MARÍA EUGENIA CHELLET. EL PERFORMANCE: UNA FORMA DE EXPONERSE A LOS DEMÁS
El Performance: Una Forma de Exponerse a los Demás.
De Las Mutaciones
Araceli Zúñiga
Diseño de columna: Federico Martínez Montoya
María Eugenia Chellet
Ciudad de México 1948
¡Mujeres en Acción! Investigación de Josefina Alcázar, piedra roseta para (intentar) acercarnos a los códigos del Performance en México.
A través de esta Serie documental de las mujeres en acción mexicanas, podemos conocer desde muy cerca el trabajo de artistas que trabajan enriquecidas y reinventadas a través de múltiples referencias personales. Hoy le corresponde a María Eugenia Chellet. Una clásica del Performance: Rosa de Sarón.
María Eugenia Chellet realiza sus primero trabajos de performance en 1989 y parten de la fotografía y el collage. Su obra tiene que ver primordialmente con el autorretrato, como una forma de explorar la identidad. Aborda el mundo mítico de las imágenes femeninas idealizadas en la pintura clásica, en el cine, en la historieta, en los pin-ups en la publicidad. Su obra es ritual autorreferencial. Ha incursionado en el performance “familiar” (esposo e hijo).
“El arte en general y el performance (arte-acción) en particular, han sido en mi vida la mano salvadora que me ha permitido ser y estar en el tiempo y en el espacio. A través de explorar el arte-objeto, la fotografía, la lectrografía, el collage, la instalación, el video, el arte-acción y el performance me percato que lo más importante para existir es el CUERPO. Mi cuerpo lo muestro en proceso contínuo, documentado, divinizado, mutilado, reemplazado y reinventado.
Este cuerpo es la proyección del ánima y del animus, de lo femenino y lo masculino, la conexión con el cielo pero sobre todo, con la tierra de los fantasmas del inconsciente arquetípico vuelto visible y traducido en imágenes prototipo, ideales alcanzables en el sueño del arte. Mi obra a veces irónica, a veces nostálgica está siempre ensimismada en mis retratos y autorretratos,muestra el tránsito de mi vida por otras vidas, encapsulada en mi propia red y al mismo tiempo crisálida.
Mi discurso plástico me enuncia presente en la historia del arte, desde la misteriosa Venus de la Corna del paleolítico, pasando por las hermosas venus como la de Boticcelli y la fetichizada Mona Lisa, las vírgenes cristianas del Renacimiento hasta las chicas pin-up que acompañaron a los soldados en la II guerra Mundial y las divas del cine de Hollywood grandes tejedoras de ensueños colectivos.
Mi obra parte de la fragmentación del collage y se integra en el arte-acción del performance, un arte del presente, anímico, sin estrategias, sin límites, se asemeja a la vida misma sin serlo porque puede extender o contraer el espacio y el tiempo. Es un arte extravagante, campo de cultivo para la teoría, la filosofía y la crítica, se puede conceptualizar pero no definir. Es un espacio en el que se ejerce el arquetípico anhelo de LIBERTAD TOTAL”.
AUTOCONFESIONES
LA DOSIS DEL PERFORMANCE
MARÍA EUGENIA CHELLET
El performance es una acción –requiere de un público— que parte de una necesidad interior de expresar frente a los demás una idea, un sentimiento, una fantasía o una obsesión de manera plástica; se trabaja con lo interno y lo externo, involucrando un tiempo y un espacio determinados.
En mi experiencia, además de su carácter expresivo y artístico, el performance tiene una parte terapéutica; de acuerdo con Alejandro Jodorowsky es un medio de sanación. He practicado el aspecto ritual del performance, y al hacerlo me he redimido. La reactivación del mito me ha puesto en contacto con verdades fundamentales y trascendentales.
Esta cita, retomada de un artículo que escribí para la revista Generación, me da pie a tratar de explicarme a mí misma y a los demás el por qué del performance en mi vida.
Cuando era niña y me encontraba cursando cuarto año de primaria en un internado de provincia en la ciudad de Querétaro, mi educación escolar se complementaba con la religiosa, de tal manera que un día fui castigada: tenía que estar hincada con los brazos en cruz frente al Cristo de la capilla hasta que él me perdonara. Al cabo de un buen rato de estar arrodillada y mirar la escultura fijamente me sentí cansada, pero firme en el propósito de lograr su perdón. No se me ocurría ponerme a jugar o hacer trampa pues nadie me observaba, era un acto solitario de conciencia y compromiso frente a Dios. De repente logré ver cómo el Cristo desprendía un brazo de la cruz y me indicaba su perdón, ¿lo aluciné?, ¿me lo imaginé?, ¿realmente sucedió? No lo sé, pero me sentí libre de culpa. Esta acción la tengo presente en mi vida.
Mi infancia transcurrió plena de puestas en escena ritualizadas, a cargo de uno de mis hermanos –diez años mayor que yo. Él escenificaba, encarnado en personajes como el muerto, la momia, Frankenstein, Drácula o el Hombre lobo, acciones de terror para divertirse. Ahora me pregunto si además del shock de adrenalina y la parálisis momentánea, yo intuía que se trataba de un juego perverso. Creo que no. Estos actos, en los que no distinguía la ficción de la realidad, se fueron presentando posteriormente, y ya bajo mi propia dirección me ponía en situaciones reales de peligro y miedo.
Para mi fortuna pude acceder a la posibilidad de ser artista, primero como fotógrafa y como musa: quería ver y ser vista. Suscitaba el deseo de ser eternizada en la pintura, pero también quería eternizar la vida en imágenes fotográficas. Treinta años de mi vida transcurrieron al lado de pintores bohemios y extravagantes que me proporcionaron el disfrute de actos violentos y excesivos, que yo interpretaba como acciones y vivencias vitales.
El performance de galería lo conocía por medio de libros, me impresionaron aquellos que hablaban de la experimentación del tiempo y del espacio, así como los que provocaban directamente al público. Tuve la oportunidad de viajar y, la verdad, las escenas que veía en la calle me impactaban tanto como los performances de galerías avant- garde. Recuerdo que me sorprendió el “arte performístico” del trapecio en una galería del Soho neoyorquino, así como los performances de un “solo” en Viena –descendientes de los accionistas. También me dejó huella presenciar los actos de jóvenes drogados vestidos de vampiro que deambulaban en una de las entradas del metro de París; mimos bebiendo alcohol en las calles; prestidigitadores urbanos que calculaban su acto con una precisión absoluta de una parada del metro a la siguiente; las prostitutas de Amsterdam, posando en vitrinas para ser vistas, y realizando actos de seducción.
Las temáticas de mis performances tienen que ver con aspectos de mi vida. Mi desarrollo artístico me llevó al collage y al autorretrato.
En la clausura de mi exposición “La maja soy yo” (1989), invité a Carlos Jaurena –miembro del Sindicato del Terror— a realizar un performance en el patio de San Carlos. Puedo decir que él y Pancho López son quienes han motivado en mí la posibilidad de hacer performance. Entonces no se impartían cursos ni se enseñaba su metodología, si es que ésta existe. Decidí, de manera autodidacta, expresarme en un terreno que, por supuesto, me daba mucho miedo y requería de una buena dosis de adrenalina.
En 1993 realicé “La pira”, en el Bosque de Chapultepec, para clausurar la exposición de Alejandro Pizarro, que era mi pareja entonces y quien también participó; así como una amiga íntima, la poeta Flora Camp. Era el primero para todos, y me di cuenta que hacer performance se interrelacionaba con lo que acontece en la vida personal: Si bien yo dirigía, la idea era trabajada entre todos, el proceso resultaba difícil y conflictivo, pues no faltaron unos días antes amenazas de cancelar su participación por motivos emocionales. Resultó agotador.
El performance ritual, que es el que mejor conozco, se apoya en investigaciones y lecturas para desarrollar una idea y conceptualizarla. Por ejemplo, “El azote”, presentado en el marco del Segundo mes del performance, en Ex-Teresa Arte Actual (1993), se trataba del exorcismo de las monjas para mitigar su histeria, ocasionada por el deseo sexual reprimido. También lo trabajé con mi pareja y con mi amiga Flora, fue devastador, dejé de verla durante dos años.
En el siguiente, “Cuento tricolor”, presentado en el marco del Cuarto mes del performance, en Ex-Teresa Arte Actual (1998), la propuesta era trabajar un “performance familiar”, además de mi pareja y mis amigos Flora y Miguel Corona, involucraba a mi hijo. Contaba el cuento de Caperucita Roja en una versión erótica, que culminaba en una orgía de la abuela libertina, con el Lobo, Caperucita y el leñador; el mobiliario era kitsch, elaborado ex profeso en cartón por Pizarro. En ese momento, hacer performance me pareció extenuante, el esfuerzo energético que involucraba era equiparable a una cerilla que se prende, destella mucha luz y se consume. Mis performances rituales requieren de producción, grabaciones, música, vestuario, ambientación, coordinación de participantes y dinero.
Retomé mis actividades plásticas, fundamentalmente, el arte-objeto y la instalación, sin embargo, la necesidad del performance es algo que se siente de manera física y emocional, al hacerlo me vacío y creo que en eso radica su aspecto terapéutico. Es quizás como el deportista que realiza la carrera para llegar a una meta y se prepara para ello. El performance, como bien lo señalan algunos estudiosos, involucra un proceso interior y una conceptualización: Por un lado se interrelaciona con la vida, el momento preciso en el que está viviendo el artista influye en el desarrollo de la idea, a veces obsesiva, a veces fugaz. Por otra parte, es necesario darle una forma que requiere de un desarrollo plástico, creativo. El performance es una manera de exponerse a los demás, de hacerlos cómplices, de compartir, de agredir; es una forma de sentir el estar aquí y ahora.
El último que realicé fue un “solo” para la clausura del taller de performance de Pancho López, en el Museo del Chopo (2001), se llamaba “El arte también se cocina”. Al conjuro de un aria operística destruía tres libros de arte de un pintor mediocre, con tres diferentes técnicas de collage: cortar, lacerar y rasgar. Para posteriormente cocinarlos en ollas con fuego, encendidas y sazonadas por mi personaje de diablesa. La idea había revoloteado en mi mente durante mucho tiempo: ¿podía llevarla a cabo en una caja arte-objeto o quizás en una instalación, en lugar del performance? No lo creo, porque en la interacción del performance queda la experiencia, sustancia central de la psicología; la experiencia otorga movimiento a las emociones, a la energía vital.
Actualmente el performance tiende a “comercializarse”. Se vende como una pieza repetible; el performer tiene un stock que puede presentar en diferentes espacios, como intérprete de sí mismo. Para mí, si bien es una acción plástica que requiere de un desarrollo intelectual y creativo, y del manejo técnico del propio cuerpo –respiración, movimiento y gestualidad, entre otros—, es también una forma de redimir las desesperanzas, obsesiones, fantasías, pesadillas, energías acumuladas en la infancia –nunca resueltas— y demás visitantes nocturnos de manera imaginativa, en la creación de un tiempo y un espacio propios. Es una forma de autorreafirmación.
(Continuará)
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Araceli Zúñiga Vázquez es investigadora/guionista de radio y televisión educativa (TV-UNAM, Radio UNAM, Radio Educación). Ensayista sobre ciberculturas y vanguardias artísticas. Asesora de proyectos transdisciplinarios sobre arte y multimedia. Miembro del consejo editorial de la revista virtual Clon, de la UAM Xochimilco. Miembro del Consejo del Instituto de Semiótica y Cultura de Masas, centro de investigación y análisis crítico, A.C., Member of IASS/International Association for Semiotics Studies. Curadora y promotora de videoarte, video independiente y video experimental. Coordinadora de las nueve Bienales Internacionales de Poesía Experimental, A.C. (La última en proceso).
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