Poetas Anónimos
Poetas Anónimos
Calos Yusti
Cuando era joven me enganché a la poesía. Era como un vicio desquiciado eso de ser poeta. Leía mucho a los poetas malditos. Me desayunaba con Lautremont, Baudelaire, Rimbaud; para después almorzar un Verlaine copioso y suculento. Para la cena redondeaba con un clásico del malditismos como François Villon (1431-1463). Estaba fatal y andaba peor: desgreñado, sin asearme y convirtiendo la casa familiar en un infiernillo de gritos, discusiones y suplicios que ni la imaginación de Dante.
Esta etapa juvenil fue un tanto surrealista, sin ese brillante surrealismo literario claro. Como naufrago andaba por los cafés. En ocasiones merodeaba por la escuela de Teatro Ramón Zapata o por los pasillos de escuela de arte Arturo Michelena. Me curtía la piel con el arte visitando sus entrañas. Acababa de terminar el bachillerato y andaba en busca de algún trabajo sin buscarlo como es lógico.
En este trance de incertidumbre y juventud me ensamblé con otros individuos (y una antigua condiscípula del Martín J. Sanabria) y formamos una especie de grupo, peña, pandilla, cuadrilla, comparsa, que se reunía en un café cerca del Teatro Municipal. Pasábamos horas discutiendo de los últimos libros leídos y de los recién poetas descubiertos. No creíamos en nada. Fuimos una especie de grupo literario cuando la resaca del semejantes artificios de la literatura eran sólo páginas amarillentas de consulta obligada en hemerotecas. Éramos unos retrasados, unos anacrónicos.
Éramos un grupo feroz que insultábamos a los maestros literarios del día y despotricábamos tanto de la izquierda parlamentaria como de la derecha vampírica de discurso oficial. En el punto de ebullición más alto del grupo decidimos editar una revista. Enseriarnos como se dice. El grupo asumió un nombre de guerra y comenzamos los preparativos para editar el primer número de nuestra revista. El grupo creció y de los nueve integrantes todos eran poetas (o nos considerábamos como tales) debido a que escribíamos nuestros gusanos tipográficos en columnas. De manera arbitraria se decidió quien escribiría los relatos y los ensayos. Fui la cabeza de turco ideal para escribir los ensayos y para no desencajar acepté de malas maneras. Tuve que leer muchos ensayos y olvidarme de leer poesía.
El ensayo me ganó para su bando por su elasticidad, por su maleabilidad. Poco a poco me fui convenciendo que era un poeta sin garra, un poeta municipal de esos que abundan y decidí quemar mis poemas en una plaza, especie de auto de fe para con mi alma de poeta malo.
Así como existen esos grupos de ayuda para los alcohólicos debería haber grupos de Poetas Anónimos. Quizás las reuniones comenzarían así: “Me llamo fulano de tal y soy un poeta pésimo, pero no puedo dejarlo”.
Quizá esto de ser poeta de casa de la cultura no cause daño a nadie, lo grave es que estos poetas de municipio y ripio quiere que se les aplauda, se les celebre y se les consagre en el altar junto a grandes poetas. Una buena lectura para curarse de escribir malos poemas sería ese fragmento de Rilke que pertenece a Cartas a un joven poeta: “Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida.”
Muchos poetas que conozco se han conformado con levantar covachas lamentables, ranchos edificados con mucho vallejo caletreado y bastante angelito negro en mal estado, para parafrasear a Roque Dalton. No obstante estos poetas al parecer no se percatan de ello y van por la vida escribiendo versos como salchichas, puro versos chatarras tan indigestos para el alma como para la literatura.
Gran cantidad de escribidores entran a la poesía,pero nadie se sale. Ninguno es capaz de reconocer su poca impericia para elucubrar metáforas, su nula capacidad para otorgarle brillo a esas palabras agrisadas por el uso y el maltrato cotidiano.
Tanto poeta malo que he leído me ha llevado a concluir que no han entendido ese instrumento terrible y mágico que es la palabra; no han comprendido los entresijos espirituales del lenguaje. Muchos piensan que la poesía se hace con palabras y tienen a las palabras con cadenas, se creen dueños del lenguaje y disponen a sus caprichos de las palabras. No sin razón Paul Celan, un genuino poeta, escribió: “Quien dispone de las palabras a ese se le niega el lenguaje. El que se somete al lenguaje a ese… le encuentran también las palabras”.
Pero dejemos el rodeo: los malos poetas existen y uno concuerda con Alejandro Luque cuando escribe: “Hay quien piensa que la mala poesía no es poesía, pero se equivocan. Es simplemente mala poesía. De los malos poetas nadie habla, pero estamos por todas partes. Llenamos los anaqueles de las librerías, invadimos la programación de festivales, congresos, mesas redondas, cursos de verano. Ganamos cientos de concursos literarios cada año”.
Ser un mal poeta es menos dañino que ser un poeta popular (José Ángel Buesa/Andrés Eloy Blanco), un poeta incomprendido (José Antonio Ramos Sucre), un poeta para lucha de los desposeídos (Pablo Neruda, Mario Benedetti) y otros más. Ser un mal poeta no te resguarda de la fama. Allí está el caso del peor poeta de todos los tiempos como lo fue William Topaz McGonagall. Con motivo de su centenario, nacido en 1902, la ciudad de Dundee, lugar de su nacimiento, le rindió insignes honores. Todo el ayuntamiento en pleno se riendo a los pies de una poesía imperfecta y un tanto horrible a tal punto el alcalde de ese momento pronunció una sentidas palabras y aseveró con la voz protocolaría del momento dijo algo parecido como que “nos hemos congregados aquí para rendir homenaje y recordar a un hombre que dedicó un buen trozo de su vida, de una manera extraordinariamente incompetente, al arte sublime de la rima y de la métrica. Su poesía es un diamante bruto y cuyo brillo nulo nos ilumina y bla, bla,…”
Manuel Machado enseñó lo que podría ser un mal poema:
Yo, poeta decadente,
español del siglo veinte,
que los toros he elogiado,
y cantado
las golfas y el aguardiente...,
y la noche de Madrid,
y los rincones impuros,
y los vicios más oscuros
de estos bisnietos del Cid:
de tanta canallería
harto estar un poco debo;
ya estoy malo, y ya no bebo
lo que han dicho que bebía.
Porque ya
una cosa es la poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía...
Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía... No sabemos nada.
Todo es conforme y según.
En fin creo que entre un mal poeta y un poeta competente media un mar de ripios y lugares comunes. Además un verdadero poeta se puede resumir en estos dos aforismos de Paul Celan: “Quien verdaderamente aprende a ver, se acerca a lo invisible.” , “Enseña a los peces el lenguaje de los anzuelos”.
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