EN EL MES DE CHARLES DICKENS (1812-1870).
EN EL MES DE CHARLES DICKENS (1812-1870).
Por Rodrigo Quesada Monge[1]
Toda persona más o menos alfabetizada, con algo de inteligencia y sensibilidad, habrá leído alguna vez a Charles Dickens, el gran escritor inglés del siglo XIX. Algunos se preguntan hoy, incluso en Gran Bretaña, si tendrá sentido leer y releer a Dickens, en este mundo nuestro que aparenta haber perdido totalmente su inocencia, el optimismo, la capacidad de denuncia, y se ha vuelto mecánico, frívolo, preso de un hieratismo insoportable. Otros encuentran en Dickens simplemente el testimonio histórico de una época que ya se fue, y solo ha dejado un légamo de sorpresas y secretos de poca trascendencia para el presente.
Dickens no vivió los bombardeos de la ciudad de Londres, durante la Segunda Guerra Mundial. Tampoco los chismorreos mal intencionados de Canetti, mientras caían las bombas en los barrios londinenses, y destruían los últimos vestigios de la época eduardiana. Sin embargo, sus novelas, crónicas, ensayos y cartas han llegado a constituir el más sobrecogedor testimonio del “bombardeo” cotidiano a que se veía sometida la población de Londres, por la miseria, el crimen, la desolación, y el desamparo; al mismo tiempo que en el otro extremo, se acumulaban fortunas y riquezas sin parangón.
A principios del siglo XIX, Londres era una ciudad sucia y hedionda, contaminada y criminalizada, repleta de niños y jóvenes, familias enteras y desempleadas que pululaban por las calles buscando quien les facilitara algo de comer, o un rincón donde pasar las frías y húmedas noches del invierno inglés. He llegado a preferir las crónicas del orbe de los pobres en una ciudad de Londres, todavía rural y asfixiada por el humo del carbón y la fetidez del estiércol, escritas por Dickens, que las tenebrosas descripciones estadísticas de Engels sobre el universo de la primera revolución industrial. El aspecto psicológico, moral, emocional y puramente afectivo de la pobreza, se le escapa a las valoraciones normativas hechas por el compañero de Marx, puesto que la razón política y económica estaba para ellos por encima del balbuceo tenebroso de quien podía morir de frío, tuberculosis, hambre o desafección.
Porque nadie, hasta ahora, ha sabido retratar con tanta fuerza en la palabra, potencia en las descripciones, lucidez analítica, y un amor inconmensurable por su desvencijada ciudad, a los minúsculos y pantagruélicos habitantes del Londres de la era Victoriana, como lo hizo Dickens. La literatura de Charles Dickens, el escritor que alguna vez quiso ser actor, quien acompañó a sus padres a la oscura reciedumbre de una celda por deudas, y quien nunca perdonó a su madre por sus evidentes preferencias hacia su hermana menor, es el más descarnado relato de las miserias, avaricia, egoísmo y vanidad del imperio británico. Él nunca necesitó del lenguaje soez, de la vulgaridad, del erotismo ramplón, o de la falta de imaginación sicaria de quien quiere impresionar al lector, para sacarle una lágrima, un quejido o una venta gratuitamente. A pesar de haber sido talvez uno de los primeros artistas en preocuparse por defender sus derechos de autor, en vista de la voraz piratería de la época, Dickens pasará a la historia también como uno de esos pocos maestros, para quien los personajes de sus novelas eran los únicos amigos verdaderos con que podía contar; sobre todo en aquellos momentos cuando la soledad, la vejez, el desvarío y el cansancio lo atosigaban sin misericordia.
Nadie fue capaz de retratar al Imperio Británico, a la Era Victoriana, o a la ciudad de Londres, como lo hizo Charles Dickens. Desde Los papeles póstumos del Club Pickwick hasta El Misterio de Edwin Drood, su última novela, y a la que dejara inconclusa, para que la posteridad se rompiera la crisma encontrándole un final justo, en la obra de Dickens pueden haber encontrado sitio unos dos mil personajes. ¿Quién puede olvidar al tierno, frágil pero poderoso David Cooperfield; al inocente pero lúcido Oliver Twist; a la intriga viscosa presente en todas las revoluciones de Historia de dos ciudades; al siniestro pero reconciliado Mr. Scrooge; o a la templanza prometedora de Grandes Esperanzas?
La vigencia de Charles Dickens es la vigencia del clásico. Nos obliga a estarlo buscando; a estarlo esculcando; a estarlo releyendo. No tanto porque su productividad artística fuera proteica, sino porque el esfuerzo de concentración, la profundidad de la pasión y el nivel de entrega a la creación de que hacía derroches, son un baluarte para el aprendizaje de todos aquellos que quisieran seguir sus pasos. Nunca fue suficiente la disciplina del trabajo (escribía unas dos mil palabras diarias, como Anthony Trollope, otro de los grandes de su tiempo), sino la laboriosidad minuciosa, contenida en su tensión, el piélago de detalles en los ambientes (hay diccionarios que rescatan la masa de objetos victorianos que han desparecido y permanecen vivos y actuales en sus novelas), el descarte de las distracciones internas y externas, a que puede estar expuesto el creador. Cuando a los 48 años se enamoró de una bella mujer de 19, la tragedia que trajo a su casa, a su esposa, a su hija, lo sumieron en el agotamiento, en el desgaste emocional más aterrador, en vista de su enorme preocupación por las apariencias; pero como dirían algunos de sus contemporáneos, el universo literario de Dickens ya no le pertenecía a él, era patrimonio de la humanidad; y semejante peso tenía que quebrar, en algún momento, las frágiles espaldas de quien se había propuesto la tarea ingente de retratar el universo social de la Inglaterra Imperial y Victoriana.
Pero a Dickens hay que leerlo en su propio idioma. Nadie olvidará jamás a los cocheros, los hojalateros, las fregonas, las prostitutas y vendedores del Londres “dickensiano”, cuando hablan en Los Papeles Póstumos del Club Pickwick. Ese inglés explosivo, repleto de giros y chisporroteos inigualables, talvez volverá a encontrarse en el cockney recuperado por Joyce, casi un siglo después. Los escalofríos y el agobiante trayecto que siguen los casos criminales en la justicia imperial británica están retratados con una precisión lingüística implacable en Mansión Sombría, posiblemente, una de las más grandes novelas jamás escrita sobre esa enfermedad universal que se llama burocracia. Sus crónicas de viajes por Italia y los Estados Unidos, seguirán siendo objeto de análisis por la perfección supina del idioma inglés que ahí se despliega. Y no debemos olvidar jamás que algunas de las más ardientes y sugerentes intuiciones sobre la sociedad norteamericana, ya se encuentran en estas crónicas.
¿Entonces? Entonces, celebremos con gratitud estos doscientos años de haber tenido con nosotros al más grande escritor inglés del siglo XIX, el siglo de la revolución industrial, un siglo repleto de revueltas populares, golpes de Estado, de imperialismo feroz, un siglo en el que cristaliza de manera dolorosa y agónica, la transición hacia una modernidad que algunos de nosotros, en nuestros días, todavía no comprendemos en toda su justa medida y extensión. Este es un buen momento para releer a Dickens y aprender algo de una literatura hecha con paciencia, lentitud y artesanía, sin las prisas de quien desespera por publicar porque, según él, lo atrapa desatendido la posteridad. ¿Alguna vez se preocupó Dickens por el qué dirán de los cocineros del futuro?
San José, Costa Rica, 12 de febrero de 2012.
[1] Historiador costarricense (1952). Catedrático Jubilado de la Universidad Nacional, Heredia, Costa Rica. Premio Nacional (1998) de la Academia de Geografía e Historia de Costa Rica.
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