El fracaso como estilo
El fracaso como estilo
Carlos Yusti
Tengo un amigo que es una extraña máquina para la producción en serie de fracasos. Es poeta, pero nunca ha resuelto publicar una plaqueta o un libro como es debido. Sus amigos lo han incluido en algunas antologías y en una que otra revista. Del resto sigue en el activismo del desaliño, merodeando en bares de mala muerte y en algún café te aborda y saca su fajo de hojas sueltas (garrapateadas con esa letra hormigosa de la neurosis) para leer sus poemas, al tiempo que te gorrea los bebestibles y los comestibles.
Estuvo casado y era profesor en alguna universidad. Pero ahora vive solo y trabaja en lo que puede. Su actitud de naufrago recurrente le ha acarreado todos sus deslices existenciales. Ha ido de aquí para allá y la escritura parece ser su única conexión con la realidad. Aunque esto sea un poco impreciso. Uno lo mira y puede notar que está carcomido por sus pensamientos, que las ideas lo trabajan hasta la desnudez del vacío. Aunque parece un hombre confuso mi amigo está claro y quizá le sucede como a Clarice Lispector: “…] en fin, qué hacer sino meditar para caer en aquel vacío pleno que sólo se alcanza con la meditación. Meditar no tiene que dar resultados: la meditación puede verse como fin de sí misma. Medito sin palabras y sobre nada. Lo que me confunde la vida es escribir”.
El otro día me comentó que su novela estaba bastante adelantada y sacó de su bolso de tela una serie de cuadernos escolares. Sin duda tampoco la terminará y de editarla ni hablar.
Cuando de escribir (o cualquier otra actividad artística) se trata fracasar es una tentación bastante sugestiva. Se ha dado el caso de escritores que a pesar de poseer un dominio de la técnica son los eternos relegados. Son como dejados al margen de los premios, reconocimientos y demás prebendas del mundillo cultural. Si por una rara casualidad son celebrados (o premiados) sus cohorte de incondicionales pierde interés por sus rarezas y se diluye en esa fama de los 5 minutos de “otro más del montón”.
Mi amigo ha querido involucrarme en distintos proyectos de su autoría (editar una hoja volante con poemas y repartirla de puerta en puerta, diseñar una página web cuyas secciones estén vacías, elaborar una revista literaria que sólo contenga anuncios y publicidad, llevar a cabo una exposición/instalación de poemas sin terminar en las paredes de la sala). Siempre con estudiada sutileza he rehusado en primer lugar debido a que intuyo en que él abandonará, con alguna excusa tremendista, el proyecto. En segundo lugar por que su desinterés y morriña será tal que me dejará todo el trabajo a mi solo
A esta capacidad de mi amigo de no concluir nada le ha denominado como síndrome del punto final. Sus causas sicológicas son algo inciertas y no creo que sea un temor al fracaso o al éxito, sino mas bien una desazón sobre el resultado final, un mantener esa incertidumbre sobre la obra inconclusa. Esto me lleva a recordar esas esculturas aplazadas de Miguel Ángel, en las cuales las figuras hacen como un esfuerzo por salir del bloque de mármol (o de piedra) con una quieta furia. Por supuesto están algunas novelas de Franz Kafka que se quedaron como en el aire sin un final que las redondeara del todo. En nuestro país tenemos dos fracasistas emblemáticos en Rafael Bolívar Coronado quien firmó sus textos con más de 600 seudónimos; es decir que escribió mucho y nada al mismo tiempo. El otro fue Félix E. Bigotte un genio que se pierde de vista y del cual Francisco Javier Pérez ha escrito: “Infeliz por definición y fracasado por derecho, toda la fuerza de su esforzado empeñó se va a traducir en la más poderosa de nuestras intenciones sapienciales del siglo XIX que, habiendo ascendido a las esferas más alta, desciende para hundirse en el fango más bochornoso de lo ruinoso”.
La lista de escritores frustrados y que se suicidaron al no encontrar editor no se conoce a ciencia cierta, si acaso uno pocos nombres logran colarse como el del escritor John Kennedy Toole, quien utilizó el monóxido de carbono luego que su novela fue rechazada por varios editores. Creyéndose un fracaso tomó la espeluznante resolución de abandonar este mundo un día de marzo. Era hijo único. Su madre devastada y para salir del pozo de la aflicción decide hacer las gestiones necesarias para publicar el libro. Luego de varios años de batallar lo logra. El libro obtiene el Pulitzer y Toole el reconocimiento póstumo.
Mi amigo nada de suicidarse. Su temperamento tira más a la comedia, pero esta anotación del escritor Julio Ramón Ribeyro le cuadra a la perfección: “3 de marzo La sensación de fracaso en la que permanentemente me encuentro reside en haber querido establecer un compromiso entre los «placeres de la inteligencia» y los «placeres de la vida». He querido llevar una existencia intelectual, pero sin renunciar a las perspectivas de una vida holgada, cuando teniendo en cuenta mi escasa capacidad de acción, la obtención de uno de estos objetivos apareja el sacrificio del otro. De este modo, careciendo de fortuna y no poseyendo un gran talento, estoy condenado a ser un mediocre vividor y un escritor mediocre”.
En el fondo envidio a mi amigo. Yo tan preocupado por perfilar una obra, de tener un horario para escribir, de leer para aprender desde la práctica de otros escritores ese quehacer con las palabras. Mi amigo sigue allí en la acera contraria, despreocupado de su obra, sin horario. Percibo en su actitud en que es poeta incluso a su pesar, pero no puede evitarlo y aparte de la conjura exterior, de ese imperceptible sabotaje externo él mismo escamotea su obra, se coloca obstáculos para que se le haga más sencillo borrarse. Ese bello texto de Matsuo Bashô podría ser su inexplicable tarjeta de presentación:
Al despedirme,
escribí algo en el abanico,
pero lo borré.
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