LA LITERATURA COMO ESPEJO
LA LITERATURA COMO ESPEJO
Por Carlos Yusti
Curtido con la cultura del mercado y el burdel he tratado de hacerme con una cultura lectora para completar mi educación sentimental y menos canalla. Después, uno se aferra a esto de la escritura para no trabajar como el capitalismo manda. En mi ficha de quejas y reclamos está la frase: ha leído mucho, pero ha estudiado poco.
Luego se descubre que la vida va por su lado y que la literatura es apenas un remedo de esa realidad y sigue su propia brújula, especie de espejo de feria que todo lo deforma, lo agranda, lo infla y lo enriquece.
Mucha gente tiende a confundir la vida con la literatura y viceversa. Don Quijote tiene más adeptos que Cervantes, quien para muchos de sus contemporáneos era un escritor insufrible y segundón. A Conan Doyle muchos de sus lectores le preguntaban por Sherlock Holmes, mientras a él como escritor le ignoraban por completo y en verdad tenía más porte de Doctor Watson que de escritor urdidor de tramas policiales eficaces e inteligentes. A Vladimir Nabokov lo confundían con el viejo baboso y lúbrico de su novela Lolita, historia que es un soberano invento del escritor ruso. Confundir la literatura con la vida real (o viceversa) es caer en un craso error de percepción como ha pasado con el “El Guardián entre el centeno”, libro que ha sido prohibido en algunas escuelas norteamericanas por ser la lectura preferida de muchos asesinos seriales y de uno que otro terrorista.
Por esa razón, siempre me coloco a la orilla de Sancho Panza (y dale con lo literario) que era algo así como un aguafiestas de las ensoñaciones imaginativas en las cuales caía Don Quijote. Sancho era la voz de la razón que advertía que la realidad no suele moverse de sus goznes, y que está allí para darle de patadas a los sueños (y dale con la vida mundana y silvestre). La literatura es el álbum de la realidad pasada por la metáfora. Así quienes vayan a la literatura buscando realidad pierden el tiempo. También lo pierden quienes tratan de sacar algo en limpio de los libros sobre la vida. Aquella frase del Adriano imaginado por Youcenar todavía mantiene su límpida lucidez: “La vida me enseñó los libros”.
Escribir libros es un oficio extraño y tiene un ritmo especial. El Fondo Editorial del Caribe, capitaneado por ese caballero nada barroco que es el escritor y poeta Fidel Flores, acaba de editar uno de mis libros titulado “Dentro de la metáfora” y aunque el nombre parece indicar que recorrerá de forma crítica el quehacer poético no es así. El librito más bien trata de los absurdos y paradojas del Universo Literario. Debo agradecer a Fidel el cuidado estético de la edición. Se nota dedicación, trabajo y alto sentido de calidad. El otro libro es de Santiago Key-Ayala, titulado “Cateos de bibliografía”. A Key-Ayala se le conoce más como ensayista histórico, no obstante este pequeño libro es también singular ya que es un cateo bibliográfico que se ocupa de libros no publicados. Pedro Téllez me dio a conocer el libro y quedé fascinado ante la idea de esos libros que se quedan flotando en el limbo de la escritura. A lo amantes de los libros este libro de Key-Ayala les fascinará. Escrito con frescura chispeante se lee con facilidad y asombro. Por su páginas pasan Guzmán Blanco y sus memorias que jamás escribió, Félix Bigote, quien fundó un periódico escrito en cinco idiomas y cuyas obras, que aseguraba, haberlas escrito tenían ese aire de enormidad erudita como su Gramática Latina compuesta en diez volúmenes de 500 páginas cada uno y así otros personajes de literatura a quienes se le perdieron manuscritos o se vieron desbordados por sus proyectos de escritura. Los libros se escriben, o dejan de escribirse, al son de la vida.
La vida es una escuela implacable que desencuaderna lo leído, que traspapela el alma con la letra impresa. Sólo se puede comprender la gran literatura si uno se impregna del aroma trágico de la vida, si uno es capaz de aguantar el tufo de la vida desgastándose en los suburbios. Uno va a la vida en son de aprender los lenguajes oficiales del poder, y luego se va a la literatura para enfrentarse con las palabras que trastocan todos los poderes; con esas palabras vivas, quemantes, que son una respuesta contra la realidad y sus turiferarios de turno. Vargas Llosa en su célebre ensayo “García Márquez: Historia de un deicidio”, escribió: “ESCRIBIR novelas es un acto de rebelión contra la realidad, contra Dios, contra la creación de Dios que es la realidad. Es una tentativa de corrección, cambio o abolición de la realidad real, de su sustitución por la realidad ficticia que el novelista crea. Éste es un disidente: crea vida ilusoria, crea mundos verbales porque no acepta la vida y el mundo tal como son (o como cree que son). La raíz de su vocación es un sentimiento de insatisfacción contra la vida; cada novela es un deicidio secreto, un asesinato simbólico de la realidad”.
La realidad carece muchas veces de poesía, tiene por supuesto (y en ocasiones muy puntuales) destellos deslumbrantes. Lo que hace la literatura es apoderarse de esos contados destellos y convertirlos en arte. La literatura no cambia la vida y Don Quijote es el mejor ejemplo por esa tenaz convicción de llevar a la realidad cruda lo cocinado en los libros de caballería. Al final Don Quijote recupera la razón y muere de una infección de lucidez espantosa. La literatura no hace más que enriquecer la realidad, le proporciona ese halo maravilloso lo cual le permite al lector percibir la vida de todos los días con características menos previsibles. El lector sabe que a la vuelta de la esquina no están los molinos, sino los monstruos. Que dulcinea lo espera en el descanso de la escalera luego de un agotador día de horarios y ajetreo laboral.
Para escribir sólo se necesita, según lo dicen los entendidos de la literatura, un estilo propio. Para vivir sólo se necesita haber leído mucho y luego salir a la calle para oler la metáfora que trae la realidad metida entre las uñas.
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