El quiosco de Baudelaire
Carlos Yusti
Dibujo de Baudelaire
De joven uno era perseguido por esos fantasmas eternos de la poesía como Baudelaire, Lautremont, Verlaine y Rimbaud. Eran poetas, pero también eran personajes trágicos de ese gran teatro que era la poesía moderna. Uno quería vivir esa vida, deseaba estar al borde del abismo de los vicios y broncearse la piel con el sol nocturno de la melancolía. También uno anhelaba escribir poemas rotundos, sentar a la belleza en las rodillas y escupirla, sembrar un jardín con muchas flores malignas y ennegrecidas por el mal. Pero el genio y el talento para la poesía no se encuentran a la vuelta de la esquina ni en la barra del bar, ni en la nerviosidad nocturna y cortante de los suburbios. Muchos terminarán como borrachines sin obra, otros como poetas municipales y los más inconstantes acabaran quemando sus poemas y aceptando algún cargo burocrático en una dependencia del estado. Salvase de la poesía podría ser la consigna. Aunque Enrique Vilas-Mata asegura que lo dicho por Rimbaud “Hay que ser absolutamente moderno”, es la frase que ha dejado sus consecuencias irremediables, que ha marcado a tanto poeta mediocre que no cesan en su empeño de llegar a esos abismos baudelerianos a través del poema.
En su tiempo Baudelaire tuvo sus críticos de rigor. Quizá fue Sainte-Beuve el que más se acercó a un poeta que también quiso vestirse con la piel del dandi y por ese motivo escribió: “M. Baudelaire ha encontrado la manera de construirse, en el extremo de una lengua de tierra considerada inhabitable y más allá de los confines del romanticismo conocido, un quiosco raro, decorado, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso, donde se lee a Edgar Poe, donde se recitan sucesos exquisitos, donde nos embriagamos con hachís para después reflexionar sobre ello, donde se toma opio y mil drogas abominables en tazas de porcelana muy fina. Ese quiosco peculiar, hecho de marquetería, de una complejidad ajustada y compleja, que desde hace tiempo atrae las miradas hacia la punta extrema de la Kamchatka romántica, yo la denomino la folie Baudelaire”. Esto le sirvió como punto de partida al escritor italiano Roberto Calasso para escribir “La folie Baudelaire”, libro del que Christopher Domínguez Michael acota: “…La folie Baudelaire insiste en el carácter “conservador” de la revolución de Baudelaire. Nutrido de Joseph de Maistre y de Chateaubriand (quien habría nombrado por primera vez a “la modernidad” en una aduana de Württemberg en 1833), aprende de ellos el secreto de la innovación anacrónica, la capacidad de traducir aquello que parece provenir de una lengua muerta. Y por ello, estando Baudelaire comprometido con la causa romántica, vocero público de Delacroix, en realidad debe a Ingres, el anacrónico capaz de restaurar modos y colores de la Edad Media, su verdadera fidelidad. Así como Ingres lee, en verdad, la Odisea y detecta el momento en el cual Tetis ciñe la cintura de Zeus y le alcanza la barbilla, para Baudelaire la función de la poesía es la misma que para Horacio y Racine, una mezcla de liturgia cristiana y de artes virgilianas. Esa convicción clasicista y solo ella permite a los inmediatos sucesores de Baudelaire –los Rimbaud, los Laforgue, los Lautréamont, los Mallarmé– “enloquecer” con toda libertad e imponerle al mundo la ironía, volverse clientes de esa “folie Baudelaire” bautizada por Sainte-Beuve”.
Dibujo de Baudelaire
Por supuesto las piezas no estarían completes sin nombrar a ese referencial ensayo de Walter Benjamín: “Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades. A tales lectores se dirige el poema inicial de Las flores del mal”. Lectores, que el propio Benjamín asegura, que proporcionaría la época siguiente. Lo que convierte al poeta en un visionario de largo alcance.
Hoy en el quisco de Baudelaire son poco los que se aventuran, su poesía se sigue leyendo, su influencia sigue intacta, pero viene por ráfagas, por olas o como escribe Calasso: “…existe una ola Baudelaire que lo atraviesa todo. Tiene su origen antes de él y se propaga más allá de todo obstáculo. Entre los picos y las caídas de esa ola se reconocen Chateaubriand, Stendhal, Ingres, Delacroix, Sainte-Beuve, Nietzsche, Flaubert, Manet, Degas, Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé, Laforgue, Proust y otros, como si fueran investidos por esa ola y, por momentos, sumergidos…”
El tiempo no ha transcurrido en la poesía de Baudelaire. Hizo algunos dibujos de su fisonomía, buscaba encontrarse sin fisuras, sin trampas metafóricas. La poesía es otro dibujo, pero su revelación esencial fue cuando expresó: "Me contenté con sentir".
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