EL PUNK LÍRICO DE “TELEVISION”
EL PUNK LÍRICO DE “TELEVISION”
Por Marcelo Olivares Keyer
I SALIENDO DEL TEATRO ORIENTE
Que una banda se aventure a venir al sur del mundo conservando tres de sus cuatro integrantes históricos a cuatro décadas de su gestación, ya constituye un mérito en esta época en que circulan por los teatros del orbe tantas bandas que de su formación original sólo pueden esgrimir el nombre y uno o dos integrantes, verdaderas estafas itinerantes engañando a incautos en este mundo cruel. No es el caso de este cuarteto neoyorquino liderado por Thomas “Tom Verlaine” Miller (New Jersey, 1949), guitarrista y cantante cuya voz quebrada y exquisitas composiciones – germinadas en plena eclosión punk pero diferenciándose claramente de lo que comúnmente se espera de esta denominación- constituyen una joya o secreto a voces de lo que se puede alcanzar si se alinean convenientemente factores cada vez más divergentes: Rock, Arte y Experimentación.
En el principio de los principios, o podríamos decir en su etapa embrionaria, pasó por esta banda el cáustico Richard Hell, pero más temprano que tarde siguió su propio camino intentando otras agrupaciones hasta por fin hacer lo verdaderamente suyo con The Voidoids, mientras Television encontraba su alineación perfecta con –aparte del “jefe” Verlaine- Billy Ficca, Richard Lloyd y Fred Smith, conformando un cuarteto que circuló durante la segunda mitad de los años 70 por los mismos pequeños escenarios a los que se subieron las demás bandas que construyeron ese fenómeno hoy tan estudiado llamado punk-rock. Pero Televisión se diferenció claramente desde un principio (o, en estricto rigor, desde que se fue Mr. Hell, verdadero adalid del punkismo inicial) en base a apuntar más alto, hacia un lirismo descaradamente bello, antítesis del simplismo depurador que definía al resto de la escena.
Mil presentaciones ante exiguas audiencias, y dos long plays, es lo que quedó de aquel feliz lustro (periodo en el que, no por nada, el rock como fenómeno amplio alcanzó la cima de sus posibilidades antes de entrar en el largo –y afortunadamente gradual- descenso hacia su fértil desintegración). Con respecto a esos dos álbumes -Marquee Moon (1977) y Adventure (1978)- ya se ha derramado bastante tinta en la prensa especializada, y los elogios para con el primero seguirán ramificándose mientras haya un par de oídos al mismo tiempo rockeros y refinados por los que aún no se haya colado esa obra maestra si las hay. Por mi parte me limitaré a confesar que alguna vez, reunidos varios escuchadores de buen rock, prodújose un debate en el que, tras varias exposiciones y unas cuantas cervezas, coronamos a Marquee Moon como EL MEJOR ÁLBUM DE TODA LA HISTORIA DEL ROCK, veredicto que nadie cuestionó y que hoy –a casi dos décadas de tan solemne y quizás delirante jornada – en lo personal sigo sosteniendo. Adventure, por su parte, funcionaría como una digna segunda parte o, si se prefiere, epílogo, con dos o tres canciones de antología. Luego vendrían las obras individuales (Verlaine posee una ingente producción solista para zambullirse con tiempo), las rejuntadas, los álbumes tardíos, etc. Pero lo grande ya estaba hecho, y la tierra podía seguir girando.
II FINEZA NEOYORQUINA EN LA FINA PROVIDENCIA
La presentación del jueves pasado en el Teatro Oriente fue el sueño del pibe para quienes esperábamos desde hace años a estos sobrios señores. De partida, interpretaron, a pedido del público seguramente, Marquee Moon casi completo; pero tanto o más que el repertorio soñado, fue el conjunto de todos los factores que constituyen un concierto lo que anduvo a la perfección; en este sentido el Teatro Oriente es una joya que tenemos los santiaguinos y que tendremos que rogar al cielo que subsista por los tiempos de los tiempos para poder seguir viendo a las buenas bandas así: sin altos escenarios distanciadores, sin estridencias, sin rejas entre los artistas y el público, sin guardias, en fin, a distancia humana. Y esta distancia humana se notó en la concentración reverente del público, en ese deleite que se puede sentir en el aire cuando la alta calidad se despliega con toda la calma que el buen arte precisa para mostrarse en toda su magnitud.
Television había venido hace tres años a Santiago y tocado en una discoteque, pero en general quienes fueron a los dos conciertos opinan que el segundo estuvo mejor, que la lista de canciones fue impecable, y que el distintivo entrelazamiento de guitarras (marca registrada y superlativa de esta banda y seguramente fuente de inspiración para grupos posteriores como The Smiths), con un eximio Jimmy Rip reemplazando a Richard Lloyd, alcanzó la cota sublime de la que todos queríamos libar en directo, arrellanados en nuestras cómodas butacas, viendo – y sobretodo escuchando- a estos gringos maestros recorrer todo el arco del rock entendido como arte: desde la perfección de las canciones plenamente reconocibles, hasta la improvisación más libre a la hora de crear, evocando conjuntamente los fantasmas de Lou Reed o Syd Barrett, o más ampliamente aún, desde el áspero banjo de un buscador de oro del siglo XIX hasta los albores de la experimentación electrónica setentera.
Es comprensible que después de décadas de entrevistas y artículos, a estos muchachos les incomode el mote de “punk”, máxime considerando que lo que terminó asociado a este concepto fue principalmente la simpleza de The Ramones y/o la anarquía politizante de sus émulos ingleses, formulas hoy reducidas a su mínima expresión por los miles de banditas que hoy hacen un híper trasnochado e inofensivo “punk rock” de cuarta. Pero no queda otra, Television es una banda punk, pero de los inventores del género, próceres que a mediados de los 70 echaron abajo la torre de marfil del rock pesado y refundaron el rock rescatando su escencia: el sentimiento de que el mundo se desmoronaba y que el sonido del derrumbe era el material con el que se debía fundar una nueva sensibilidad.
Si el mundo finalmente se desmoronó o no a finales de los años setenta, es algo que nos llevaría a una discusión infinita, la que probablemente desembocaría en un callejón sin salida o en un acantilado cortado a pique. Lo bueno de todas estas ambigüedades es que el arte se eleva por sobre ellas como las puntas de una campanario en medio de una ciudad de provincia, y las obras maestras de la música sobreviven al tiempo amparadas en el doble filo de las tecnologías, cuando ya sus autores no respiran ni caminan sobre el globo terrestre. Pero estos músicos todavía están entre nosotros, y se les puede ir a ver y escuchar a un viejo teatro en una noche de invierno. Y viéndolos uno se dice: Pensar que estos tipos salieron de parranda con Joey Ramone y Patti Smith, compusieron canciones con Richard Hell y le dieron clases a Talking Heads. Uf, había que estar ahí.
Todavía andan dando vueltas por ahí algunas de las grandes bandas de esa década clave para el rock que fueron los años 70, me refiero a las de verdad y no a las que sólo pasean un nombre y dos integrantes. Por eso cuando el jueves pasado salí del Teatro Oriente y caminé por av, Pedro de Valdivia hacia Providencia, me sentí tan recondenadamente bien, y cuando llegué a la esquina de Providencia y en la diáfana luz de la noche de agosto parecían disolverse las luces de los semáforos, encontré que Santiago y el invierno eran el lugar y el momento perfecto por el que los hados del arte habían pasado una vez más.
Marcelo Olivares Keyer
Ñuñoa, agosto del 2016
Enviar un comentario nuevo