Samuel Beckett entre actrices y silencios
“Los granos se unen a los granos, uno a uno, y un día, de pronto, forman un montón, un pequeño montón, el imposible montón”.
(Final de partida- Samuel Beckett )
A Samuel Beckett lo leía a través del prisma del teatro. De joven era asiduo a una escuela de teatro. Iba como es lógico por las actrices. Me apasionaba ese desdoblamiento que hacían en escena, como se convertían en otros mujeres, pero de algún modo eran las mismas. En silencio las veía cambiar de piel. Eran otras, pero siempre eran las mismas. Estas actrices amateurs me llevaron de la mano hacia Artaud y Beckett. En ambos el fracaso se tejió de manera diferente, pero de todos modos ambos quedaron atrapados: Artaud en la locura y Beckett en el silencio; ese silencio donde las palabras se desgatan, se empobrecen. No por casualidad está ese proverbio árabe "No abras los labios si no estás seguro de que lo que vas a decir sea más bello que el silencio”.
Las obras teatrales “Fin de partida” y “Esperando a Godot” hoy se siguen representando y todavía causan esa extrañeza desesperada, esa desazón que se instala en el espíritu como un moho enfermizo. En las dos piezas se opera una peculiar metáfora de ese absurdo del existir donde sojuzgamos a alguien o donde esperamos algo sin saber nada al respecto. Somos como mendigos carcomidos por el tiempo que estamos a la expectativa. Desde un bote de basura todavía articulamos palabras, pero la inutilidad de nuestro esfuerzo, de nuestra voz perdida en el ruido de la prisa y los horarios se da de bruces con el vacío.
Beckett como escritor siempre tomó distancia con las criaturas de su teatro o de sus novelas, al parecer le interesaban sólo las palabras y su efectismo sicológico, ni siquiera la belleza o su significado, sino ese trabajo de zapa a nivel de los sentidos y del alma. Siempre tomó distancia también de la vida literaria, era un extraño que trataba de alejarse siempre, de dejarlo todo (como su personaje Clov), pero se quedaba sin encontrase del todo a gusto en nada. Antes de ser profesor realizó un conjunto de trabajos menores. Creyó ver en Joyce la cúspide de la literatura y por algún tiempo fue su secretario, pero eso también al parecer le cansó. Sus primeros libros fueron “Belacqua en Dublín” (relatos, 1934) y su novela Murphy (1938). Emil Cioran, que lo trató mucho en París, lo considera un escritor que busca la iluminación en el sentido del budista o como lo escribió Cioran: “El budismo dice de quien busca la iluminación, que debe obstinarse tanto como el ratón que roe un féretro. Todo verdadero escritor realiza un esfuerzo semejante. Es un destructor que aumenta la existencia, que la enriquece minándola”. En dicha tarea Beckett llegó al extremo.
Era irlandés de pura cepa que adoptó Francia como su paradero movible. Escribía en inglés y francés. Como su preocupación básica era lenguaje era su propio traductor y ejerció en este oficio sus traiciones respectivas. Buscaba cierto ritmo, cierta musicalidad más que una aproximación veraz con lo que intentaba expresar.
Detestaba todos los trabajos que desempeñó. En uno de los tantos encuentros con Cioran le preguntó al filosofo que si trabajaba. Cioran que era un vago a tiempo completo le confesó que desde hacía mucho tiempo le había perdido el gusto de ser productivo y que para él escribir era un torturante suplicio. A Cioran le sorprendió que Beckett le dijera que escribir le producía mucha alegría. Los biógrafos de Beckett cuentan que cuando recibió el premio Nobel de literatura se sumió en la tristeza y la depresión. Joyce no lo obtuvo, pero a pesar de este triunfo Beckett supo que su fracaso con las palabras era una cruz privada que cargaba a cuesta lo que al final lo volvió más sombrío, retraído y silencioso.
Uno de sus últimos libros, escrito dos años antes de su muerte, “Rumbo a peor” es el ejemplo perfecto del fracaso. Es una novela que se tensa en arco y dispara una reflexión sobre el fracaso de comunicarse, de hablar para comprender al otro. La novela está escrita en un estilo nada sencillo a tal punto que el propio escritor se vio sobrepasado por el texto que él mismo no pudo traducir al francés. Lo que pierde al ser humano es que a lo largo de su existencia no comprenda nada, no comprenda incluso con aquellos con quienes habla, esa es su gran tragedia. Las palabras parecen surgir de un bote de basura al que ningún transeúnte parece escuchar. Sólo los mendigos y hambrientos del mundo hurgan en la basura para alimentarse y no precisamente de palabras. Samuel Beckett pareció entenderlo, pero ya había fracasado aunque edificó un universo donde las miserias humanas se unen como los granos uno a uno hasta formar ese imposible montón. Cioran lo ha escrito mejor: “Su universo es quizás un infierno, ero un infierno milagroso, puesto que él uno se libera de la doble tarea de vivir y de morir”.
Muchos años después seguí frecuentando a las actrices, ya no me interesaba el teatro como estética, pero seguía cautivado por la doble vida de las actrices, quizás todos somos actores aficionados en ese teatro constante que es la vida, todos actuamos para salir librados (lo mejor posible) de esas situaciones trágicas o cómicas. En fin leí todo lo que encontré de Beckett y coincido con Paul Auster cuando asegura: “La palabra clave en todo esto, creo, es desahucio. Beckett, que comienza con poco, termina aún con menos. El movimiento en cada una de sus obras es hacia una especie de alivio, por el que nos conduce a los límites de la experiencia -a un lugar donde los juicios estéticos y morales se vuelven inseparables. Este es el itinerario de los personajes en sus libros, y también ha sido su propio progreso como escritor”. Beckett fue despojando a su obra de todo andamiaje estilístico, desahució frases, eliminó párrafos completos y se fue quedando con lo esencial. Fue royendo como los ratones el féretro de su escritura hasta encontrar esa luz breve, pero intensa, del silencio, de ese mutismo que hace equilibrio en el gesto o en una mirada que se proyecta fija hacia un punto en el vacío. Uno de seguro también acabe escribiendo balbuceos inconexos hasta llegar exhausto a esa meta donde el silencio es una expiación y una liberación.
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