IDENTARIO DE UN HEROE PATRIO A falta de corceles, buenos son los carruseles
IDENTARIO DE UN HEROE PATRIO
A falta de corceles, buenos son los carruseles
Por: Carlos Osorio
Y entre más se mira el ombligo, más le vienen las ganas de relinchar esa emoción por las ganas de broncearse y ponerse justo a la altura de su historia, a sus gracias, a sus extravíos, a la necedad acaramelar su metálico perfil, a su esculpido tres cuartos de rostro, a su dulce y frontal estirpe. Y sí; nada de aleaciones baratas para cuando llegue la hora, menos andar reciclando fierros viejos, porque, para ser esencia estatuaria, es necesario buscar con lupa y detectores el bronce justo, la pasta y amalgama única y que suele distinguirse por el ruido que emite; semejante al de campanario de catedral gótica. Y ni hablar, allí se vuela una vez más con su esmirriada humanidad vestida con la túnica hilachenta, con la gracia de todo un grande pese a lo alfeñique de su estatura, en busca del campaneo y el ding mágico que le sugiera el material excelso y preciso que anhela, que será poco probable dar con lo deseado –lo sabe- que las más viejas datan de apenas cien años, porque las que existieron o se cayeron en los terremotos o se las robaron los curas y militares aquella vez que accedieron al poder, y todo, en aras de contar con los recursos idóneos para la construcción de la patria nueva y, desde luego, alhajar sus templos privados, forjados a puro fierro, bala y moco.
Que no le importa mucho en todo caso que así haya sido, que son cuestiones que no le afectan el estilo, minucias que ni le van ni le vienen, mucho menos cuando no aportan a su urgente necesidad, además, le importa un huevo el pasado y le vale madres la memoria, incluso, que hasta la pequeña moral que porta, esa que a puros tropezones unilaterales se bate; que si no es por el clima, por los desprecios, que si no es por la ansiedad de encumbrarse, es por el rechazo ciudadano, se llega a retorcer y se sacude ante la escasa sensibilidad de éste inescrupuloso, que por más que quiere, por más que se esfuerza, por más que le insistan que se baje del proyecto, del sillón, del trono, del mausoleo, del monolito, de lo que sea, del campanario inclusive, cada tanto muestra lo peor de sí mismo en aras de su porfía. “¡Y qué importa!” -exclama- “Si soy capaz de falsear mis datos y asuntos, con mayor razón puedo justificar y acomodarme, con campanas o sin ellas, a la historia más oficial que la patria me requiera”.
Tan claro es su devenir que no hay tiempo para detenerse en miserias humanas. Además, sus temas trascendentales pasan por otra parte; por el deslave del olvido principalmente y da por firmado que es posible creer en dios y en los extraterrestres al mismo tiempo. Así de fácil. Tremendo alucine provisto de toda la fe y arrogancia de un místico que complota a favor de su mesiánica ruta de desvaríos y para eso su nuevo cuño de nombre y apellido lo permiten, que para eso los tranquilizantes existen y se los toma cuando corresponde, que para eso no faltan los aduladores que lo surten, familiares todos, que son una especie de marcianos favoritos; que lo sonsacan y que a toda costa intentan elevarlo, con drogas mucho mejor, al monumento o símil de todopoderoso objeto patrio aún no identificado, crédulos a pie juntillas de su trayecto, de su esencia, de su pátina media verdosa, aunque única.
Y mientras todo es alucine, entre que se eleva relajado al sitial de sus sueños, a pito de nada se acuerda de los paseos sobre el viejo alazán farolito III, herencia del establo familiar de sus ancestros, ya luego sacrificado por la demencia que le traspasó el amo ¡pobre! que ni pinta de caballo le quedaba, el mismo con el que se fotografiaba sobre piedras y ladrillos, el mismo que tuvo que soportar sus locos embates simulándose héroe patrio o monumento guerrero, el mismo que en varias oportunidades tuvo que bajarse a la rastra de cuanto monolito a este desgraciado lo subía, el mismito potro que se cansó y se quebró y se fracturó toda la vida soportando aquellas hazañas que elucubraba su despiadada mente.
Y le viene con todo el recuerdo. Evoca su infantil y maltratada humanidad que desde muy temprano se asomó gateando por cuanto cerro, lomas y pequeñas cumbres rodearan su entorno, según su padre, convencido que un líder requiere encumbrarse o ser admirado desde alguna altura, por mínima que sea, y éste era el terreno propicio; justo el barrio que encumbra el pelaje y que saca a relucir las oropelozas tradiciones y, desde luego, la brillante herencia, cuestiones que fueron y son su precepto, como un mandamiento que atesora, guarda y vela su tranco pausado y sereno, normas que se encargaron, a regañadientes, de hacerlo grande, astuto, disciplinado, un ubicado y, sobre todo, un numerario ejemplo ciudadano, un pro hombre justo para llevar las riendas de la sagrada patria que, a todo esto y según él, se muere de hambre por acogerlo.
Y es justo aquí, en este instante, cuando vuelve a la realidad; entre que lo zamarrea la atractiva enfermera de cabecera, que luce un escote del porte de un buque, la potente alarma digestiva lo retrae de la maravillosa proyección de alucines. Ya se hizo tarde y se le vino por entero el sonoro crujir de tripas que será aliviado con una buena ración de conchalepas, de esas tan en veda hoy en día, más una buena porción de mayonesa casera, por lo demás es el plato preferido de todo miembro de la retrógrada y cofrádica familia de mar… y ahí se va de la plaza que lo acoge junto a su ostentoso ropaje de mito y que todas las mañanas da la bienvenida a su estirpe, a su depresión y manías, a su imaginario, a sus vaciados pensamientos, a sus desvaríos y sueños de grandeza.
Y se va apuradito, que le anda por comer algo, agazapado allí justo en el pecho de su eterna nodriza, entre exhausto y acalambrado por la misma pose que acostumbra todo el santo día sobre la mecedora, cansado de arrojar migas a las palomas a quienes supone tener totalmente convencidas y adiestradas, desde luego cordialmente invitadas a revolotear sus alas y mierdales, entusiastas y sueltas de cuerpo, por sobre su presupuestado monolito que desde ya y esto sí que es curioso, ayuna su desenfado, como en huelga de hambre pareciera, pese a que aún no existe, de saberse por anticipado depositario del busto o todo el cuerpo de este futuro muerto que –según se dice y cueste lo que cueste- se hará leyenda. Palabra de honor, palabra de marino, palabra de mito, palabra de Romero de Terreros y, si no, que su nombre se borre de todo documento oficial existente, incluso de la guía actualizada de teléfonos.
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