LA FAMILIA
Meditaciones libertarias
LA FAMILIA
Rodrigo Quesada Monge[1]
Probablemente, ninguna otra filosofía política, tenga una posición tan radical sobre la familia, como el anarquismo. Y esto no es atribuible a su humanismo revolucionario, sino a que en la familia cristalizan, con gran claridad, todas las posibilidades, defectos y mal formaciones de las jerarquías sociales, en sus distintas expresiones y realidades. La familia patriarcal, institucionalizada totalmente por primera vez en las leyes de Hammurabi, era el espejo del estado arcaico con su mezcla de paternalismo y autoridad incuestionable. Pero lo que es más importante entender para comprender la naturaleza del sistema según el sexo/género bajo el que aún vivimos es el proceso contrario a este: el estado arcaico, desde sus inicios, reconoció su dependencia respecto de la familia patriarcal y equiparó el funcionamiento disciplinado de la familia con el orden en la esfera pública. La metáfora de la familia patriarcal como la célula, el edificio fundamental, del organismo sano de la comunidad pública se expresó por primera vez en las leyes mesopotámicas. Constantemente se la ha ido reforzando en la ideología y la práctica durante tres milenios. Cada vez que se producen discusiones o debates sobre legislación para impulsar la igualdad de derechos entre géneros, en los países del mundo occidental, aflora con toda su fuerza esa milenaria ideologización de la familia[2].
La construcción de la jerarquía y la elaboración del orden, como expresiones acabadas de la redondez de una determinada organización social, le deben mucho a las investigaciones sobre la familia que han realizado los antropólogos, los etnólogos y los historiadores. Aquí no se trata de levantar un registro de las diversas expresiones que pueden adquirir las relaciones entre las personas[3], al interior de una determinada estructura de parentesco, sino que, desde la perspectiva anarquista, en qué medida la evolución de la familia, también recoge la génesis del estado, y de la forma en que dicho proceso genético-evolutivo, conlleva en sí igualmente la historia del poder y de sus distintas manifestaciones.
El fortalecimiento de la familia, según lo han dado a entender, en su mayoría, los antropólogos y los etnólogos de formación estructuralista, tiene como corolario, no necesariamente metafórico, según el buen decir de la profesora Lerner, el surgimiento y articulación del poder, en sus variadas dimensiones. Pero el puntal de estas articulaciones es precisamente el poder económico desplegado por los varones, es decir por los patriarcas, al interior de la familia monogámica, cuya evolución reciente nos dice muy poco del matriarcado, y sin embargo nos permite explicarnos mucho de la división sexual del trabajo, núcleo duro de los orígenes de la desigualdad entre hombres y mujeres[4].
Como lo explica la profesora Lerner, la evolución de la familia tiene una relación operativa con el desarrollo del estado, y de las instituciones que hacen posible el ejercicio del poder y de la autoridad. Sin embargo, en vista de que en este capítulo no se busca hacer una historia de la familia, es importante tener claro que el énfasis se pondrá en el segundo aspecto mencionado, es decir, la familia no tanto como metáfora sino como el punto de partida concreto de las manifestaciones de la autoridad que hacen posible el ejercicio del poder. Bien podría pensarse que si los anarquistas están en contra del estado, deberían estar en contra, necesariamente, de la familia, en cualquiera de sus variantes. La familia burguesa, surgida en la eclosión de la era moderna, es decir con el despegue del sistema capitalista, como conjunto normativo de prácticas económicas, sociales y políticas, integrada por el padre, la madre y la progenie, cuadra perfectamente con el surgimiento del estado moderno, como eje aglutinador del ejercicio de la autoridad y del poder. De esta forma, no resulta extraño entonces, que la mayor parte de las personas no encuentre ninguna contradicción sistémica entre la evolución de la familia y el estado moderno.
Pero esto sucede cuando se trata esencialmente de reflexionar o sistematizar el estudio sobre las estructuras sociales, propias de la cultura occidental, porque éstas no toleran la comparación con otras prácticas o estructuras sociales, radicalmente diferentes y que puedan operar con criterios o mecanismos diferenciados. El relativismo cultural desestructura y mete en serios problemas a los antropólogos occidentales[5], cuando tienen que hacer valer sus estructuras de valores y simbólicas, donde las representaciones familiares jamás pueden desprenderse de su funcionamiento jerarquizado. Esto es problemático, porque toda estructura jerarquizada supone el ejercicio del poder y un conjunto, más o menos elaborado, de prohibiciones. Éstas, sobre todo las más relacionadas con el ejercicio de la autoridad intra-familiar, al menos en el Occidente europeo, han sido el resultado de la cristalización de instituciones como el Estado y la Iglesia[6].
La creencia de que toda sociedad donde se practican la poligamia o relaciones diferenciadas entre el padre, la madre y la prole, que no estén sustentadas en criterios de autoridad, ya sean de orden moral o funcional, son sociedades arcaicas, es una creencia que le debe mucho a los antropólogos y los historiadores occidentales[7]. El enfoque de estas supuestas ciencias humanas, ha tenido que ser enriquecido profundamente con el tratamiento de otros componentes, tales como el estudio de la vida cotidiana, las estructuras simbólicas, lingüísticas y de valores, para establecer un perímetro más amplio que aquel retenido solamente por las estructuras de parentesco. Con este criterio, para el anarquista, la familia deja de ser un mero problema antropológico o etnológico, para convertirse en un problema moral, psicológico y, eventualmente, político. El énfasis sobre el parentesco, y sus distintas expresiones, ya sea en sociedades “arcaicas” o “civilizadas”, cede su lugar a un énfasis distinguible sobre las relaciones entre las personas, es decir sobre “las formas de vida”, al interior de las familias modernas, distorsionadas, chantajeadas y arrinconadas por las preocupaciones del Estado para sobrevivir. Los códigos de familia son el producto de organizaciones estatales preocupadas por la supervivencia de su institucionalidad. Una organización social donde priven la solidaridad, el afecto, el crecimiento y el amor, no necesita codificar la herencia, las potestades sobre la prole, y abrumar a las personas con reglamentos y leyes sobre la propiedad.
Algunos escritores sostienen que, hacia el siglo IV de nuestra era, en la Europa mediterránea, los matrimonios dentro del mismo linaje, empezaron a ser reprimidos, arguyendo razones morales y espirituales, pero que, en realidad, las motivaciones de fondo eran de naturaleza económica, social y política. Se trataba, precisamente, de una redistribución del poder económico, de la propiedad, y del ejercicio de la autoridad, en una Europa que estaba sufriendo los embates de las invasiones extranjeras, y de crisis internas muy difíciles de controlar, debido a la dispersión del poder que provocaba el ejercicio clánico del mismo. Las alianzas tácitas, algunas veces, y otras no tanto, entre el Estado y la Iglesia apuntalaron estas prohibiciones y las codificaron para impedir que las riquezas, las tierras, las propiedades y las herencias, quedaran dentro de las mismas familias, en razón de los conflictos territoriales suscitados por los bárbaros[8]. Fue así como la iglesia católica, el papado, y sus príncipes aliados, empezaron a apropiarse de grandes haciendas, ganados, siervos e instrumentos de trabajo que llegaron a convertirlos en los grandes propietarios de la Edad Media.
Pero, para ello, hubo que deslegitimar el matrimonio entre primos, entre tíos y sobrinos que tendía a reforzar el linaje y por ende los criterios de propiedad. Pero ese blindaje que hacía posible la herencia lo destruyó la ideología que, en manos de la iglesia, se convirtió en el más efectivo vehículo de enriquecimiento pues, luego de muerto, un pariente rico que tuviera primos, tías y sobrinos, no podía heredar por vía matrimonial, pues la iglesia consideraba tal acción como pecaminosa. En estos casos consideraba más efectiva la compra y venta de indulgencias en el cielo, utilizando como forma de pago las propiedades de herederos que terminaban desposeídos, muchas veces sin darse ni cuenta. Estas prácticas no han perdido totalmente su vigencia, pues todavía sigue siendo mal visto en algunos países orillados al Mediterráneo, que la gente contraiga matrimonio con parientes del mismo linaje. Adicionalmente, uno de los aspectos más destacables de estas tradiciones familiares y matrimoniales, bendecidas en su momento por la iglesia y el estado, fue el reforzamiento de la autoridad, centrada en el patriarcado, es decir en el poder decisorio del varón. Éste concentra en sus manos todo lo relacionado con el arte de la guerra, de la política y del control social y económico de la prole; las mujeres, sus mujeres, no son dueñas de sus cuerpos, que también le pertenecen al pater familias, en tanto que unidades reproductivas de los mecanismos del poder. La riqueza acumulada, a lo largo de varios siglos, convirtió a la iglesia en Gran Bretaña, por ejemplo, en un organismo tan poderoso que Enrique VIII tuvo que abolir y prohibir en su territorio a las órdenes monacales.
Con el tiempo, como unidad depositaria de las expresiones del poder instituido en el estado y la iglesia, la familia se convierte en sí misma en la principal plataforma a partir de la cual se construye y reconstruye la ideología, la simbología y todos los recursos legitimadores de dicha institucionalidad, sin perder de vista el ingrediente principal: la jerarquía promovida y sostenida por el poder del varón, quien reparte derechos y obligaciones, ética, educación, laboriosidad, industria y espiritualidad. Esta compleja red de elementos, estrechamente imbricados entre sí, convierte a la familia en una maquinaria opresiva, sofocante, en la que la doble moral se vuelve un requisito para poder sobrevivir. La familia burguesa, por su parte, cuenta con un nuevo dispositivo, la moral del ahorro, que la torna una especie de burbuja donde las reglas están duramente establecidas, y cualquier intento por modificarlas, se ve, simultáneamente, como un atentado contra la moral del estado y de la iglesia.
El rompimiento de esta fortaleza, en apariencia inexorable, a la larga, puede costarle la vida a quien lo intente. No debería olvidarse que la familia burguesa es el producto de una alianza eminentemente productiva entre el Capital, Dios y el Estado. No reposa sobre el tejido espontáneo de las emociones y los afectos, sino sobre el cálculo financiero, los rendimientos, las herencias y las propiedades. Con la industrialización, la familia burguesa, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, se cierra sobre sí misma, y el padre, quien por lo general es el único que trabaja, convierte a la madre y a los hijos en su propiedad. Un régimen de austeridad, una disciplina férrea, y una moral sustentada en la religiosidad, no tanto en la espiritualidad, definen con mucho a un tipo de familia especialmente diseñado para bloquear el ocio, y promover con entusiasmo el ahorro y la prevención. La aristocracia creyó alguna vez que en una prole numerosa residía la garantía de inmortalidad y prolongación del régimen de propiedad. Para la clase obrera y el campesinado, una prole numerosa era solo la garantía de más brazos para impedir que el hambre, la desolación y el desempleo entraran en sus hogares. La moral burguesa introduce un nuevo ingrediente: el ahorro, en torno al cual se levantan edificios especulativos para justificar que las alianzas matrimoniales, jamás pueden reposar sobre el amor o la amistad.
La estética del sacrificio como la llaman algunos críticos, refiriéndose a la literatura, sobre todo a la novelística de la segunda parte del siglo XIX, en la que aparecen mujeres solas, aisladas y abrumadas por la nostalgia y la melancolía, cuyo emblema podría ser Madame Bovary de Gustave Flaubert, recoge de forma muy lírica, tal vez, pero con fría exactitud, la nueva psicopatología que ha producido la moral del ahorro, en la familia victoriana, para citar un ejemplo[9]. La familia, para el buen burgués, es el punto de partida de la empresa que piensa desarrollar. Los hijos, desde que nacen, ya tienen estatuido su futuro, y nada se le concede a la casualidad o a la espontaneidad. El nido familiar debe ser el hogar en el que se reponen fuerzas, se retoman iniciativas y se reemprende la carrera empresarial, en la que está involucrada la totalidad de la familia. En la novelística escrita por mujeres, particularmente, se recoge con lucidez y sensibilidad, lo que significa convivir en una familia concebida como empresa. Casi todos los personajes femeninos, andarán a la caza del mejor partido, esto es, en términos financieros e inmobiliarios. Pero ellas tienen tiempo para hablar de sus emociones, los hombres no. Con suma dureza, Marx y Engels, sostenían que el burgués, cuando contrae matrimonio, solamente está realizando una inversión, la cual, unas veces resulta un fiasco total, y otras una excelente partida contable en sus libros.
Les corresponde a las mujeres, como se verá en el capítulo siguiente, haber traído al primer plano, las emociones, los sentimientos, los afectos y la libertad, la reconquista del cuerpo y de los espacios familiares, que los empresarios que tienen como esposos les han arrebatado, argumentando su improductividad. Con la recuperación del ocio, a la familia se le devuelve su verdadero sentido, y no a partir de que la fábrica o la mina estén funcionando bien o mal. En el momento en que la mujer descubre que sus hijos son personas, y no cachorros de empresario, se produce toda una transformación al interior de la familia, que entonces empieza a imaginar las innumerables posibilidades del afecto y las emociones. Ese también, será el momento en que el marido decide buscarse una amante, o simplemente se va de la casa, pues ha descubierto que su inversión ha fracasado.
Razonada de esta manera, como unidad empresarial que debiera generar ciertos rendimientos financieros y políticos, la familia burguesa no vacila, cuando el momento histórico fue propicio, en volver a los criterios clánicos que una vez pudieran haber predominado sobre el grueso de las estructuras matrimoniales y de parentesco en el norte del Mediterráneo. Son esas familias burguesas clánicas, “aristocratizadas”, con un alto poder de concentración económica y financiera, las que están detrás de las grandes monarquías europeas, entre los siglos XV y XIX; y las que sostienen también a los ricos y complejos imperios florecientes durante esos mismos siglos. El entramado familiar históricamente aseguró la persistencia de las estructuras de poder imperiales, y prolongó de forma indefinida la reproducción y estabilidad de sus funciones. Algunas de éstas venían legitimadas por el poder eclesiástico, el cual siempre encontró en las familias reales, nobles y principescas el mejor filón para expandir sus propiedades, tesoros y finanzas, todo, por medio de un control ideológico, que, con más frecuencia de la debida, llegaba hasta la alcoba.
La participación de los monjes, curas y predicadores en las familias monárquicas e imperiales de la Europa expansionista, no sólo le rinde tributo a la historia del crimen, sino que está fuertemente entreverada con los ingredientes ideológicos que hacían posible el fortalecimiento del Estado imperial mismo. Fueron estas familias monárquicas, precisamente, las que, escamoteando el efecto disolvente de las invasiones bárbaras contra la dominación romana, y por ende del descomunal tesoro acumulado por la Iglesia, desde el siglo IV en adelante, las que lograron fortalecer más bien que perder, sus lazos intrafamiliares para hacer negocios, incrementar economías y expandir propiedades. La conversión de Constantino (274-337), primer emperador cristiano tuvo efectos devastadores, no sólo de carácter ideológico en la realización de las alianzas matrimoniales al interior del imperio[10], sino que también vino, simplemente, a reconocer una situación de hecho: la Iglesia se había convertido en la corporación más poderosa del imperio y lo más conveniente era tenerla de su lado. De nuevo emerge, con toda claridad, la vieja alianza entre Dios, el Estado y la Iglesia, contra la que tanto combatió un pensador anarquista como Bakunin[11].
Si la conversión de Constantino transformó a los asuntos eclesiásticos en materia de Estado, la conservación de tesoros, herencias y propiedades por parte de la Iglesia, se volvió un asunto de carácter vertebral que debía ser fortalecido a través de la realización de las mejores alianzas matrimoniales posibles. Esa sería una materia que, en situaciones de conflicto, era atendida con respuestas de carácter militar o movilizando un aparato ideológico que empezaba a crecer de forma imparable desde entonces. Apuntaladas de esta manera, las monarquías europeas, a lo largo de más de mil años, encontrarían la salvedad para que la gestación de instituciones, heredades y herederos vinieran al mundo legitimados por un poder eclesiástico que era prácticamente su igual. Toda la historia imperial europea, y de sus familias gobernantes, tuvo siempre como benefactor espiritual a la Iglesia, sin la cual las atrocidades cometidas por tales imperios hubieran generado una carga mayor de culpa, sólo redimible con más riqueza y más poder para la última.
La revolución burguesa en Inglaterra, Francia y Rusia, no desentrañó esa alianza entre el Estado, la Iglesia y Dios. Sólo le cambió su dirección; en realidad, porque los nuevos contrincantes y críticos procedían de la esfera externa a sus entrelazamientos familiares. Las clases trabajadoras, los campesinos, el lumpen de las grandes ciudades europeas, en la era de la revolución burguesa, asestarían los primeros golpes importantes contra una estructura social que sólo en apariencia podría haber estado rasgada por contradicciones de clase. Las alianzas familiares entre la gran burguesía industrial, y la nobleza propietaria de grandes extensiones de tierra y hombres, en ambos lados del Atlántico, hacían evidente la necesidad de que, para combatir a los desposeídos, con frecuencia había que olvidar diferencias superficiales sobre asuntos relacionados con la educación, las buenas maneras o el estilo de vida. El culto y refinado aristócrata, muchas veces, terminó por entregarle su vagarosa hijita al ignorante potentado industrial con las manos empapadas en aceite; todo a cambio de una dote que le daba sentido a la alianza familiar, pero también prolongaba haceres y sentires de una aristocracia que se negaba a morir, a pesar del olor a pólvora y al griterío que se escuchaba en su contra, desde las trincheras callejeras de París, Viena, Berlín, Barcelona o Budapest.
La familia burguesa, en los orígenes de la modernidad, convirtió el tráfico comercial en una especie de culto a la mercancía, y el dinero contante y sonante en el signo más conspicuo de su estatus social. La cristalización del valor, que Marx analizó con tanta genialidad, su revelación-por tantos siglos oculta tras las soflamas de la ideología y la religión-, terminó por convertirse en el instrumento más contundente de la penetración económica en la moral doméstica de la familia burguesa, tanto de los potentados como del pequeño burgués, asustadizo y mojigato, poseído por esa moral de tendero que el imperio británico llevó a todos los rincones del planeta. Y pocos escritores pudieron haber descrito con tanta soltura y lucidez dicha moral, como lo hiciera Charles Dickens[12]. En su obra se encuentra, posiblemente, el mejor detalle de la vida cotidiana en la familia burguesa británica, del momento más álgido de la revolución industrial. Pero además, basta con reparar un poco en la vida misma de las familias Marx o Engels, para percatarse de que dicha moral, sustentada en un conjunto de valores que explican y justifican la rígida jerarquía que la gobierna, no es diferente a la de cualquier negociante, industrial o minero del Londres, Glasgow o Manchester victorianos[13].
En ningún momento, desde que toma consciencia de su utilidad, el buen burgués victoriano se despoja de su veneración por el ahorro, el orden, lo que entiende por espiritualidad, y de su obsesión por tener algún grado de control sobre su futuro y el de su familia. De esta manera los hijos y las hijas vienen al mundo con un destino preescrito. El intercambio de dotes es en realidad una compra y venta, la cual ahora se encuentra subsumida por el impacto de un matrimonio en el que los afectos son lo más excepcional[14]. Porque es precisamente el llamado “espíritu de empresa” el que está en la mera raíz de esta clase de intercambios. Sombart lo formula con claridad meridiana, cuando dice originariamente, el espíritu de empresa era patrimonio privado de los grandes señores, entre los cuales adquirió un tinte autoritario; con el paso del tiempo la ambición de adquirir dinero por medio de empresas económicas se extiende a clases más amplias de la población, pero los métodos son distintos: no se recurre a la violencia, sino al camino pacífico de las negociaciones. Poco a poco se va viendo que en esta empresa un espíritu de buen administrador, un espíritu ahorrativo y calculador, puede rendir grandes servicios[15].
El intercambio de dotes, al momento de ejecutarse el matrimonio, estaba mecánicamente relacionado con los procedimientos para heredar, lo cual convertía a la mujer, eventualmente-en caso del fallecimiento del marido-, en una propietaria libre, según se había establecido desde el tardío imperio romano. Esta clase de negociaciones llegó a convertirse, a raíz de los grandes procesos de codificación impulsados por los estados de la modernidad, en una transacción comercial que vaciaba por completo al matrimonio de su contenido afectivo, caballeresco si se quiere, pero sobre todo le restó al aspecto conyugal algo esencial en el acuerdo matrimonial: la presencia de las emociones, un elemento que el romanticismo trató de recuperar, escamoteando la excesiva racionalidad de la era de las luces. Es este el momento en que la fuerza de las codificaciones reside en el proceso de expansión del capitalismo industrial, para el cual los acuerdos nupciales-vía dote-significan, por encima de todo, un negocio.
Si la familia y el matrimonio burgueses son los ejes que movilizan el crecimiento y la expansión del sistema económico, respaldados por una maquinaria estatal que apenas los legitima retrocede, en el caso de las familias y de los matrimonios obreros y campesinos, ingredientes ancestrales como los afectos y las emociones vienen legitimados por la supervivencia, al interior de un sistema económico que hace todo lo posible por mantenerlos en el margen, donde no les sea viable heredar, acumular, ahorrar o hacerse sentir políticamente. Un sector importante del pensamiento socialista del siglo XIX tuvo como máxima aspiración, precisamente, el aprovechamiento de ese espacio concedido por la democracia burguesa para que la supuesta “movilidad social” adquiriera algún sentido económico, social y político para los trabajadores en general. Pero el socialismo revolucionario y radical, como el anarquismo y el marxismo, ignoraron de manera contundente tales espacios y se plantearon la posibilidad de construcción de una nueva sociedad. Eso expandió el perímetro de la utopía y fue el momento cuando los hombres y mujeres decidieron estar juntos porque querían, tener hijos porque así lo deseaban, y dejarse cuando las cosas no funcionaran más. La unión libre llegó a convertirse así en el puntal que guiaba a las parejas anarquistas, surgidas con el fragor de los disparos y las bombas de de las barricadas en la Comuna de París de 1871.
La razón y la dignidad están de parte de la unión libre, dice Carlos Malato, pues ésta, mucho mejor que el matrimonio legal, conserva la pureza de los afectos y renueva el amor. En todas épocas, el sentimiento humano, más intenso que los prejuicios, ha hecho surgir esos tipos de enamorados ilegítimos transmitidos por la historia o creados por la leyenda[16]. El síndrome de Romeo y Julieta, dos adolescentes que se aman, atrapados en la telaraña de la estructura familiar, destilando prejuicios y convencionalismos, sigue enviándonos señales sobre las potencias reales de los afectos y las emociones, cuando éstas no están sujetas por codificaciones, poses y mascaradas. El hombre de negocios que hoy continúa creyendo que sus hijos le pertenecen, empresarialmente, reproduce el esquema inveterado de una burguesía sana y boyante, para la cual el matrimonio es simplemente una oportunidad más de enriquecerse sin límite y de expandir su campo de actividades, a pesar de que el sistema económico esté haciendo aguas por todo lado. La mentalidad carroñera del burgués promedio no deja espacios para que el sistema pueda soportar su ritmo de vida, y sus quebrantos son vistos simplemente como problemas transitorios en la esfera de las finanzas y no de la productividad.
Los patrones de consumo y las condiciones del desarrollo tecnológico en nuestros días, han creado familias en las cuales la comunicación real se ha reducido considerablemente. Las neurosis de fines de semana ponen en evidencia el escaso contacto afectivo y rebelan los síntomas de un individualismo paranoico, transitoriamente, aliviado frente a la pantalla de televisión, el ordenador, el Ipod, el Ipad, el teléfono móvil y todos los dispositivos que la sociedad capitalista contemporánea ha creado para evitar que la gente se dé cuenta de la existencia árida, estéril y aburrida que llevan. La rebelión de los hijos que busca distintas vías de escape y realización, ya sea hacia el consumo de drogas de distintas naturalezas y procedencias, así como hacia diversas expresiones de la criminalidad, no es únicamente el producto de su inmensa soledad, sino también de la pobre gama de alternativas ofrecidas por una sociedad que se devora a sí misma, con sus inagotables catálogos de juguetes para matar y enseñar cómo hacerlo desde muy temprana edad.
Un reflejo perdurable de los niveles alcanzados por el aburrimiento, la desidia y el desencanto es el poco control que hoy tienen los jóvenes de su propia cotidianidad. Se les ha querido enseñar a sobrevivir, no a vivir, algo que, posiblemente, sus padres nunca hicieron[17]. De esta manera la familia, profundamente, jerarquizada para evitar que los hijos se desgranen, se convierte en un campo de batalla diario, donde los componentes expresivos del poder se disparan en todas direcciones. No se trata de una unidad familiar en la que cuentan, mayormente, el afecto, las emociones y los objetivos solidariamente compartidos, sino de una usina destinada a la producción de mercancías o de distintas formas del crimen, para poder seguir sobreviviendo. Es cínica, entonces, o es consecuencia de una descomunal indiferencia, la actitud del funcionario público que se pregunta por qué las cárceles están repletas de gente joven, por qué en la secundaria las mujeres se prostituyen rápidamente y las escuelas y colegios se han convertido, más bien, en centros de enseñanza especialmente diseñados para los cadáveres vivientes del mañana que requiere urgentemente la sociedad capitalista.
La familia burguesa promedio de nuestros días, redujo al mínimo la corriente afectiva que era la principal motivación de los hijos para permanecer en el nido, y, no sólo la canalizó hacia la fábrica, la mina o la tienda, sino hacia las mascotas, los perros, los gatos, el loro; a los que antropomorfizó y ahora sepulta apegada a los mismos rituales de un funeral cristiano convencional. En un país como Costa Rica, donde las parejas jóvenes no quieren hijos con mucha celeridad, llegará el momento en que las familias redireccionen sus neurosis de fines de semana hacia los animales. Entre tanto, mientras la frivolidad agobia a estas familias, cuyo paraíso perdido está en Miami o Nueva York, los migrantes se llenan de hijos y hacen colapsar el sistema de seguridad social y educativo costarricense, el cual ha llegado a convertirse en la única salida posible, para una pobreza sobrecogedora en amplios sectores de la población, ansiosos por apropiarse de los símbolos del progreso a cualquier costo-exhibidos por los ricos, a veces de forma indecente-. Son estos los casos en que el feo rostro de la realidad real, puede ocultarse tras la máscara de la realidad virtual, conseguida a punta de puñal y pistola.
A los jóvenes de hoy se les ofrece el paraíso, pero no se les dan los recursos para conseguirlo, ni se les indica el sendero hacia él. Quienes sí lo logran son el crimen organizado y las mafias de todo tipo, que, con el tiempo, se han llegado a convertir en un parámetro de éxito y efectividad. Mientras la educación sexual impartida en nuestras escuelas y colegios, muchas veces, por hombres y mujeres repletos de represiones ellos mismos-con frecuencia rozando las fronteras de la pederastia-, se orienta hacia la formación de personas abrumadas por los mitos y las supersticiones sobre los perjuicios del sexo, los niños y las niñas, y los adolescentes en general, buscan la salida a su enorme fuerza y pasiones, violentamente reprimidas desde el hogar-donde el padre o la madre bien podrían ser cultores maniáticos de la pornografía-, en un erotismo sustentado en la simple aceptación del grupo o de la pareja más inmediata. En estos casos, casi siempre, el resultado es un embarazo no esperado, con todas las implicaciones éticas y sociales que ello tiene para las mujeres en particular.
Ahora bien, el cóctel que se forma en la cabeza de la gente joven, con ingredientes procedentes del exitismo del narcotráfico-fomentado por culebrones importados, donde el héroe siempre es un mafioso que se sale con la suya-, la potencia que da una sexualidad no errática, y la violencia de la aceptación del grupo, transmitida y retransmitida por medio de símbolos y analogías-que recuerdan a las sectas secretas medievales (es el caso de los “mareros” centroamericanos)-, genera un desconcierto imposible de traducir para padres rutinariamente acostumbrados al partido de fútbol, la cantina o el salón de billar. Estas vertiginosas brechas mediáticas, más que generacionales, producen hombres y mujeres jóvenes muy solitarios. Antes, el padre de familia, frente a estas supuestas evidencias de los desvaríos de sus hijos y de sus hijas, reprimía más, la madre gritaba y se desmayaba, y los hermanos pequeños contemplaban el castigo físico de que eran víctimas los mayores. Hoy, la diversidad sexual, y la abundante población de madres solteras, ha provocado el surgimiento de un aparato de control estatal cada vez más vigilante y represivo, que se inmiscuye en la cotidianidad de los hogares, en lugar de brindar la asesoría requerida, educativa, psicológica y financiera, para que los hijos de estas familias no sean los potenciales criminales o suicidas del mañana. En realidad, entonces, no existe una familia disfuncional, existe, más bien, un estado disfuncional, que comete el descomunal error de poner en manos de instituciones religiosas, que no espirituales, la educación y la atención afectiva y emocional, de una generación de jóvenes que hace rato superó los periclitados valores de la gente mayor, cada vez más vieja e improductiva.
El culto a la apariencia, a la mera belleza física, así como a la simple y plana inteligencia asertiva está produciendo hombres y mujeres para quienes la efectividad productiva es lo único que cuenta. Así, es frecuente, encontrar familias jóvenes donde existe una competencia interna, una emulación productiva, entre los padres y los hijos que se salda escurriéndose furtivamente hacia diversiones cada vez más solitarias y aisladas. Si el padre y la madre trabajan a toda máquina, la simple conversación de sobremesa, la solidaridad y el afecto, lo suplen la carrera hacia el autobús que recoge a los niños todas las mañanas, el certamen más estridente de fin de semana donde participan los perros y los gatos de la casa, y los juegos deportivos o de azar donde papi y mami puedan exhibir sus talentos inimitables y jerarquizados; sobre todo cuando el jefe o el patrono es invitado a participar, y se convierte en un observador, de nuevo, de la capacidad productiva de sus empleados. Puede verse que, todo se reduce, en la familia contemporánea, a cómo te observan los que se consideran las autoridades consumadas en productividad, y pro-actividad, la nueva palabreja (un detestable anglicismo) que circula por ahí para decirte que tu no te perteneces, le perteneces a tus jefes y promotores de imagen.
Para concluir, la familia cibernética de nuestro tiempo, pareciera haber llegado al nivel de desarrollo en el cual ya es posible contar con un decálogo más o menos bien diseñado. Veamos:
1.-Amarás tu laptop, tu teléfono móvil y tu LCD con todas tus fuerzas y todo tu corazón.
2.- Te olvidarás de la solidaridad, y serás pura productividad.
3.- Aún en tu hogar, buscarás estar completamente solo.
4.- Harás de la competitividad el centro de tu vida.
5.-Tu yo ficticio será más importante que tu yo real.
6.- Sacrificarás la libertad en beneficio de la pericia tecnológica.
7.- No tendrás ni padres ni hermanos: sólo jefes y patronos.
8.- Para ti no existen las fronteras nacionales, sólo el sistema económico.
9.- El amor, el sexo y la amistad serán reemplazados por el mercado.
10.- La nueva forma de conciencia social para ti será la frivolidad.
Pocas personas, con unos dos dedos de frente, no se darían cuenta que este conjunto de principios está sujeto al buen funcionamiento de la ausencia total de ética, pues si no establecemos la diferencia operacional entre mercado y sociedad de mercado, el conjunto social terminaría en una guerra campal, en el que la moral quedaría reducida al simple “sálvese quien pueda”. Este frágil y volátil postulado es el que ha mantenido más o menos cohesionada a la civilización, durante los últimos quinientos años. De tal manera que, en el presente, ese nuevo decálogo resumido arriba, apenas retrata la siniestra profundidad crítica de un sistema económico que ha renunciado a todo para sobrevivir. Entre las reliquias que ha dejado en el pasado, están la familia, la amistad, la paz y un poco de filosofía de la vida cotidiana. Sin esta última, la antigua cultura griega jamás hubiera salido de los puntiagudos acantilados de su quebrada geografía.
En el antiguo Egipto, en la Grecia Clásica y en la Roma Imperial, la vida doméstica, férreamente conservada y reproducida por las mujeres y los esclavos, recogía los ecos más nobles de la rusticidad cotidiana en la vida de la caverna. Para la época de la revolución agraria y de la domesticación de animales, la existencia en torno al hogar, el sacrificio cotidiano ofrecido al calor de la fogata, fortalecía, sin jerarquías de ninguna especie, en ese preciso momento, los trazos de un conjunto de tradiciones que harían posible el mito y las teogonías, cargadas de hombres y mujeres con iguales potencias, inteligencias y posibilidades. El cristianismo halló esto tan bárbaro y pagano, que tuvo que inventarse una máquina de muerte, como la Santa Inquisición, para hacer rechinar su llegada a un mundo donde todo le parecía pecaminoso y sucio. Fue entonces cuando el paganismo pasó a la clandestinidad, y el ateísmo se convirtió en una especie de lepra a la que había que evitar a toda costa. El ateo terminó siendo considerado un apestado, al que era necesario silenciar de la forma que fuera.
La unión libre, entonces, el amor libre, la asociación inofensiva de dos personas o más que, simplemente, comparten un proyecto de vida, llegó a convertirse en una rareza tan excepcional que, aún hoy, a los individuos que viven en esas condiciones se los sigue viendo con extrañeza y distancia. Más todavía si son del mismo sexo. Es entonces cuando se desata una espiral imparable de prejuicios, moral de urinario, y consideraciones de orden político e ideológico, que recuerdan con precisión a los panegíricos del Ku-Klux-Klan en sus mejores épocas. El largo y tortuoso camino hacia la apertura de un espacio civil, en busca de que la diversidad sexual sea posible, es explicable a partir de la tormentosa y muchas veces sangrienta oposición de la Iglesia y del Estado, para quienes la familia solo es la unidad reproductiva básica del sistema económico. En la lucha diaria por ampliar el margen de posibilidades para que esa nueva idea de familia se abra espacio, ya sea de naturaleza heterosexual, es triste presenciar cómo, los dos mastodontes más dañinos que han acompañado a la humanidad, durante los últimos dos mil años, el Estado y la Iglesia, movilizan todos sus recursos, apelando a la moral, a la ideología, la tradición y la cultura, para que todo se quede en un mero plañido de minorías segregadas y estigmatizadas por siglos. Los hombres y mujeres del nuevo milenio deberían tener bien claro que la realización de una familia más solidaria, afectuosa, productiva y feliz, solo será posible si se le abren fisuras a un sistema económico, político y social cuya agonía ya se ha prolongado por mucho tiempo. Y las fisuras solamente se le pueden abrir a los dos pilares sobre los cuales reposa: el Estado y la Iglesia. Esta última, con su enorme capacidad para el castigo auto inflingido, cada día da más pruebas de su enorme incapacidad para atender las necesidades ideológicas del sistema económico. El Estado, por su parte, atosigado por ejércitos de burócratas y funcionarios públicos, cada vez más voraces e incompetentes, sólo tiene un destino: su extinción. Si los dinosaurios y los mamuts se extinguieron por irrelevantes, ¿por qué no la Iglesia y el Estado?
[1] Historiador costarricense (1952). Catedrático jubilado de la Universidad Nacional, Heredia, Costa Rica. Columnista huésped de esta revista.
[2] Gerda Lerner. La creación del patriarcado (Barcelona: Crítica. 1990. Traducción de Mónica Tusell) P. 191.
[3] Melville J. Herskovitz. El hombre y sus obras (México: Fondo de Cultura Económica. Undécima reimpresión. 1995. Traducción de M. Hernández Barroso) Pp. 75 y ss.
[4] Frederick Engels. El origen de la familia, la propiedad privada y el estado. En Marx/Engles. Obras escogidas (Moscú: Editorial Progreso. 1971) Pp. 189 y ss.
[5] Melville J. Herskovitz. Op. Cit. Pp. 321 y ss.
[6] Jack Goody. The Development of the family and marriage in Europe (Cambridge University Press. 1983) Capítulo 5.
[7] La familia inmediata puede ser monógama o polígama. Afirmaciones sobre el tipo de familia hallado en una sociedad dada no son, sin embargo, a propósito para se tomados como indicadores de categorías fijas, sino más bien de formas consagradas. No hay sociedad donde se patrocine la poligamia que no tenga gran proporción de familias monógamas, y pocas sociedades conocidas como monógamas en las cuales no se conozcan lo que en la cultura euro-americana se llamarían matrimonios plurales extra-legales, con frecuencia de alguna estabilidad. (…)Los matrimonios polígamos son de dos tipos: poligínicos cuando un hombre tiene varias esposas, y poliándricos, cuando una mujer tiene más de un marido. Herskovitz. Op. Cit. P. 324-325.
[8] Jack Goody. Op. Loc. Cit.
[9] Catherine Gallagher. The Body Economic. Life, Death, and Sensation in Political Economy and the Victorian Novel (Princeton University Press. 2006) Capítulo 6. Ver también de Linda M. Austin. Nostalgia. In Transition. 1780-1917 (University of Virginia Press. 2007) Pp. 85 y ss.
[10] Los matrimonios de todos sus hijos fueron realizados con fines meramente de reproducción de las alianzas imperiales, las cuales recibieron todas las bendiciones requeridas por parte de la iglesia. Jack Goody. Op. Cit. P. 53.
[11] No existe, no puede existir, Estado sin religión. Mijail Bakunin. Dios y el Estado (Buenos Aires: Utopía Libertaria. 2010). P.80.
[12] Un ejemplo superior de cómo un hombre de negocios lleva sus asuntos familiares, es Dombey & Son (London: Penguin Books. 2002), una novela de mil páginas en las que se detalla con frío sentido del humor el mundo de la burguesía victoriana.
[13] La biografía de Eleanor Marx, magistralmente tratada por Ivonne Kapp, permite, en sus dos enjundiosos volúmenes tener una idea sobre la vida familiar de los Marx. Véase sobre todo el primer volumen. Eleanor Marx. Family Life. 1855-1883 (London: Virago. 1979). La segunda parte de ese volumen es a todas luces la más explícita, sobre las relaciones entre Marx y sus hijas. También puede consultarse la novedosa y rica biografía de Engels, escrita por Tristram Hunt. Marx’s General. The Revolutionary Life of Friedrich Engels (New York: Metropolitan Books. Henry Holt & Co. 2009). Ver sobre todo el capítulo 6.
[14] Aparte de los ensayos de Max Weber, posiblemente, uno de los mejores estudios sobre la mentalidad burguesa es el de Werner Sombart. El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno (Madrid: Alianza Editorial. 2ª edición. 1977. Traducción de María Pilar Lorenzo y Miguel Paredes). Ver en particular el Libro Primero.
[15] Werner Sombart. Op. Cit. P. 365.
[16] Carlos Malato. Filosofía del anarquismo (Madrid: Ediciones Júcar. 1978) P.39.
[17] Un texto cuya vigencia no deja de asombrar, en lo que se relaciona con estos temas, es el de Raoul Vaneigen. Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones (Barcelona: Anagrama. 4ª edición, 2008. Traducción de Javier Urcanibia) Ver sobre todo la primera parte.
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