuó alejándose de la esquina del sujeto sospechoso. Quien, aparentemente, ni siquiera se percató del movimiento de Aristeo.

            Cuatro cuadras más lejos. Fuera de miradas indiscretas. Aristeo descendió rápidamente del autobús y veloz se perdió entre las calles aledañas. Ahora tendría que dar un rodeo de unos 30 minutos para llegar hasta su domicilio, sin embargo, caminaba tranquilamente. Pensaba: “¿Qué diablos habrá hecho ese idiota de Bruno? ¿Sería sangre realmente lo que tenía embarrado? ¿Sería pintura? ¿Alguien le habría hecho una broma? ¡Qué onda…!”

           

                       

 

 

C'est fini.

 

 

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