RAYUELA: INSTRUCCIONES PARA SALIR ILESO
Rayuela: Instrucciones para salir ileso
“Todo lector de Rayuela percibe de inmediato el acaudalado bagaje de lecturas que forma el andamio intelectual con cuya ayuda Cortázar levanta su novela. Esas lecturas aparecen a lo largo del libro a veces como puntos de apoyo sobre los cuales hace palanca la obra, otras, simplemente como nervaduras invisibles o semivisibles que alimentan o sostienen sus páginas”.
Jaime Alazraki (Prólogo a Rayuela, reedición Biblioteca Ayacucho)
Carlos Yusti
En esa montaña rusa (que es la experiencia lectora/leída) con sus movimientos de serenidad y de vértigo hay libros ( y autores) que te persiguen toda la vida aunque uno no se encuentre huyendo de manera abierta y declarada; libros que forman parte de tu arsenal espiritual, de tu trinchera para resguardarte de la artillería sostenida de la deshumanización y la estupidez que a diario te bombardea.
Rayuela, esa novela que escribió Julio Cortázar como un exorcismo y un recorrido de iluminación zen (el título pensado por el escritor para la novela en principio fue Mandala), especie de viaje místico hacia ese abismo personal del ser. Dicho así la trama de una novela que es dosenuna parece simple, pero zambullirse en sus páginas y personajes, más que en una trama especifica en sí, puede resultar resbaladizo para no utilizar la palabra peligroso. Su lectura te dejas marcas y moretones, nadie sale indemne de su lectura.
En mi biblioteca hay varias versiones, desperdigadas aquí y allá como pétalos de una flor exótica y cambiante. La razones para esta obsesión rauyuelesca la ignoro, pero he logrado contabilizar alrededor de 15 ediciones en español de países distintos, y sin duda incluiré la última edición en homenaje a sus 50 años. Novela que no envejece y la cual en el momento de su publicación resultó experimental y un tanto vanguardista, pero hoy su propuesta de los dos novelas en una resulta una especie de fuego/juego de artificio con esa subrayada petulancia tan argentinosa.
Lo que importa de Rayuela no es tanto su estuche (o sus pretensiones de puzzle que buscar hacer participe al lector), sino esa forma especial con los cuales Cortázar amasó a sus personajes; personaje, que al igual que en esas grandes novelas etiquetas como clásica adquieren vida autónoma, relegando a su autor al papel de secretario de esas pasiones tan humanas que de alguna manera se traspapelan con las pasiones de los lectores. Personajes que son vitrinas, espejos y ventanos donde el lector se pierde de manera irremediable.
Leí Rayuela en el bachillerato a instancias de mi profesor Humberto Gonzáles (hoy gran amigo de ruta) y no entendí nada. En primer lugar debido a que novela era culta e inteligente. Yo estaba acostumbrado a la novelitas vaqueras y las policiales, sin mencionar que mi pedigrí era más bien barriobajero. En consecuencia mis ignorancias veleidosas eran muchas. Lo segundo su lenguaje era luminoso, cuidado, poético y con la cotidianidad metida en las uñas lo que le proporcionaba a cada frase, a cada párrafo una música, un ritmo vivo permitiendo que los personajes no fueran muñecos con hilos y que las circunstancias que atravesaban tuvieran ese tufo portentoso de la vida. Lo tercero era esa magia de juego cósmico que se respiraba a cada página y para completar el cuadro la novela es también una indagación del devenir novelesco, de la novela como género e incluso el autor a veces aparece en sus páginas como personaje circunstancial desmoronando esos sutiles límites entre la realidad y la ficción.
Leer Rayuela después que la vida te ha enseñado/propinado algunas lecciones y que los libros han ido cayendo en tu alma como una tenue lluvia mientras caminas en la intemperie hacia ti mismo, en una experiencia más vital que existencial. Desde esta perspectiva la novela de Cortázar se vuelve un tributo a la vida soñada desde el arte y esa libertad apremiante de contravenir todas las convenciones sociales para darle un chance a lo humano.
No recordar pasajes de novela es inevitable. No amar a La Maga es imposible y no detestar a Horacio Oliveira por cabrón y lúcido es improbable. Hay pedazos del libro que siguen a todas partes como los diálogos entre la Maga y Horacio cuando la ruptura es inminente. O aquel fragmento erótico escrito con todo el amor y el impudor posible en glíglico, ese lenguaje inventado por la Maga que uno entiende a la perfección cuando de sexo se trata. También está la carta que le escribe La Maga a su hijito muerto y que te hace llorar por dentro. O ese personaje de una ternura infantil increíble como es la pianista Berthe Trépat. Y no digamos todos los extrañísimos personajes que conforman El club de la serpiente. Luego esta la música (y sobre todo el jazz) que se cuela a lo largo del libro como telón de fondo y ese París de reverberaciones ficticias y pulsaciones metafísicas o poéticas que es como ese otro personaje tan de encantamiento, tan de invento sobrenatural.
Si algún lector quiere salir ileso de Rayuela, la mejor manera es que no la lea, pero si hace semejante estupidez se perderá una historia que rompe todas las premisas, escrita con girones de vida entre lo poético y un fluir a contracorriente que busca redefinir la novela como género y la literatura como materia fecal para alimentar ocios bien administrados. La lucidez de Rayuela radica en su planteamiento de fondo: el hombre y sus inventos intelectuales para domesticar su sentido de lo humano. La vida es un reinventarse a cada tanto, no dejarse morir antes de tiempo por esos hábitos mecánicos de convivencias, por esas fachadas de intelectualidad que se elevan por encima de todo y todos.
Horacio crítica a La Maga su irresponsabilidad sin seso, su ignorancia luminosa, mientras él que es la inteligencia se oscurece en sus meditaciones metafísicas y existenciales. La Maga vive y Horacio está allí analizando la vida mientras pasa. No por casualidad Horacio en la novela piensa: “Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, (…) Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe…”
Y de eso se trata. Más que pensar en el río (o verlo fluir) es necesario nadar aunque uno no se de por enterado. El río como la vida pasa una sola vez o viceversa.
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