RENZO TEFLÓN Y LOS DUENDES
RENZO TEFLÓN Y LOS DUENDES
“Al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre”
Federico García Lorca
Por: Marcelo Olivares Keyer
I INTRODUCCIÓN
La movida musical ochentera en América del Sur no sólo produjo una decena –o menos- de excelentes bandas, junto a un centenar de improvisadas y desechables agrupaciones para el olvido, dadas las evidentes potencialidades comerciales que la aclimatación de laNew Wave en nuestras tierras conllevaba desde la aparición de Virus, Lobao, Barao Vermelho y la Banda Metro en el inicio de la década. Eso sin contar a los que venían de los setenta, quienes, aunque ya treintones, eran lo suficientemente jóvenes como para entusiasmarse y dejarse llevar un rato por los raros peinados nuevos. También hubo una suerte de “clase media”, compuesta de unas cuantas bandas que si bien no remecieron cimiento alguno ni movilizaron tanta gente como para juntar suculentos ahorros para los días de vacas flacas, demostraron tener discurso propio y la suficiente claridad u osadía como para saber que no bastaba con imitar a The Police y/o The Clash, ir a la tele y así, tan fácilmente, dárselas de rockeros. Quizás el número de grupos que alcanza esta categoría también se acerca a la decena, y las hubo en toda la región, desde el Brasil hasta Chile (pienso en Kid Abelha e os Abóboras Selvagens, Don Cornelio y la Zona, Banda Pequeño Vicio, y unas pocas más), y sus canciones, que sobrevivieron dormidas en los pocos caséts cuyas cajas no se quebraron y cuyas cintas no se arrugaron, hoy, gracias al bienvenido traspaso de soportes hacia lo digital y de ahí a internet, se pueden escuchar sin fruncir el ceño e inclusive con cierta cuota de admiración o mejor dicho de complicidad.
No es sorprendente que a la música producida en Uruguay le haya costado irradiar más allá del Plata; semiocultos entre dos países de dimensiones colosales, los músicos y melómanos uruguayos conocen bien las dos caras de esa moneda: Pueden libar en primera fila de dos focos culturales peso pesado, pero al mismo tiempo lo creado en la pequeña república oriental rara vez resuena en los demás países del barrio. Fuera de la época del tango, por cierto, en la que varios orientales se encaramaron al panteón de la edad dorada, sólo Los Iracundos llenaron teatros en toda América.
II MARCO TEÓRICO
En 1985, alguien en Montevideo tuvo la buena idea de lanzar al mercado un long play (vinilo de larga duración) que incluyese canciones de casi todas las bandas emergentes en el país. El disco, una inteligente manera de afrontar la realidad en un mercado pequeño, se llamó Graffitti, y resultó tan bueno que no sólo se vendió en la otra orilla del estuario y dio para una segunda versión, sino que llegó –por ejemplo- hasta un par de disquerías de Santiago de Chile, en donde, junto a los codiciados discos de The Cure, Sumo o Los Prisioneros, no desentonaba para nada. Sin ir más lejos, fue en la disquería Fusión –a donde íbamos, dada la escases de circulante de la época, a mirar discos (y no es chiste)- en donde no sólo lo pude mirar, también me dejaron escucharlo y yo, de puro tonto (o de puro pobre) no lo compré.
En Uruguay el disco al parecer fue un batatazo; su esperable eclecticismo permite tomarle el pulso a la variedad dentro de la unidad. Entre tantas formas de sentirse post punk, desde la más grave y gótica hasta la más festiva y liviana, la canción que saltó a las radios, y ahí se quedó hasta la saturación, fue una titulada Himno de los Conductores Imprudentes, más conocida como la “canción del puré”, obra y gracia del grupo Los Tontos.
Como suele suceder, la canción de marras no era la mejor de esta banda de tan poco glamoroso nombre, pero su letra desquiciada y su estribillo hinchapelotas sirvieron para que Los Tontos adquiriesen fuerza propia y – aprovechando la ola de los quince minutos de fama- darse el lujo de grabar dos álbumes (Los Tontos, 1986, y Tontos al Natural, 1987); el segundo más cargado al ska estilo Madness y con menos matices que el primero. Y no sólo eso, también tuvieron su propio programa de televisión, “La Cueva del Rock”, en el que presentaban bandas en vivo, y –cruzando la pampa y la cordillera- tocaron una noche de invierno de ese 1987 en el Teatro Providencia de Santiago de Chile junto a los locales Valija Diplomática. Esta vez, a mis veinte años de edad, si que no lo dudé: junté las monedas, crucé la ciudad, y los vi.
Era un típico trío new wave a lo Police: un bajista vocalista (Renzo “Teflón” Guridi), un guitarrista piola (Fernando “Calvin” Rodríguez), y un baterista, (Leonardo “Trevor Podargo” Baroncini) quien, dicen, tenía que andar disfrazado porque era oficialmente baterista de Los Estómagos, la otra banda que la rompía en el Uruguay. Es difícil creer que nadie se haya dado cuenta de esta doble militancia del baterista, pero la historia suena divertida, como lo suenan todas las canciones de Los Tontos, quienes no fueron los únicos en considerar las letras de canción como un propicio terreno para la joda (en España hubo varios grupos con vocación humorística, pienso en este momento, por ejemplo, en los Ilegales, la excelente banda asturiana liderada por el cáustico Jorge Martínez), pero a diferencia de lo que hacían desde Buenos Aires grupos como Los Twist, con su propuesta de fiesta permanente, parodia y vodevil, en las letras de Los Tontos, y en la manera de cantar de Renzo Teflón, predomina un aire de crispación y de historieta, el relato de un hombre solitario e irritado, cual Johnny Rotten clase B.
III METODOLOGÍA
Tras dos álbumes que podríamos considerar exitosos, vino la tradicional lucha por el liderazgo entre “Podargo” Baroncini (el de la supuesta doble vida) y “Teflón” Guridi. Renzo dio un paso al costado, y lo que quedó de Los Tontos sacaron el disco “Chau Jetón”, cuyo título homenajea al ex compañero, mientras este saca bajo la manga su primer álbum solista con el escueto nombre de Je-Je (1988). Basta escuchar estas dos producciones rivales para darnos cuenta de qué lado quedó el talento: mientras lo que quedó de Los Tontos hicieron un álbum casi igual al anterior, igual de estridente y plano, sin exploración alguna, Renzo Teflón comprendió en el acto que –a pesar del fin de los quince minutos de fama, o quizás justamente por eso- habitaba el momento exacto para cruzar el umbral e iniciar su propia obra.
Si a Los Tontos se los puede incluir en la clase media del rock-pop suramericano de los años 80, Renzo Teflón en solitario resulta más difícil de clasificar, ya que pertenece a la “familia” de los músicos que, brotando del panorama ya descripto, dieron con su mejor tono –más original y de mayor peso artístico- cuando ya se apagaban las a menudo forzadas luces del mal llamado “Rock Latino” (de rock muy poco y de latino ídem).
De todos los integrantes de bandas de hace treinta años que hoy circulan como cantautores, y que además de este dato neutro traspasan la línea de la medianía y constituyen un verdadero aporte en la desdibujada –pero existente y variada- escena sudaca, para mi gusto son dos los que han sabido mantener vivo el fuego distintivo de la década que los vio nacer como artistas, conservando los pies en la tierra y la mente en la realidad tangible, a pesar de los embates del actual imperio de lo virtual. Ambos provienen de ciudades portuarias del lado Este de la “Mar Dulce”, como algunos llamaron al estuario del Plata en el siglo XVI. Me refiero a Wander Wildner, gaúcho de Porto Alegre, y por supuesto a Renzo Teflón, hijo de Montevideo, motivo de este artículo, quien desde su primer disco solista, el mencionado “Je-Je” de 1988, cortó amarras con el humor por el humor y de un portazo se desmarcó de las fiestas del regreso a la democracia, iniciando una seguidilla de intentos de bandas (Glitch, Drinkin´ Boys, Los Tontos Descafeinados, Fachos a Gogó), rápidas disoluciones, coqueteos con la actuación, pasos en falso, etc. “No pegué una” sentencia. Sí, quizás “no pegó una” durante veinte años, pero eso sólo desde la perspectiva de la música popular entendida como parte del negocio de la entretención (la basura que predomina en las radios y en la tele), ya que todo artista celoso de su integridad como tal, que además le tocó nacer -y eligió permanecer- en un país subdesarrollado, ajeno a las burocracias oficiales y reticente a sumarse a alguna de las infaltables reivindicaciones sociales de hoy, irá a parar al redil de lo marginal, en donde, si los pesos faltan y los pocos aplausos hacen eco en el vacío, al menos se respira a manos llenas libertad, ingrediente fundamental del acto creador, manteniendo de paso los egos de artista en su justa medida, sin la confusión desvirtuadora de la fama.
IV IMPACTO SOCIAL (DESCONOCIDO)
En lo que sí Renzo Teflón se suma a los tiempos que corren, es en su eclecticismo. En estos tiempos en que todo vale y las fronteras de género son algo del pasado, la obra tefloniana ha ido de lo rockero a lo tecno, del hip hop a lo experimental, de la poesía a lo instrumental. Con el dúo Fachos a Gogó consiguió cierta estabilidad (dos o tres álbumes) y, me parece, alcanzó un nivel de excelencia, ápice refrendado en su álbum solista Unknown, del 2013. Pero a pesar de la manifiesta evolución en lo que respecta al sonido y la música (de buenos músicos y técnicos el mundo está lleno), el plus del señor Guridi es y será su poesía, sus letras desconcertantes (contra el consumismo, contra el negocio de la música, contra el pasado, contra una ex novia, etc.), rabiosas, plenas de invectivas y resentimientos varios, rebosantes de esa amargura que acompaña -admitámoslo- a la lucidez cuando ya frisamos el medio siglo y no nos interesa agradar a nadie.
Como declarado discípulo de Leo Maslíah, Renzo Teflón es sólo un humorista aparente, bajo sus peroratas y confesiones de tono nihilista y escéptico, sus giros sorprendentes y su fraseo rápido, entreteje un discurso que va más allá de la cada vez más manida crítica social (cualquiera lo hace hoy sin riesgo alguno) hasta desembocar en la autocrítica, más difícil y por lo tanto menos cultivada. Como un duende, mastica verdades en un rincón obscuro, y como un terco poeta post-todo, no le hace el quite a la tristeza y varias de sus canciones resultan verdaderos homenajes a la amargura. También, como un duende, parece no existir.
En Montevideo también nació, aunque un siglo antes, Isidore Ducasse (alias “Conde de Lautreamont”), ese desconocido poeta cuya escasa obra reapareció cuando de su autor sólo quedaba una dudosa fotografía y un libro singular (Los Cantos de Maldoror). Entreveo nexos entre Isidore y Renzo: el tono de hastío y las invectivas. También la amplitud y la originalidad de perspectiva, así como el ocultamiento y un aparente “no estar”. ¿Cuál es la causa y cuál la consecuencia?
Marcelo Olivares Keyer
El Quisco Sur, junio 2017.
Música de poco progreso asida
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