Un santo patrono llamado Cabrujas
Un santo patrono llamado Cabrujas
José Ignacio Cabrujas
Carlos Yusti
Cuando uno es joven y lector comete muchas insensateces. Una de ellas puede ser leer teatro. Otra es merodear por una escuela de teatro no para ver obras, sino a las actrices y empaparse un poco de ese limón que es la vida bohemia y que actores/actrices saben exprimir como nadie. De insensatez en insensatez me encontré de pronto metido en un grupo de teatro amateur. No actuaba, no cantaba y mucho menos bailaba, pero había leído mucho teatro y algunas libros de teoría teatral y eso fue suficiente. Como era lógico (de anteojito hubiese escrito Cabrujas) yo seguía detrás de las actrices sin éxito. Lo bueno de esta etapa fue descubrir a José Ignacio Cabrujas.
En uno de esos desplantes retóricos que Ibsen Martinez acostumbra, escribió: “La ignorancia y la beatería provincianas, de la mano de la improbidad intelectual de nuestra peor “crítica cultural” amateur, han querido, de un tiempo a esta parte, hacer de José Ignacio Cabrujas una voz de la tribu: un oráculo, un santo patrono. Nada más risible a mis ojos. Nada más descaminador, creo yo”.
Uno que es un amateur con todas las de ley enseguida salta y escribe: te pelaste señor escritor profesional. Cabrujas es un autor que la cultura oficial no sabe donde colocar. Autor teatral con buenos auspicios, escritor de telenovelas un pelín más arribita que Delia Fiallo, ensayista mortificado a la usanza de Don Mario Briceño Iragorry y con un estilo algo tosco sin la parafernalia culta y sonora de Uslar Pietri. Articulista pendenciero con un humor entre el costumbrismo y la radio róchela, con toda la ironía del caso. Oráculos hay mejores que Cabrujas y si los gacetilleros culturales, beatos de provincia sin más, echan mano de Cabrujas es debido a que no hay otra cosa y en semejante desierto intelectual, ante tamaño arenero sin pirámides Cabrujas es mejor que cualquier académico de postín. Además Cabrujas es el intervalo cultural (entrecomillas) entre telenovela y telenovela. Este texto tómenlo como un cirio encendido.
El Cabrujas que en lo personal me interesa es el articulista de prensa (o para definirlo mejor el ensayista de prensa). De alguna manera redimensionó el ensayo y no por los temas, sino más bien por ese estilo desfachatado y directo que no rehúye la polémica, la crítica ácida, el humor retorcido y con algo de escena burlesque y un ritmo, una especie de poética donde la vida se incorpora al texto como un rito de equívocos, como una comedia de enredos, especie de Shakespeare citadino y de segunda categoría. Cabrujas supo conciliar un conjunto de elementos para realizar una radiografía de nuestro acontecer como país. No hay piezas sueltas en su escritura diletante/disertante. Cabrujas tuvo claro que escribir es resultar a veces molesto, engreído. Es retorcer el lenguaje hasta sacarle sus nutrientes nuevos luego que políticos, heroínas de telenovelas, mises (y todo bicho uña que mariposea por los medios) ha dejado sólo un bagazo informe de lugares comunes y adequidad sin parangón en la historia patria.
A través de una escritura circense, fraguada en una cocina combinatoria, Cabrujas dio cuenta de esa adequidad que de alguna manera nos ha definido, supo escarbar en ese terreno abonado de política barata que hoy todavía dura y sólo ha cambiado la chaqueta por la boina con chatarreras, no por azar escribe en su texto mensaje al adeco oprimido: “De milagro, no comienzo este artículo llamándote compañero, estimado adeco oprimido y sojuzgado. Así tendré la conciencia. Así andará la hora. A Acción Democrática pertenecemos todos, como te ha venido constando en la vida. Unos más, unos menos, apóstatas o fundamentalistas, herejes o militantes, fieles o renegados. Es lo que llamaba Pushkin, «el alma nacional», refiriéndose a las tristezas esteparias y a los abedules invernales, dado que en Rusia no hay torditos ni mucho menos mastranto. Suele manifestarse en las parrilladas de caney o en las bodas generosas, cada vez que un venezolano expande el pecho y mira el entorno con la intención de amar la patria o lo que hace sus veces, aunque sea paisaje”.
Pero la burla que tritura y socava no se queda allí y más adelante arremete: «Alguna vez se dijo que un partido era el pueblo organizado, pueblo y tendencia, gente y proyecto. No ha dejado de ser éste el extremo de la democracia o lo que es igual, la necesidad de creer en un programa, en una acción construida sobre la historia. Cuando alguna vez se estudie este pedazo de vida, más allá de sus inmediatas consecuencias, el historiador, o quién sabe si el cronista, encontrará una formidable paradoja, esto es, nadie quiso hablar de instituciones, nadie creyó en lo que se había organizado o construido. Una costumbre de treinta y cuatro años se olvidó en cuarenta días».
Lo que escribe Cabrujas tiene una pesadez que muchos historiadores quisieran, pesadez en el sentido de la fuerza y contundencia no en el del aburrimiento y el bostezo. Uno de sus textos emblemáticos es La viveza Criolla. Destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor en el que escribe:
“Así como creemos en el hierro de las caraotas, creemos que somos un pueblo vivo en el sentido de astutos, de pícaros, de una gran destreza y de una gran habilidad. Hemos asociado la palabra vida, palabra hermosa, y la llegamos a confundir con viveza, pensamos que estar vivos es hacer una picardía, decir que una persona es viva o está viva es porque está en algo, está haciendo algo. Nuestra historia niega eso, ¿cuándo fuimos vivos?, ¿qué hicimos para merecer ese calificativo? Basta ver el país, ¿dónde está la vivezas de un país que despilfarró 250 mil millones de dólares en veintitantos años?, ¿cuál es la viveza de un país que se encuentra en este atolladero gigantesco, después de despilfarrar una de las más colosales fortunas que se pueda alguien imaginar?, ¿cómo entender que el Presidente nos diga a cada rato que esta es la peor crisis financiera que pueblo alguno haya vivido desde que en Génova, en 1604, se inventaron los bancos?»
Cabrujas termina por comparar al vivo criollo con Bolívar que es todo lo contrario: «El Libertador es sublime, nadie lo describe como astuto, como pícaro, se pondera su inteligencia, su talento, su genio, es un ícono moral, es un hombre sublime, enfrenta la vida y los venezolanos amamos contar esa historia, enfrenta su vida con pasión, con sentimiento, con fuerza, es una persona de la cual esperamos siempre que la historia nos confirme gestos de un inmenso poder moral, por eso lo hemos exceptuado, hemos llegado a ese convenio, nadie sabe cómo fue Bolívar, pero hemos llegado al convenio social de colocarlo como un paradigma, es nuestra única atadura con lo sublime y lo elevado». Nuestro espejo no es Bolívar, sino Francisco Rodríguez del Toro, como lo demostró la historiadora Inés Quintero en su libro El último Marqués.
Otro elemento que Cabrujas incorpora en su escritura ensayística es ese pequeño sainete en la cual personajes reales conversan:
«Rosita Vilariño, la secretaria de Canache Mata descendió apresurada las escaleras del CEN en dirección al tercer piso y tras una carrerita urgida, alcanzó la entrada de la sección de Archivos y Correspondencia.
De inmediato la indispuso un súbito olor a naftalina que parecía brotar de los estantes y de los documentos allí depositados. Neptalí Contreras, el responsable de la sección, un viejecillo de aspecto risueño, casi dickeniano a juzgar por las antiparras y los pantalones sostenidos por anchas elásticas, acababa de abrir su viandera hogareña y estaba a punto de comer una repugnante ensalada de atún y zanahorias ralladas que había dispuesto sobre el pesado escritorio, junto a un tazón de pálido café con leche. Rosita identificó los aromas y perdió el apetito al comprobar, más allá de las emanaciones de naftalina y el óxido marino proveniente del atún enchumbado, que Neptalí Contreras olía a tumba irlandesa.
Conteniendo la respiración se atrevió a preguntar:
—Maestro Contreras, ¿no tiene usted a la mano una copia de las bases programáticas del partido?
Neptalí dio un respingo, estornudó zanahorias y con gesto vago digno de bibliotecario jefe del Gran Elector de Sajonia, alzó ambas manos y dijo sorprendido:
—¿Que si tengo las bases programáticas del partido?
—De parte del doctor Canache —susurró la Vilariño, como si necesitara escudar una malcriadez.
—Hija, la última copia que aquí tuvimos de las bases programáticas del partido, la usó el compañero Tabata Guzmán para ventear una parrilla en el patio trasero del edificio hacia 1965, si mi memoria no me falla...»
De alguna manera su estilo ha dejado su huella, uncluso en el mismo Ibsen, pero en el fondo era como su personaje Pío Miranda, tenía esas motificaciones lapidarias a flor del piel, un descreído amante de la vida que trató de encontrarle al drama su lado risible. Su gran lección es la burla como contra y escudo para enfrentar toda esa parafernalia del Poder y sus acolitos. Contra ese énfasis protocolario con el cual buscamos barnizarlo todo para que tenga pompa y pueda ser enmarcado en la historia. Uno que es un amateur a tiempo completo (y en todo) aprendió de Cabrujas ese guiño al lector para que se reía de si mismo y reflexione sin que eso sea un punto de honor, un quitame esta pajita del hombro como escribiría Cabrujas. Un escritor debe ser un aguafiestas y en ese sentido él lo fue en todo momento y eso se agradece.
Cabrujas lo escribió sin tanto espevamiento: «Después de todo, mi oficio es el drama...» Y su escritura tiene ese toque para que que el drama duela menos, para que el drama vaya por esa verada donde el sentimiento no sea subrayado y las lagrimas no sean las del cocodrilo.
Nota Bibliográfica:
El texto de Ibsen Martinez fue tomado de su artículo Acto cultural de José Ignacio Cabrujas, publicado en el periódico Tal Cual (Domingo 23 de enero 2011).
Los textos utilizados de Cabrujas pertenecen a su libro El país según Cabrujas, Caracas: Monte Ávila, 1992.
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