Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Guía de Descarriados

 

EL CASTILLO DE CHINOY


Por Marcelo Olivares Keyer

 

          I    ES HORA DE SALIR DE LA CONCIENCIA

          A mediados del 2008 leí en un blog un artículo sobre Chinoy. Supuse que los elogios vertidos por la autora del texto se debían a la juventud de ambos, al hilo generacional entre reseñadora y reseñado. Después supe que el cantautor era el mismo cuya estampa aparecía por esos días en unos grandes afiches repartidos por Santiago anunciando una presentación. Hasta ahí ya me quedaba claro que existía un trovador joven, de pseudónimo “Chinoy”, con cierta llegada entre sus cogeneracionales. Por extensión, lo suponía uno más de entre la nutrida camada de cantautores brotados en Chile durante la última década. Esta última consideración se derrumbó por completo el día que -por casualidad- escuché una canción suya en la radio.

La canción, larga, intensa y rara, se me quedó enredada en la mente, y si bien aquella vez no fui a por más, me quedaba claro que no podía ser el resultado aislado de un rapto de inspiración, o un simple golpe de suerte, sino una arista de algo mayor. Si esa vez no busqué la obra completa, fue porque sabía que podría encontrarme con algo demasiado grande, y un cuarentón como yo ya no tiene tiempo para todo. Pero un día se confabularon los factores básicos sobre una mesa: un computador y una buena conexión a internet. Era sólo entrar a youtube y digitar chinoyquesalganlosdragonesalbumcompleto. Y lo hice.

No fue necesario avanzar tantas canciones para darme cuenta de hacia dónde apunta la propuesta de Chinoy. En realidad, en dos minutos queda claro. Su mirada, puesta en la lejanía, sobrepasa la contingencia para ir en busca de la trascendencia. Gracias a este sólo acto relega –de un plumazo- a todos sus colegas contemporáneos a la condición de meros entretenedores. Con ese lirismo agridulce, esa voz extraña, y esa impronta andaluza presente en –casi- todo lo chileno, el álbum QUE SALGAN LOS DRAGONES ostenta una categoría fundacional; y si no hay unanimidad a este respecto, es sólo porque no cuenta con la caja de resonancia social con que contó, por ejemplo, otra obra fundacional como LA VOZ DE LOS OCHENTA, de la que viene a ser, a pesar del largo lapso entre una y otra, su contrapunto. Y es que Chinoy, con su tensión a cuestas, su sudor y sus tics, su timidez y su acento para muchos incomprensible, resulta del todo disonante en este Chile actual, este Chile de alabadas cifras macroeconómicas, de malls rebosantes de clientes, de Lollapaloozas repletos a pesar del exorbitante precio de las entradas, de asados cotidianos y barras futboleras con dinero suficiente para acompañar –en avión, obvio- a su equipo hasta el más lejano rincón del planeta.

Creo que desde los días de Los Prisioneros no aparecían, entre los letristas chilenos, versos y estrofas de tal nivel y que al mismo tiempo impliquen tal vuelta de página. En este sentido, siento que quienes padecemos de adicción por las letras de canciones que alcanzan el rango de genuina poesía, lo estábamos esperando, desde hace un cuarto de siglo que queríamos oír algo así. Más aún, sentimos una suerte de agradecimiento, ya que con la gran discoteca mundial al alcance de los dedos gracias a youtube, buscar, entre un millón de posibilidades y sin el más mínimo asomo de nacionalismo, sólo por la bendita necesidad de escuchar música actual y de calidad, las canciones de este trovador, implica también un necesario orgullo. Esto último queda bastante claro cuando recurrimos al viejo truco de tratar de definir algo (o alguien) en base a su parecido con otros. Chinoy tiene algo de Bob Dylan, sí, y en buena hora, pero también algo del mejor Silvio Rodríguez, y hasta algo de Elvis Presley cuando se deja patillas y tirita en éxtasis mientras canta. Sin duda vuela alto este muchacho salido de Placilla, un lugar en las alturas de San Antonio.

Fui a verlo a fines del verano pasado a una presentación en un boliche de Bellavista, gratis. Ahí estaba en un escenario improvisado entre unas escaleras; tenso y severo como un gitano. Aplaudido, mirado, admirado. Obviamente nunca comprendido del todo, ese es el sino de los que van más adelante y no están para juegos: ser seguidos, nunca entendidos a cabalidad, corriendo el riesgo de quedar, de tan adelantados, como jinetes perdidos en la inmensidad. En este sentido, incluso no faltó el momento de mala onda con un sector del público. Es lógico, superlógico, porque Chinoy está en trance, y quien está en trance no puede detenerse a simpatizar. Este cantaor y su guitarra suben al escenario a remecer el presente, a intentar sintonizar estos ambiguos días con la estación de la trascendencia. Suda al cantar porque no se está divirtiendo, está trabajando, está excavando una veta que no pretende soltar. Encontró la belleza, encontró la voz, encontró el sentido. No le está hablando a los grupos cada vez más numerosos que lo acompañan para tararear sus canciones y tomarse una fotografía con él al final del concierto (algo a lo que él accede de buena gana, por lo visto). Está buscando ese algo a lo que se refiere Dean Moriarty –el héroe de la novela On the Road- en momentos de éxtasis, y a ratos lo alcanza, lo tiene, con ese talento que literalmente lo desborda, con esa manera de componer e interpretar al mismo tiempo visceral y mística, tan fuera de foco para quienes aún no se han dado cuenta de que los días de equilibrio y complacencia ya terminaron.

        

 

  II     DE BARRO, DE BARRO, DE BARRO

Chinoy es de extracción proletaria, de ahí su intensidad de chico-problema, su falta de funcionalidad, su desadaptación irreductible. Porque aunque un artista talentoso puede aprender algunos trucos, la verdadera intensidad se forja en la infancia, a golpes de marginalidad y carencia, constituyendo un extraño privilegio de clase. Después ya estás hecho, sólo queda sostenerte en la calidad –si la tienes-, y esto a Chinoy le sobra y le pesa, como si tuviese un par de alas enormes. Por eso se resiste a hacer retoques en su personaje (todos lo somos, a fin de cuentas), retoques que desde la perspectiva de la industria pop nos vendrían muy bien a quienes seguimos todo esto desde el lado del público, quienes quisiéramos encontrar en los anaqueles de las disquerías sus álbumes perfectamente ordenados e impecablemente editados, con bellas carátulas, con sesiones de fotos y gráficas lujosas como aquellas a las que se sometía un Dylan veinteañero y que no hacían mella en su talento. Pero Chinoy ejerce su libertad hasta el límite y se resiste a todo, persistiendo en una discografía libremente desordenada y difusa, en acompañarse de malos músicos, en intentar mimetizarse a duras penas en un medio y una generación de la que él será el único a quien se escuche con atención de aquí a otro cuarto de siglo. QUE SALGAN LOS DRAGONES, sobretodo, y CHINOY EN BOGOTÁ, como complemento, no tienen parangón hasta donde he podido sondear en lo que se hace hoy en el amplísimo mundo de las canciones en castellano, con ese simbolismo agreste en el que hasta los silencios conmueven, esa atmósfera de colores nocturnos, y esa intención de ternura imbricada de agresividad que es la marca de identidad de la clase obrera (y al que no le guste que se joda).

Placilla queda, como dije, en las alturas de San Antonio, a ni tantas cuadras de la avenida Centenario, subiendo por la calle Palmieri. Es un típico suburbio latinoamericano (en su matiz Cono Sur), con perros que ladran al forastero, sitios baldíos y casas a medio construir y/o destruir. Con templos evangélicos, talleres mecánicos y calles sin salida. Si se levanta un poco la mirada quizás la bruma no permita ver el mar, pero sí las grúas del puerto y los lomos de otros cerros, como uno lleno de antenas en su redondeada cima. Pero más allá de los callejones sin salida se pueden ver bosques, y el viento que sopla hace flamear las banderas de los almacenes y peina los pastizales. Incluso el silencio predominante permite oír el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto. Hay una sensación de espacio libre y también de altura. No muy lejos de ahí el río Maipo tiñe de insolente café el azul turquesa del mar.

A punta de buenas canciones, este muchacho consiguió anudar diferentes espíritus de época, enriqueciendo el bullente paisaje artístico y poético de hoy con algunos ecos de lo que -hace ya más de tres décadas- se llamó Canto Nuevo, dejando en claro que a la vanguardia van los que también saben mirar hacia atrás, ya que la sobresaliente obra de Chinoy no está hecha sólo para la epidermis, ni mucho menos para rellenar el dial. Con objetivos de alto vuelo, como esa bendita recuperación del protagonismo de la guitarra española, y una poesía exenta de facilismos, su cante jondo de la desembocadura del Maipo ha barrido por fin la nostalgia y nos ha hecho volver a prestar oídos al presente y a los mensajes de hoy.

 

olivareskeyer@gmail.com

 

Provincia de San Antonio, diciembre 2013.

Escáner Cultural nº: 
175
Me gusta mucho este artículo, muy sentido y jugado
Chinoy, sin duda es un ser nuevo.. que trae otros colores en sus imágenes hermosas de sus letra... despierta sentimientos nuevos y hace vibrar emociones escondidas... Evidentemente no todos estarán de acuerdo con su propuesta,, es nueva, propuesta que fluye, se asoma, se ofrece. Soy una persona con más de 50 años y me emociona cuando niños y jóvenes traen una luz nueva, y eso me pasa con éste Chinoy. Es un ser único, genial, que canta con todo.. se entrega. Un grande!!!

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