ESTACIÓN YRIGOYEN o el libro maldito
ESTACIÓN YRIGOYEN o el libro maldito
Marcelo Olivares Keyer
I EL ESPEJISMO
La ciudad sedujo al hombre desde que el clan recolector, en su cotidiano desplazamiento, se encontró de manos a boca con un grupo de congéneres que habían optado por permanecer en el mismo sitio produciendo sus propios alimentos y almacenando el excedente. La relativa abundancia en el granero, y sobretodo los sofisticados artilugios que los sedentarios habían elaborado con su mayor disponibilidad de tiempo, dejaron atónitos a los nómades, quienes desde ese instante cuestionaron sus propias vidas y anhelaron la que creían ver en otros. Entonces, la ciudad fue desde su inicio el objeto del deseo y el territorio de la ilusión. Este amasijo de ilusión y deseo, carnada infalible a través de miles de años, jamás dejó de funcionar, y mientras el incipiente caserío se transformaba en colosal laberinto, las oleadas de nuevos ocupantes, movidos por el ansia incontrarrestable de “ser otro”, desbordaron los naturales límites de la colmena u hormiguero humano, dando lugar a uno de los más singulares fenómenos producidos por nuestra creativa especie, ese fenómeno de ambigua valoración llamado marginalidad. Así, el insecto social no contenido por red solidaria alguna, deambula a tientas por el entramado urbano, guarida supuestamente colectiva, que por arte y magia de un desarrollo fallido (léase sub-desarrollo), ha perdido su capacidad de contener al hombre que sufre, limitándose tan sólo a desplegar sus veredas y paredes como precario hábitat pero inmejorable soporte para un eventual asomo de expresión.
En nuestro querido mundo subdesarrollado, muchos espacios públicos, más temprano que tarde, derivan en espacios abandonados y por lo tanto disponibles para todo uso. Urgencia fisiológica, transacción narcótica, improvisado motel o expresión artística, todo cabe en el espacio perdido para el sistema pero conquistado por los hados de lo incierto.
Porque nuestro subdesarrollo no ha impedido el crecimiento desmesurado de la ciudades, más bien parece alimentarlo; no hay cortapisas para el arribo infinito de nuevos habitantes con su fardo de sueños que más temprano que tarde se transformarán en frustración, cuando la estrella imaginaria que los trajo enganchados se apague, dejándolos solos, reptando por los turbios pasillos de la urbe que los engañó. Esos pasillos no aptos para la fotografía turística, en los que el declive de la sociedad ha posibilitado la misteriosa sedimentación de antagónicos elementos, el matrimonio inesperado entre belleza y sordidez.
II LA REALIDAD COMO MOLDE
A principios del 2001 la artista visual bonaerense Mariana Pellejero (Lomas de Zamora, 1974) embadurnó con tinta de grabado las ajadas paredes de la estación de trenes HipólitoYrigoyen con el objeto de extraer “la belleza desde donde aparentemente no está”. La inusual estrategia fue mucho más allá del habitual registro fotográfico común en las antologías de graffiti. Mariana Pellejero utilizó la realidad misma como molde, al traspasar directamente el anónimo dibujo inciso en el estuco hacia el papel en blanco. Conquistada por su propio hallazgo, la artista modificó su inicial objetivo de servirse de esos dibujos sólo como parte de sus futuras creaciones y, rendida ante la belleza de esa imaginería, optó por dejarlas tal cual, intocadas e inmejorables “formas en sí mismas”.
Alejada de los tinglados turísticos cazabobos (del tipo parejita bailando pseudotango para la cámara del viajero), la estación Yrigoyen forma parte de ese extenso entramado de ferrocarriles en el que millones de bonaerenses sin disfraz se desplazan a diario. Muy cerca del nada glamoroso Riachuelo, y en la frontera entre “Capital” y el “Gran Buenos Aires”, la estación Yrigoyen dormita en medio de un barrio alguna vez febril, hoy en día de onírica y apocalíptica estampa, con sus callejones desiertos, en donde los papeles rasgados vuelan como bandadas de aves mutantes huyendo al paso del solitario transeúnte, y en donde las maltratadas paredes, cual páginas de un libro maldito, guardan un incómodo mensaje que puede resultar peligroso sondear.
Pero ahí está el (la) artista para meter sus manos en el fango, porque el arte consiste no sólo en esgrimir las personales obsesiones y enrostrar al espectador lo hallado en la trastienda del ser; consiste también en recolectar en el hábitat cotidiano aquello que el artista considera relevante, aquello que importa reconsiderar. Suerte de apropiación que entraña sincero homenaje y urgente reivindicación.
III UN ARTE PARA EL LABERINTO
De aquel buceo de Mariana Pellejero en la “caverna” Yrigoyen, la propia artista seleccionó una treintena de grabados en los que es altamente recomendable detenerse por un largo instante. Ahí está el mundo profetizado hace medio siglo por Marshall Mc Luhan (seguramente el único filósofo que ha dado en el clavo alguna vez), ahí están los signos trazados por el hombre eternamente primitivo, a pesar de la ropa y la hipocresía inherente a la vida en civilización. ¿Un arte hecho para la multitud, para los ojos agotados de la multitud, para la mirada hastiada del pasajero apretujado en el hormiguero humano? ¿o un lenguaje cifrado en clave sólo comprensible para los demás miembros de la proscrita tribu?. Como las huellas de dos etnias que comparten un lugar de paso, en las paredes del laberinto coexisten ambos lenguajes: El mensaje compulsivo del hombre que se ahoga en la muchedumbre, y el más estudiado y esperable código carcelario con sus señalizaciones, advertencias y pavoneos. Este segundo ámbito comprende una amplia gama de armas blancas (era que no), espadas de todo tipo, verdadera panoplia anhelada por todo asaltante al estilo arcaico (hoy en día cuesta más barata una pistola) o aspirante a serlo, y también enigmáticos conjuntos de puntos que a primera vista parecen las caras de un dado, pero en los que el ojo iniciado sabe ver a cuatro forajidos dando muerte a un policía que es el punto del medio. Todo un mundo en sí, este lenguaje, así como todo el universo delictual, desde hace un buen rato encontró su lugar en el arte y en los medios, principalmente en el cine; es por eso que nos detendremos un poco más en ese otro conjunto de imágenes, aquellas cuyo origen y sentido resulta más impreciso, más nebuloso, aquellas que brotan del ciudadano fallido que, al no pertenecer a clan alguno, se dirige a la pared.
IV EL SUEÑO DE LA RAZÓN
Antes que todo, ¿qué hace al transeúnte transformarse en generador de un signo visual? En mi opinión, el habitante-transeúnte, abrumado por la complejidad del nacer y ser en la agobiante palestra de la sociedad, decide, gracias a mecanismos que apenas él mismo comprende, enviar un mensaje más o menos cifrado a un destinatario que, en rigor, se encuentra fragmentado en los miles de ojos cuyas miradas resbalarán por el escenario urbano sin reparar concientemente en los signos que le salieron al paso. Pero el mensaje (dibujo, palabrota, o simple incisión) está ahí, producto de un arrebato controlado y posibilitado por la impunidad de la ciudad desprotegida. Y permanece ahí, a pesar del brochazo en blanco que pueda caerle encima por disposición municipal. Luego, el improvisado y fugaz “artista”, regresa a la deriva, reabsorbido por esa estampida de la que apenas pudo escapar el instante justo como para dejar un rastro en la pared. Así, el arte espontáneo de las paredes es en sí una alegoría del arte en general, en tanto esfuerzo por fijar un momento específico en la tormenta sin fin de la eternidad. Y he aquí lo maravilloso, cuando este arte rupestre post-industrial, que nace como atentado a la pulcritud y/o como simple bravuconada de un chico malcriado, deja atrás su espurio origen y alcanza, por una especie de dinámica autónoma de las formas por sí mismas, el rango de signo que ha de ser recogido, alcanzando, en definitiva, el status de obra de arte.
¿Cómo no conmoverse, por ejemplo, con ese diablejo cuyo corazón se transparenta en su tórax, y cuya cabeza ostenta aureola de santo? ¿Cuántos artistas de renombre consiguieron tal síntesis y con tal economía de medios? ¿O cómo no quedar al menos pensativo ante esas figuras yacentes, heridas o agonizantes? De alguna manera, en esas figuras sin fondo, en esos sujetos sin predicado, se filtra, en arquetípica impronta, el calvario de la humanidad entendida como unidad, igualmente estafada en cada rincón del planeta en el que las cuentas de vidrio del espejismo urbano compraron sin retorno la libertad del hombre “primitivo”.
A pesar de la obvia escatología, del erotismo procaz, y de otros lugares comunes que invaden también (¿cómo no?) este arte rupestre de la edad del plástico, puede ser un buen ejercicio el reparar en ese signo que a todas luces busca ir un poco más allá del escupitajo espontáneo. Gesto que, si bien no alcanza a los cimientos de la ciudad, sí alcanza -y remece- los recónditos cimientos de la psique humana. Y no me estoy refiriendo al graffiti multicolorido y circense encontrable hoy por hoy en toda ciudad que aspire al título de (post)moderna. El Arte con mayúscula que nos concita es ese otro, para el cual el color no importa porque simplemente no existe; Arte casi secreto, habitualmente denostado o confinado al ámbito de la psicopatología. Un Arte que brota sin plan previo -al menos en el terreno de lo consciente-, y que subsiste amparado en su bajo perfil y en su ausencia de pretensiones, al ir contra la corriente y despreciar, en nuestras propias narices, la autocelebrada cultura. Un Arte que nos recuerda, por si no nos habíamos dado cuenta, que la cultura está cansada y quizás sólo sobreviva en las sombras.
V LAS SOMBRAS
El nunca resuelto debate entre los historiadores del arte con respecto a si este fue primero naturalista o simbólico, se resuelve en el arte mismo, ya que toda figura trazada es lo que es, primero que todo, pero al mismo tiempo está relacionada con todo lo que nuestra mente la llegue a relacionar. La angustia y el misticismo recorren cada fibra de nuestro ser, no hay vuelta que darle, el arte de las cavernas nos acompaña desde antes de la invención de la memoria. Y si ninguna de estas disquisiciones pasó jamás por la cabeza del tunante que dibujó una cruz en un sórdido muro de estación -quizás sólo para paladear el irresistible sabor del pecado- junto a una posa cuyo líquido preferimos ni pensar de donde escurrió, resulta indudable que un soplo divino pasó por esa mano irreverente que muy a pesar de sí misma se detuvo un instante en el tráfago cotidiano y, presa de una irrefrenable “libertad en la fatalidad”(Maeterlinck) trazó los mismos signos que otros esbozaron a través de los siglos.
Resulta asaz significativo que la recolección (Pellejero prefiere la palabra apropiación) de esta serie, haya sido realizada apenas unos meses antes del descalabro que acompañó al derrumbe del gobierno del presidente Fernando de la Rua, dejando en claro que la violencia subyace como uno de los motores de la vida en su totalidad, y es anterior a circunstanciales brotes de violencia callejera (tan del gusto del periodismo). Un rostro que asoma torpemente dibujado, una rúbrica al pie de un espacio en blanco, son mensajes, admitámoslo o no, y tengamos o no tiempo para dedicarles. Después de todo, la multitud no deja (ni dejará) de crecer, moverse y desplazarse. Los trenes no dejan de irrigar humanos-hormigas hacia todos los rincones del nido colectivo, y Mariana Pellejero, transcurrida ya casi una década desde su encuentro con los muros de Estación Yrigoyen, continúa hoy rastreando huellas, su variedad, su belleza, su lenguaje.
Provincia de San Antonio, noviembre 2010.
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