UNA VISITA AL MUSEO H.R. GIGER
UNA VISITA AL MUSEO H.R. GIGER
Por Marcelo Olivares Keyer
I CENCERROS
Después de bordear el lago Léman y, cerca de Lausanne, virar hacia el interior, el paisaje da su primer giro. Atrás quedan el terso brillo del lago, los embarcaderos repletos de albos veleros, y esa atmósfera calurosa y hedonista de plácido verano europeo. Comenzamos a subir y nos adentramos en la clásica postal alpina. Lomas de impecable verde, sólidas y austeras casonas de dos o tres pisos y gruesos muros, fragmentos de bosques, y allá a lo lejos a nuestras espaldas el rincón en el que el río Rhone rellena el lago eternamente. Nos dirigimos hacia La Gruyére (en algunos letreros dice Gruyéres) en busca de un castillo.
Pocos kilómetros más arriba, llegamos a una explanada junto a un galpón -estilo mall- en donde el límpido aire lacustre ha sido súbitamente desplazado por un intenso aroma a queso. De hecho el galpón es una tienda especializada en quesos, y largas filas de turistas esperan turno para elegir entre un centenar de variedades, aunque la verdad es que con el olor circundante basta para quedar mareado.
Desde el amplio estacionamiento nace un sendero progresivamente empinado, guarnecido por un muro de piedra, que conduce hasta la afamada fortaleza. En sus flancos, el silencio ambiente es quebrado por un ruido metálico de campanitas que vienen desde el otro lado del muro. Son los tradicionales cencerros de los animales de la factoría. Ese sonido milenario se graba con mayor claridad que la imagen de sus portadores. ¿Vacas, ovejas, cabras? Poco importa, sólo se nos graba el sonido de los cencerros en el prístino paisaje.
Tras pocos minutos de caminata aparece el castillo St. Germain de Gruyéres (no dispongo de acentos hacia el otro lado, disculpadme los francófilos), y tras este, el encantador panorama de los Alpes, paisaje “de cuento”, como decimos los americanos, impregnados desde pequeños con este clásico escenario.
De pronto el sendero se transforma en las calles internas del castillo, las que desembocan, cada tanto, en almenas y balcones desde los que admirar el entorno. Muy cerca se eleva una sorprendente montaña que sobrepuja en belleza a todo lo anterior. Es una montaña nada alta, pero muy empinada, cónica en su base, pero que en su sección superior se bifurca en dos puntas perfectamente simétricas ¡una montaña de dos cimas! Imposible no ver, tal como seguramente vieron los primitivos allobroges –pueblo originario de estos pagos- , a un gigante con cuernos, un dios local al que temer y adorar. Pero en el lomo entre ambas cimas, justo en el centro, una casa evoca otras reminiscencias no tan antiguas. Un turista lo dice en voz alta:
- ¡la casa de Heidi!
Tras otra breve caminata, el sendero -ahora callecita interior- desemboca en un amplio patio en el que todas las dependencias laterales han sido transformadas en tiendas. Las hay, por cierto, de souvenirs (aquí sí el galicismo tiene sentido), y otras más insólitas como un Tibet Museum, pero casi todas corresponden a restaurantes especializados -obvio- en quesos. Todas las maneras habidas y por haber de preparar y engullir esta sabrosa secreción animal son encontrables en este espacio medieval (se comenzó a construir en el siglo XIII) remodelado como patio de comidas. Pero lo que nos trajo fue otro objetivo, y seguimos adelante, en donde nos encontramos con un estrecho pasillo que tiene, a la izquierda, un bar, y a la derecha una puerta de lo que parece un pequeño museo, el Museum HR Giger.
II ESCALERAS, HABITACIONES, Y PREGUNTAS SIN RESPUESTA
Después de pagar los doce euros y medio en un mesón repleto de la esperable memorabília gigeresca, se entra por fin en esta casona semi acondicionada para alojar la célebre obra de Hans Rudolf Giger (Chur, Suiza, 1940). Digo semi acondicionada, porque no se despejó ningún espacio calificable como sala de exposiciones, funcionando el museo en las habitaciones de la casona como tal, lo que por una parte impide tomar la convencional distancia física que se supone óptima para detenernos a observar una obra de arte, pero que por otra –algo que seguramente tuvo en cuenta este versátil artista y diseñador- contribuye a acentuar el componente angustiante y tenebroso de la obra gigeriana. Así, recorriendo estrechos y cortos pasillos, rincones y escaleras durante horas, vamos entrando en ese universo en primera instancia dantesco, pero de un Dante sin sentido, sin redención ni escapatoria.
A la enorme variedad de formatos, soportes y técnicas, se opone una propuesta temática unívoca y reiterativa hasta el hartazgo, literal y con todas sus letras INFERNAL. Como si Giger se hubiera propuesto desde un principio ser la antítesis de la habitualmente sobria pintura suiza (piénsese, por ejemplo, en Jean-Étienne Liotard, Félix Vallotton, o Barthélemy Menn), no sólo con su monocromía subyugante y sus claustrofóbicas composiciones, sino también al presentarnos al ser humano desprovisto de todo poder, más aún, de toda posibilidad y esperanza, sometido a una noche sin fin en que la sangre y la carne han sido definitivamente derrotadas por la máquina, quedando para siempre cautivas de una fuerza incontrarrestable y oculta.
Sin salir de los límites de la poco difundida pintura suiza, sólo encontramos un artista igualmente obsesivo en sus planteamientos plásticos y conceptuales, y este es Alberto Giacometti. No son pocas las cercanías entre la obra pictórica de Giger y la de su compatriota (nacidos ambos en pequeñas ciudades de la Suiza oriental), siendo la más evidente la negación de la luz natural y el sometimiento de sus personajes a un poder, si misterioso en Giacometti, decididamente diabólico en Giger, con sus pústulas, verrugas, cuerpos desollados y huesos por doquier.
Generacionalmente, Hans “Ruedi” Giger pertenece a los años sesenta, y como tal no le debe haber hecho el quite a substancias psicotrópicas, en tanto óptimas aliadas para la introspección psicodélica y su consiguiente “cacería” de imágenes. No cabe la menor duda de que muchos de los personajes y escenarios pesadillescos que caracterizan su obra fueron recogidos del gran banco de imágenes colectivo, ese del cual todos poseemos una copia en nuestro subconsciente, y al que Karl G. Jung –también suizo, por lo demás- denominó “Arquetipos”.
Pero lo que define a un artista no es lo que almacena en su mente sino lo que saca afuera, y sobretodo la manera de hacerlo (que esto es el arte en definitiva). Y en este sentido la imaginería de Giger no ofrece respiro, a pesar de que a ratos su gusto por la penumbra nos pueda recordar a Giambattista Piranesi, o un erotismo sadomasoquista pueda suponer un escape hacia otra sintonía. Pero no, para el diseñador de Alien toda luz parece estar de antemano apagada, y todo ser de carne, hueso y sexo destinado a ser sólo una pieza de un monstruo cibernético, vaciado por completo –o en proceso de- de su aliento vital, destinado este a su vez a formar parte de una inacabable sinfonía de arquetipos del “mal”, entendido este como la sumatoria de sometimiento, descomposición, desesperanza y dolor.
Sus esculturas, tanto aquellas derechamente kitsh (una mesa cuyas patas son cristos crucificados), como las que dan un paso más allá hasta conseguir estar impregnadas de esa belleza que antaño se le exigía al arte (un tren en miniatura confeccionado magistralmente con osamentas y fierro oxidado), obedecen al mismo canon, siendo otro eco de la misma fijación que impregna toda su obra. Y es justamente esta, quizás, la mayor virtud en la prolífica e impecable producción de Giger: esa –casi- agotadora coherencia discursiva, esa letanía pesadillesca sin fin.
Sólo una exhaustiva -y sobretodo sincera- conversación con el artista, podría determinar si este discurso, perfecto en su factura y obsesivo en su mensaje, obedece a una búsqueda lúdica y premeditadamente irreverente, o a una interpretación nihilista y descarnada de la realidad, dimanada de una visión sombría de la existencia. Hay argumentos para ambas opciones, la obra está ahí, y la realidad también. Que formamos parte de un gran engranaje, eso está claro, y que caminamos de manera inexorable hacia la muerte y la descomposición, también. Que exista un cerebro central, conciente de sí mismo e intencionado, tras ese engranaje, esa es la pregunta para la que Giger nos propone una respuesta. Pero si miramos a nuestro derredor, para las ovejas, cabras y vacas encadenadas a sus cencerros en los alrededores del primoroso castillo, la respuesta está más que clara: ese engranaje opresivo y sanguinario existe a todas luces, y está diseñado e implementado por los humanos. Entonces, la pregunta pertinente viene a ser: ¿existe otro nivel del engranaje más arriba -o más abajo, si cabe- en la escala del dominio, del que seamos nosotros las impotentes víctimas? Al menos, si revisamos nuestros cuellos, no llevamos cencerros tan ruidosos, pero quizás esto se deba sólo a que no somos concientes de nuestro cautiverio y ni siquiera vislumbramos la posibilidad de escapar.
III REGRESO AL AIRE APARENTEMENTE LIBRE
Al final de las escaleras, en una amplia y luminosa buhardilla, se expone también la colección acumulada por Giger de obras de otros artistas. Hay de todo, verdaderas obras de arte y también obsesivas y aburridoras reiteraciones de un único tema. Pero hay más. Saliendo por lo que parece un balcón, se cruza a una sala anexa en la que hay una muestra del artista polaco Franciszek Starowieyski (1930-2009), eximio cultor del mismo bestiario. Pero ya es demasiado, dan ganas de volver a respirar.
Había dicho que frente a la entrada del museo hay un bar, es el HR GIGER BAR MUSEUM. Entre ventanas abiertas, cervezas, risas y flashes fotográficos, esta imaginería del sufrimiento y del mal -que no ha dejado centímetro cuadrado libre gracias al febril trabajo de este as del diseño- pierde su poder sugestivo y cuestionador, funcionando al nivel de set cinematográfico. Dante se ha ido a vivir a Hollywood, menos mal.
Bebemos café expresso a cuatro euros, sentados en sillas-columna vertebral, en un recinto que podría ser la nave que nos llevará, sonrientes, drogados y en trance, hacia ese mundo de tinieblas esbozado por el artista. Pero no, al salir el castillo está ahí, el patio de los quesos también, el cielo de postal, la montaña de dos picos y la casita de Heidi. Todo nos invita a elegir un restaurante y hartarnos de queso derretido hasta casi reventar. Todo vuelve a parecer un bonito sueño lisérgico y turístico (lisérgico y turístico: posibles sinónimos). Pero al bajar por el sendero hacia el estacionamiento junto al galpón de los quesos, hay un ruido tras los muros de piedra del siglo XIII, un ruido metálico como de campanas adosadas por la fuerza al cuello de individuos de carne y hueso…
Marcelo Olivares Keyer
Ginebra, agosto 2012
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