Meditaciones libertarias LA MUJER
Meditaciones libertarias
LA MUJER
Rodrigo Quesada Monge[1]
En los anales de la tradición anarquista se registra la participación política, cultural y plenamente revolucionaria de las mujeres, sin las cuales la acción y el pensamiento libertarios jamás hubieran llegado hasta donde lo han logrado. Ellas han sido voceras, activistas, poetas, escritoras, pintoras, creadoras en todos los géneros artísticos, literarios y científicos que han sido tocados, de una u otra forma, por el anarquismo. Sus acciones han sido fuertes, beligerantes, decididas y profundas cuando así lo ha requerido, no este o aquel manual, sino la pujanza y la invocación de una idea, de un sueño utópico, la creencia en la posibilidad de una sociedad sin Estado, sin Iglesia, donde la autoridad haya sido borrada de la historia y la libertad sea total.
No podía haber sido de otra forma, en virtud de que la mujer y el trabajador han experimentado, a lo largo de siglos de historia capitalista-sin tomar en consideración la más larga y tortuosa historia de la división sexual del trabajo y los orígenes del patriarcado-[2], condiciones similares de opresión y explotación, que los hacen coincidir en objetivos y métodos de lucha contra el sistema económico, en busca de una organización social, política y cultural alternativa, que no establezca distingos de género y sexualidad, y en la que hombres y mujeres puedan aliarse por la conquista de condiciones de civilización iguales para todos. Así de fácil como puede parecer, a los ojos del lector, la formulación de este principio, con enorme influencia en la historia del socialismo, de las ciencias humanas y de las ciencias naturales, ha encontrado dificultades espectaculares de realización, no sólo teóricas sino también prácticas. Tanto en lo que compete al diseño en los métodos de combate, de hombres y mujeres en condiciones de opresión, como en la clarificación de metas y en la construcción de utopías sociales, rectoras de aspiraciones y voluntad de cambio[3].
Porque el gran problema de la liberación sexual, económica, política y cultural de las mujeres reside en que, con más frecuencia de la debida, sus parejas, sus compañeros de lucha, no siempre las han acompañado, plenamente, en las agendas de temas y problemas que se han propuesto. Este asunto se complica todavía más, cuando se le da un poco de atención al hecho de que, el Estado y la Iglesia, dos de las expresiones más acabadas del autoritarismo, se alían a los trabajadores, cuando así les conviene, para “meter en cintura” a sus mujeres, quienes a veces deliran con un mundo de fantasía, según ellos, donde no sólo la maternidad sea revisada a fondo, sino también la paternidad, como nueva forma de enfrentar las recién adquiridas exigencias de las mujeres.
Precisamente, una de esas primeras demandas, no tanto hecha y articulada por las feministas de fines del siglo XIX, en Europa, Estados Unidos, Australia y Argentina, sino por mujeres sencillas, esposas de mineros, canteros, sastres, carpinteros y otros, habitantes de las grandes ciudades de esos países, fue la capacidad para controlar la productividad y funcionamiento de su propio cuerpo. El rescate, la recuperación, de su propia biología, metió a las mujeres, esposas, compañeras, hijas, hermanas, de grandes industriales, comerciantes y obreros, con algún grado de educación, en una fiera disputa que no tenía tanto que ver con problemas de fidelidad o lealtad, sino con la mera reproducción de la familia, un tema que era portador de una profunda delicadeza, para la Iglesia y el Estado, como se pudo ver en uno de los artículos antreriores. Cuando las grandes anarquistas de la segunda mitad del siglo XIX, hablan del amor libre, entre otras cosas, están buscando rescatar el control sobre su propio cuerpo, pero también sobre sus propias emociones, sus afectos, lealtades y vivencias. Rara vez las encontraremos prodigándose a favor de la promiscuidad. Todavía creen fieramente en el romance, la dulzura y la ternura de que puede ser capaz una determinada pareja[4].
El autoritarismo de la civilización burguesa alcanzó niveles insospechados cuando, apuntalado por el cristianismo, diseñó toda una legislación que buscaba controlar las decisiones tomadas por las mujeres sobre sus propios embarazos. El contenido reaccionario de tales dispositivos legales se pone en evidencia, cuando la prohibición del aborto, el uso de medios anticonceptivos y otros reglamentos y leyes, no sólo van en contra del derecho que tienen las mujeres, y las parejas en libre asociación, sobre sus propios cuerpos, sino también, cuando el Estado y la Iglesia, le escogen a las mujeres lo que deben sentir, pensar y hacer con relación a los hijos que deseen tener. Este control autoritario sobre la biología de las mujeres reposa en el frío cálculo que exige la relación-de corte neomalthusiano-entre demografía y productividad. Desde la segunda parte del siglo XVIII, políticos, científicos y analistas de todas las procedencias profesionales, han debatido sobre los posibles riesgos y consecuencias de no advertir los desajustes que se pudieran presentar entre demografía, producción y tecnología cuando la generación de alimentos quedara por debajo del crecimiento de la población[5].
Con el sistema económico capitalista este riesgo siempre ha estado a la vuelta de la esquina, en gran parte debido a su descomunal incapacidad para racionalizar la producción, a pesar de la enorme competencia tecnológica que pudiera desplegar en algunos de los momentos de su historia. Las recurrentes crisis demográficas ocasionadas por los imperialismos, siempre fueron de la mano con la producción de los alimentos. El colapso poblacional provocado por la expansión europea en América, África y Asia, plantea la paradoja histórica de que, en los momentos de mayor crecimiento tecnológico, los imperialismos provocaron derrumbes demográficos traumáticos en aquellos grupos humanos sumamente vulnerables a los cambios introducidos en la ecuación demografía-productividad-revolución tecnológica[6].
Estas evidencias fueron distorsionadas y manipuladas, a lo largo de los siglos, para llevar a la falsa conclusión de que, la única manera de evitar el holocausto demográfico era introduciendo duros ajustes en el control de la natalidad pero, de acuerdo con los ideólogos de los imperios, en aquellas zonas donde la presión sobre la producción alimenticia pudiera alcanzar niveles incontrolables, como era el caso, otra vez, de América, África y Asia. El abandono del tráfico internacional de esclavos, a principios del siglo XIX, uno de los impulsos decisivos en la expansión capitalista, desde la segunda parte del siglo XV, está en relación directa con las decisiones tomadas por los estados imperialistas de la época, respecto a salvaguardar a la población trabajadora que los sustentaba, pero también porque la reproducción-costosísima por cierto-, de la masa de trabajadores en condiciones de esclavitud, llegó a ejercer una presión traumática sobre la generación y distribución de alimentos.
Las mujeres, en estos casos, muy bien cotizadas como receptáculos de la reproducción del sistema esclavista, y al mismo tiempo como mercancías, no experimentaron cambios sustanciales en sus condiciones de vida y existencia, una vez que el estatuto legal de esclavas les hubiera sido levantado. La mujer trabajadora, la mujer campesina, continuaron, bajo el sistema capitalista, en una situación laboral, económica y cultural tan lamentable como en los mejores tiempos de la esclavitud. Sin embargo, el conjunto de los trabajadores y de los campesinos fueron el objetivo principal de las políticas demográficas impulsadas por los imperios durante la segunda parte del siglo XIX, cuando la revolución industrial, en pleno proceso de maduración, hacía creer que la bonanza económica los beneficiaría a todos sin distingos sociales de ninguna especie.
Obviamente, quienes salieron más afectadas y, con frecuencia, sacrificadas, fueron precisamente las mujeres, sobre las cuales cayó todo el peso de la religión, la legislación y la ideología, para obligarlas a controlar sus apetitos sexuales. Fue en las grandes ciudades industriales donde las mujeres de la mediana burguesía, empezaron a tomar consciencia de una realidad histórica aterradora. Decantada por un nivel mayor de educación y la sensibilidad que aseguraba la paz de un hogar burgués, medianamente proveído, esa consciencia buscó distintos medios de expresión que llegaron hasta los oídos de las mujeres obreras y campesinas. En Londres, París, Viena, Berlín, Melbourne, Chicago, Buenos Aires, México, Moscú, la revolución industrial trajo consigo también el auge del movimiento obrero, y con él el crecimiento y expansión de las ideas feministas, en una primera instancia más relacionadas con la conquista de algunos derechos políticos fundamentales para las mujeres-como el derecho a elegir y ser elegida-. Luego vendrían aspiraciones y demandas de mayor hondura e impacto, como el derecho a participar ampliamente en el movimiento sindical, y en los procesos revolucionarios que estaban cristalizando en el mundo burgués desde la revolución francesa de finales del siglo XVIII[7].
Es incuestionable que las primeras aspiraciones políticas e ideológicas de las mujeres organizadas fueron de orden económico y social. Luego de recuperar el control sobre su propio cuerpo, la toma de consciencia de que tenían de vuelta en sus manos, el instrumento de producción más poderoso de que podía disponer la sociedad y, sobre todo, ellas mismas, las mujeres se propusieron tener una participación beligerante y creativa en las estructuras productivas y sociales del sistema económico y, la mayor parte del tiempo, contra el sistema, pues éste hacía lo posible, ya fuera por mantenerlas fuera-enclaustradas en su hogar, atendiendo a la prole y al marido- o, cuando las incluía, por explotarlas al máximo. Algo similar sucedía en las relaciones con sus compañeros, quienes, frecuentemente, eran más machistas y patriarcales de lo que podía suponerse, en condiciones donde la solidaridad de clase y las convicciones revolucionarias pudieran haber estado por encima de las pequeñas rencillas y refriegas hogareñas por el poder.
Pero es que, para las feministas más consecuentes-aquellas que estaban por encima de partidos políticos o de organizaciones articuladas para fines coyunturales-, el Estado patriarcal era algo más que un conjunto de instituciones definidas por los excesos del poder. Si en sus momentos iniciales-durante la segunda parte del siglo XIX, el feminismo estuvo estrechamente ligado a las luchas individuales de las mujeres en sus hogares y a la disputa por un trozo de sus derechos civiles, luego experimentaría una metamorfosis hacia un feminismo como concepción de vida, sobre todo cuando el auge de los movimientos revolucionarios hizo factible la radicalización de algunas de sus demandas y aspiraciones más sentidas. El feminismo revolucionario de mujeres como Louise Michel (1830-1905)[8]-conocida como la “virgen roja” durante los hechos de la Comuna de París en 1871-, más que premonitorio en todos los sentidos- pues no se agotó en las querellas políticas y fue más allá, buscando una nueva forma de vida para las mujeres, donde la violencia y los abusos de poder contra ellas desaparecieran por completo, y donde el amor, la igualdad, el internacionalismo y la solidaridad llegaran a ser los dispositivos fundamentales que movieran a la sociedad-, llegaría a ser, con el tiempo, la clase de feminismo requerido por una nueva forma de civilización, en la que el Estado y otros órganos políticos y sociales, que son expresión del despotismo contra la vida cotidiana de las mujeres, como la Iglesia, serían totalmente innecesarios.
Aquella herencia, recogida por otras mujeres, y también por hombres, quienes creían sinceramente en la necesidad de superar las estructuras patriarcales, intactas todavía en los inicios del siglo XXI, está todavía por desplegar toda su riqueza y sus promesas. Mujeres como Emma Goldman (1869-1940) y hombres como Pedro Kropotkin (1842-1921) construyeron con sus vidas, sus escritos y sus actividades una plataforma insuperable, sobre la que se ha ido levantando una memoria y un acervo cultural poderosos, orientados hacia el descubrimiento de nuevos derroteros en las relaciones entre los géneros. Pese a ello, una de las debilidades que se le puede señalar al pensamiento y a la práctica anarquistas, es precisamente la poca elaboración intelectual que se ha hecho en ese tema. Si está claro que el Estado y el patriarcado son dos de las aberraciones más detestables de la sociedad contemporánea, no se han invertido los esfuerzos teóricos y prácticos requeridos para construir los instrumentos analíticos que faciliten su destrucción o, al menos, atemperen su presencia en la vida diaria de las personas[9]. En este sentido, el anarco-feminismo apenas empieza a esbozar algunos ingredientes para que la lucha tenga sentido en el largo plazo, pues el presentismo demandado por las disputas contra el estatismo, ha obligado a los anarquistas a darle mucha importancia a las acciones de corto plazo, en demérito del pensamiento utópico y posibilista. Sin la capacidad para soñar todo está perdido; y esto lo tienen muy claro las mujeres.
Los hechos son elocuentes por sí mismos, testimonio de lo cual es la historia narrada por Paul Avrich, en su libro sobre Voltairine de Cleyre[10]. En diciembre de 1902, mientras ella tomaba un tranvía para dirigirse a impartir una clase, Herman Helcher, uno de sus antiguos estudiantes, esgrimió una pistola y le propinó cuatro balazos, uno en el pecho y tres en la espalda. Ella sobrevivió, las balas no le fueron removidas y el resto de su vida tuvo que soportar el dolor de las heridas. Para escarnio del Estado, la mujer nunca presentó denuncia alguna contra el asaltante y más bien se refirió a él como una pobre víctima del sistema económico y social, al cual atribuyó toda la responsabilidad criminal en el acontecimiento. Más bien, meses después, ella impartiría una conferencia titulada Crimen y castigo, en la cual contextualizaba correctamente el asalto de que había sido víctima, señalando al Estado como el principal creador de criminales de la historia. El sistema carcelario, judicial y legislativo eran los verdugos ciertos en un asunto que pretendía atribuir a la violencia contra las mujeres, y a la violencia en general, la naturaleza cabalística de ser producto de acciones individuales y nada más. La desigualdad social, el hambre, el desempleo, la escasez de vivienda, y la total pérdida de las esperanzas estaban detrás de una violencia, que el Estado pretendía conjurar con más violencia.
Tales lecciones y ejemplos estaban impresos ya en los sufrimientos padecidos por los hombres y las mujeres que vieron en el anarquismo la única salida hacia una vida más productiva y libre. La historia del capitalismo y del mundo burgués, durante los últimos tres siglos, ha demostrado que no era suficiente con educar y fortalecer la independencia de las mujeres, tal y como habían enseñado Rousseau, Mary Wollstonecraf y Mary Shelley[11]. Los niveles de explotación, humillación, violencia y maltrato contra las mujeres (y por derivación contra los niños), habían alcanzado la etapa del paroxismo, paradójicamente, durante el apogeo de la riqueza producida por el sistema económico. No era suficiente, entonces, con abordar el análisis de este escenario acudiendo a los viejos dispositivos metodológicos de clases sociales, raza o género, cuando las jerarquías y la autoridad formalizada constituían el artilugio más efectivo, utilizado por el mundo del capital, la Iglesia y el Estado, para ejercer todas las formas de opresión imaginables. El feminismo anarquista se nos dice hoy “ofrece un modelo analítico en el que pueden encajar múltiples relaciones de dominación y subordinación, sin insistir necesariamente en que una sola pueda explicar toda la dinámica de la explotación”[12].
El feminismo anarquista contemporáneo cada vez tiene más claro el panorama de que, en vista de los considerables esfuerzos hechos por los científicos sociales, los humanistas, los profesionales de la salud y otros, es posible precisar caminos hacia una mejor comprensión de las causas y motivos por los cuales el Estado, la Iglesia y otras instituciones de poder, como la policía y la justicia, reaccionan tan lentamente para combatir la violencia contra las mujeres. A lo largo de los siglos, los hombres han afinado, considerablemente, la consciencia de que el poder y la autoridad están de su lado. El giro epistemológico, que supondría descalibrar esta percepción, no consiste en transferir el control de estos dispositivos a manos de las mujeres, otorgándoles determinadas cuotas de poder, sino en introducir los ajustes revolucionarios requeridos para que las jerarquías pierdan totalmente su sentido. Una organización social donde el Estado y todas las otras instituciones autoritarias hayan desparecido, no puede fijar sus relaciones de género en una readecuación de las estructuras de poder, cuando, precisamente, la mayor aspiración de los anarquistas es la abolición del ejercicio del poder y de la autoridad[13].
La libertad personal y el pleno ejercicio de la independencia al que han aspirado las mujeres por siglos[14], no puede sujetarse a un simple intercambio de cuotas de poder, o a la construcción de un muro de contención contra la violencia, donde el Estado, la Iglesia y otros mecanismos autoritarios, hacen lo imposible porque las cosas cambien para que todo siga igual. Nadie garantiza que, con la desaparición de las instituciones autoritarias, y particularmente del Estado, la violencia contra las mujeres y los niños se esfumen por arte de magia. Hipotéticamente, habría que construir puentes e imaginar los recursos institucionales para que el miedo que atenaza a los hombres, ante la perspectiva de que sus mujeres se salgan de control-es decir que se les ocurra independizarse y empiecen a ser dueñas de sus propias vidas-, los sobrepase y los convierta en verdaderos criminales. En la actualidad, son pocas las sociedades del mundo occidental donde a los hombres se los educa para que hagan ejercicio de una masculinidad solidaria, respetuosa y creativa, en alianza con las mujeres. Tal ausencia educativa es el resultado de que el Estado y su aparato represivo, realmente, no tienen interés en modificar a fondo la relación entre los géneros, para lo cual sólo se acude a procedimientos paliativos que dejan intactas las jerarquías y la legislación que las justifica.
En ese caso, las comunidades organizadas, las familias, los sindicatos y las cooperativas deberían ir más allá de aquello para lo que fueron creadas, según ha sucedido en algunas partes del mundo, como Estados Unidos, Australia, Nueva Zelandia y Escandinavia. Ante la lentitud de la maquinaria estatal para resolver justamente los conflictos donde estén involucrados problemas de género, violencia doméstica, acoso y otros, algunas sociedades han abierto la alternativa a ciertos procedimientos que parecieran haber dado resultados muy concretos, al menos en el largo plazo. La llamada “justicia restaurativa”, en la que se involucran la víctima y el victimario, a través de prácticas terapéuticas, de recuperación familiar y diversos mecanismos de solidaridad integral-que incluyen la participación activa de la comunidad-, en los que el Estado o la Iglesia juegan muy poco o casi ningún papel, ponen de manifiesto el creciente interés, en sociedades maduras y avanzadas, por detener la espiral de violencia contra las mujeres y los niños. Y aunque tal “justicia restaurativa” no se pliegue, necesariamente, a las filosofías del anarquismo, ella prueba que la imaginación social, para resolver los problemas de criminalidad más acuciantes de las relaciones entre los hombres y las mujeres, no tiene por qué estar condicionada a los gestos de buena voluntad que puedan provenir de las instituciones autoritarias, a cargo del poder y de la justicia convencionales.
En países como China, Viet-Nam, Cambodia, Tailandia y la India, con una larga tradición de “justicia restaurativa”, debido a sus antiquísimas prácticas comunitarias en el ejercicio de la justicia, y en ausencia de respuestas prontas y efectivas, debido a la lejanía, lentitud y torpeza de una maquinaria estatal ahíta de burocracia, la resolución de los conflictos intra-familiares llegó a ser materia de discusión pública y el nivel de involucramiento de la comunidad sumamente asertivo[15]. Tal tradición milenaria empezó a replegarse y a refugiarse en los círculos rurales que rodeaban a las grandes ciudades en China, por ejemplo, sumamente vulnerable a la propensión centralista del colonialismo occidental, en perfecta consonancia con el histórico despotismo hidráulico de estas sociedades. En estas comunas campesinas y artesanales, las mujeres tuvieron siempre una participación excepcional, invirtiendo sus esfuerzos en una miríada impresionante de actividades, junto a los hombres y en igualdad de condiciones. Cuando la revolución cultural en China, buscó fortalecer estas prácticas de justicia comunitaria, desde una centralización estatal compulsiva, la distorsión burocrática y jerárquica fue casi inmediata, lo que provocó enfrentamientos con las comunas campesinas que, en algunos momentos, se acercaron a niveles de genocidio[16].
Uno de los ejemplos más reveladores de grupos campesinos y artesanales que han logrado mantener su independencia, contra todos los esfuerzos hechos por las autoridades estatales y por las potencias colonialistas extranjeras para integrarlos a la supuesta modernidad, es la región de Zomia, magistralmente descrita por el antropólogo norteamericano James C. Scott, en un maravilloso libro cargado de premios internacionales[17]. Zomia, dice el autor, es la mayor región del mundo donde su gente no ha sido completamente integrada a la dinámica de los modernos estados-nación. Comprende todas las tierras y valles, ligeramente por encima de los trescientos metros sobre el nivel del mar, desde las planicies del centro de Viet-Nam hasta el noreste de la India, atravesando cinco naciones del Sudeste Asiático (Viet-Nam, Cambodia, Laos, Tailandia y Burma); además de cuatro provincias de China (Hiunán, Guizhou, Guangxi, y partes de Sechuán). Es un territorio que cubre unos 2.5 millones de kilómetros cuadrados, donde se alojan unos cien millones de personas, de las más diversas procedencias lingüísticas y étnicas. Geográficamente es también conocido como el principal macizo montañoso de Asia del Sudeste[18].
No tenemos interés en hacer un resumen de este esplendido libro, porque nuestro afán reside, realmente, en llamar la atención sobre el hecho de que, en pleno siglo XXI, algunos pueblos todavía intentan mantener su independencia y su libertad a toda costa, y en ello las mujeres han sido protagonistas a tiempo completo, tal y como queda registrado en el texto mencionado. A lo largo de los siglos, estos pueblos de las montañas y de los valles, lograron enfrentar todos los intentos realizados por los estados vecinos, y los poderes imperiales cercanos y externos, para integrarlos a formas de gobierno que, hasta el día de hoy, se han negado a tolerar. Desconociendo jerarquías y maquinarias autoritarias convencionales, estos pueblos le muestran al mundo, cotidianamente, que es posible vivir, organizar la economía, las decisiones de justicia, la cultura y la política, compartiendo proyectos y tareas de manera comunitaria entre hombres y mujeres, niños y ancianos, sin que se resienta ninguna burocracia estatal o administrativa. Pero, como dice Scott, los días de vida de estas poblaciones están contados. Por eso es de enorme importancia recuperar su historia y sus enseñanzas. Algo que el antropólogo norteamericano realizó con solvencia y humanismo sin par.
Por otro lado, es bueno recordar que, en la larga y riquísima historia de las revoluciones, las mujeres estuvieron siempre al frente de las luchas y de los combates más cruentos contra el poder establecido. En alianza con los sectores obreros y campesinos más radicalizados, siempre tuvieron el talento natural para detectar y para lidiar con el ogro del totalitarismo cuando asomaba sus orejas peludas. La lucidez de Alejandra Kollontai, Vera Zazulich, Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, Emma Goldman, Lucy Parsons, Mollie Steimer, Federica Montseny, y muchas otras, protagonistas inagotables en las batallas más resonantes del siglo XX, por lograr una sociedad más justa y solidaria, era el resultado no sólo de su extraordinaria intuición política, de su educación teórica y profesional, sino también de la tensión cotidiana con sus compañeros, en la alcoba y la trinchera revolucionaria. Se trataba de mujeres, qué duda cabe, que luchaban por la conquista de dos grandes objetivos en sus vidas: la liberación de los trabajadores, y de todos los explotados, los segregados, los humillados y los discriminados. Ellas mismas, víctimas de esa situación, renunciaron a quedarse en casa, a fregar los pisos, a cocinar, a procrear, a rezar y nada más. Decidieron hacer frente común con sus compañeros en la mina, el ferrocarril, la granja o la oficina. Pero para llegar ahí, fue necesario no sólo contar con un gran corazón, sino también con una voluntad de acero, una inteligencia extraordinaria y una sensibilidad sin límites.
En estos procesos revolucionarios, las mujeres, a través de una participación activa, y con un amplio sentido de la creatividad, comprendieron más temprano que el asunto no se reducía, simplemente, a la destrucción de la maquinaria burocrática e institucional del Estado, para recuperar sus derechos y sus espacios de vida cotidiana, merodeados por las jerarquías estatales, responsables de haber creado en las mentes y corazones de las personas la idea de su incapacidad para ejercer el poder, la justicia y la solidaridad. La comprensión precoz de este proceso, las hizo ver que el Estado y sus servidores quieren que la gente les ceda su ejercicio de la libertad, y en la solución de conflictos domésticos, por ejemplo, las comunidades son despojadas de su posible participación, llenando los vacíos del poder con más policía, más cárceles y más autoritarismo.
Las mujeres también vieron con antelación que, en tanto que objetos de la violencia doméstica, civil y criminal, el Estado respondería con suma lentitud pues su interés estaría puesto en otra parte, como la construcción de obra pública, el crecimiento del aparato burocrático y el control de las fronteras. El ejercicio de la justicia no es una cuestión prioritaria y mucho menos lo es la protección de la población contra la enfermedad, los accidentes del trabajo, la violencia pública y privada, y el buen funcionamiento vecinal de las comunidades. Contra la violencia y la criminalidad el Estado responde construyendo más cárceles, fortaleciendo la policía y vigilando más de cerca a la población civil en general, reduciendo de esta manera, el derecho a la privacidad, la libre asociación y la libertad de expresión. El Estado fue pensado para reprimir no para prevenir.
Crear las condiciones culturales, educativas, políticas y sociales que permitan prevenir el crimen, la violencia contra las mujeres y los niños, tiene un elevado costo financiero y humano en términos del largo plazo, pues para el Estado es más importante una inversión física en el presente, que una de orden espiritual y humanístico en el futuro. Es por esto que al Estado, históricamente, siempre se le tuvieron que arrancar por la fuerza las concesiones sociales, sindicales, sanitarias y civiles requeridas por la población, para aspirar a una vida más decente. En ninguna parte del mundo el Estado cometió suicidio. Y mucho menos el Estado burgués, especialmente diseñado para fortalecer la individualidad y sabotear la solidaridad, a la cual siempre ha considerado una carga irrelevante y costosa para la sociedad. En el socialismo autoritario, el Estado se metió hasta en la cama con la población y redujo al mínimo la posibilidad de iniciativa, de imaginación y creatividad independiente. Por eso su caída ha sido tan aparatosa, pues el resurgimiento de la individualidad hizo saltar en pedazos, todas las amarras con que se había sujetado el diálogo, la comunicación y el auténtico trabajo comunitario entre las personas.
Si el Estado burgués, tanto como el Estado socialista autoritario, le han arrebatado a los seres humanos el poder para sentirse responsables por los demás, llenando el proceso con trámites, burócratas, funcionarios y un ejército de políticos inútiles, la mayor parte del tiempo, muy imbéciles, el feminismo anarquista logró detectar a tiempo que la única forma de resolver los problemas de servicios públicos, educación, guarderías, transporte y empleo era a través de las organizaciones comunales. Cuando la mayor parte de las mujeres también trabaja, en la fábrica, el comercio, las profesiones liberales y otras, se ha hecho ineludible darles a ellas y a sus hijos, las condiciones requeridas para que su capacidad productiva no decaiga o se desengañe, siguiendo el mito democrático burgués de que en realidad lo único que importa es la reproducción del sistema económico.
Pero, han sido las mujeres organizadas, quienes al descartar el mito mencionado, lograron fortalecer su independencia, despojando al Estado de espacios de responsabilidad civil que hace rato abandonó. El protagonismo de las organizaciones feministas-un concepto que todavía sigue portando cierto grado de ambigüedad-, después de los años sesenta, en Europa y los Estados Unidos, logró que los políticos vieran que las mujeres, en la era industrial, no estaban dispuestas a quedarse en la casa, nutriendo la vieja leyenda de la madre sacrosanta, sumisa y lánguida, que habían heredado de la era victoriana[19]. Las mujeres todavía tuvieron fuerza suficiente para remontar la frontera asignada por los varones, cuando su historia podría ser reducida a la “historia de las mujeres notables”; o a la simple “historia contributiva” como la llama Mary Nash, mediante la cual se levanta un registro historiográfico de las “grandes contribuciones” de las mujeres al desarrollo de la humanidad.
Los movimientos de emancipación de la mujer, durante los últimos cincuenta años, le devolvieron a éstas la conciencia plena de que, antes que cualquier otra cosa, son mujeres. A partir de ahí, las distinciones sociales, políticas, culturales, ideológicas, lingüísticas y etnológicas, se abren en un abanico infinito de posibilidades que no siempre se expresan de forma institucional, partidista u organizativa. La reconstitución de su mundo personal, no sólo doméstico, familiar o laboral, les ha devuelto a las mujeres el protagonismo que se les ha negado por siglos, con sólo el hecho de ser más que la mitad de la población mundial. Esta invisibilización, más que un hecho lamentable, por las aristas morales y humanas que pueda tener, es también el resultado de un éxito tremendo obtenido por la burguesía y el capitalismo históricos, para quien la mujer estaba en la obligación, desde su nacimiento hasta su muerte, de moverse entre dos hemisferios: el de la producción económica, es decir, la fábrica, la tienda o la mina, y el de la reproducción, es decir, el hogar, de donde saldrían los brazos requeridos para que el sistema siguiera expandiéndose y creciendo indefinidamente.
Si el socialismo del siglo XIX, con figuras como Marx y Bakunin, nos hizo ver el funcionamiento de aquel mecanismo, no está de más señalar que la economía política del feminismo no se agota con la reconquista, por parte de las mujeres, de su propia biología, del control sobre los nacimientos, de sus espacios de recreación y del despliegue pleno de todas sus potencias profesionales, artísticas e intelectuales. El marxismo enseña que las mujeres primero forman parte de una clase social determinada, de la cual procede la naturaleza específica de su feminismo. Primero son obreras, campesinas, burguesas o aristócratas, y por último mujeres. Algo similar propone el liberalismo burgués: primero son blancas, negras, indias, trabajadoras o sirvientes, y sólo en último lugar mujeres. Desarticular esta visión de mundo tomó siglos, pues hubo que desmantelar no solo una descomunal masa de prejuicios, sino, por encima de todo, readecuar totalmente la ubicación de las mujeres en la esfera de la producción. Cuando las mujeres entendieron que primero había que recuperar su propia identidad y solo luego, muy luego, sus distintos papeles en la producción social, cultural, política y económica, se produjo una verdadera revolución en la esfera más inmediata de sus vidas cotidianas: la relación con los varones. Fue en el universo doméstico, en la sincronía sexual con su pareja, en la salud, en la educación y crianza de los hijos, y en la capacidad productiva y creadora de ambos -regida por una dinámica cotidiana, constantemente bombardeada por la ideología burguesa, en el sentido de que la mujer debe permanecer en la casa-, donde se empezaron a resquebrajar las primeras viejas estructuras que sostenían el vetusto enfoque androcéntrico de que la mujer debe depender incondicionalmente de su compañero.
El primer asalto contra la rígida e inamovible creencia de que las mujeres formaban parte del mobiliario de la casa, de que no tenían derecho a la educación, de que su misión en este mundo era procrear hijos y nada más, de que carecían del talento para administrar sus propias finanzas, y otras reliquias ideológicas de esta naturaleza, no lo dieron las feministas radicalizadas, organizadas en grupos constantemente vejados por la policía, debido a sus luchas por obtener el derecho al voto y a la representación parlamentaria. Lo dieron las mujeres sencillas, casi analfabetas, de la clase obrera en las grandes ciudades industriales. Regularmente guiadas por sus congéneres de la mediana burguesía, estos trasvases interclasistas dejaron siempre sin respuestas ciertas, tanto a marxistas como a liberales radicales, quienes creían que el perímetro de clase estaba delimitado antes que el del sexo.
Cuando en el silencio pánico de su vida cotidiana, la tejedora inteligente y sensible, que realiza lecturas clandestinas, furtivamente, lejos de la mirada inquisitiva de su marido y de su patrono, toma consciencia de que existen métodos anticonceptivos, para detener la cosecha de niños desgraciados traídos al mundo casi por la fuerza, la reacción que se produce en su hogar se extiende por el resto de la sociedad, como un incendio imposible de apagar. De esta clase de experiencias diarias se nutrió y se sigue nutriendo el feminismo de nuestros días, porque los riesgos son, la persecución y la destrucción cultural y legal de las mujeres primero y, finalmente, la muerte, como sujetos sociales plenos y autónomos. Si el obrero promedio, portador de una educación precaria e incompleta, tuvo la bendición o la desgracia, de involucrarse con una mujer con aspiraciones, inteligente, bella y llena de promesas, el destino de esta relación es fácil de pronosticar. A la violencia psicológica, social y financiera, la sucede el chantaje con los hijos y, eventualmente, la aniquilación física de la mujer.
La destrucción del otro-diferente, en tanto que entidad con sus propios valores, sus propias aspiraciones y preocupaciones, se hace urgente cuando la amenaza se cierne sobre aquel que piensa que las personas son prolongaciones de sus necesidades más sentidas. Es curioso y paradójico, más bien dialéctico, que después de siglos de estar a la caza de espacios para poder respirar, las mujeres tengan todavía, hoy día, que verse sometidas a las tensiones provocadas por la persona que se siente amenazada con el más mínimo giro de su independencia. Puede tratarse de biologías distintas, de percepciones de la vida y del mundo, sustancialmente diferentes, pero los alcances de la emancipación lograda por las mujeres, sólo puede medirse a partir de la protección de sus propias existencias[20]. Es decir, en la medida en que las mujeres sigan muriendo asesinadas por sus propios compañeros, o por la indiferencia de una maquinaria estatal torpe y criminal, los avances de su emancipación siguen siendo frágiles, y revelan una vulnerabilidad que las obliga a las acciones colectivas cada vez más fuertes y concentradas.
El amor no es suficiente para lograr que la solidaridad tenga sentido y dirección, cuando los asaltos por parte del poder organizado contra las mujeres, cristalizados de formas diversas (las leyes contra el aborto, los salarios desiguales para empleos idénticos, la coacción contra la libertad de movimiento, y otros), llevan la bendición hipócrita de los varones, quienes todas sus vidas, han estado aterrorizados ante la escalofriante posibilidad de que sus compañeras quieran ejercitar su libertad, de la forma que se les antoje. Ese miedo deviene criminal cuando se lo lleva hasta sus últimas consecuencias. El amor, que no puede sustentarse en el terror porque se quiebra, es la creación cotidiana de la pareja-incluyendo a la prole, si la hay-, de una libertad sin cortapisas, sólo imaginable en una sociedad de ensoñación. Por eso la utopía tiene siempre un ingrediente femenino indubitable. En todo momento de la historia de los sistemas de poder-sobre todo cuando el Estado se identificó con la Iglesia (Carl Schmidt decía que en todo discurso sobre los valores del Estado, está presente la textura del discurso teológico)-, a los explotados se los obligó a olvidarse de sí mismos, y a nadie le ha costado más la recuperación de su propia sombra, que a las mujeres.
Es por todas esas razones que el feminismo anarquista propone que el primer paso hacia una libertad total, debe darse en dirección hacia la eliminación del Estado, porque éste, antes que cualquier otra cosa, es el monigote del patriarcado, y con la aniquilación de aquél se puede avanzar mucho en la desaparición de este último. Está visto que, parafraseando a Marx, la liberación de las mujeres solo puede ser obra de ellas mismas. Pero, con el desarrollo de una consciencia de clase plenamente articulada, junto a una sensibilidad en crecimiento y maduración, es posible lograr un nivel de compromiso con las mujeres, por parte de los varones, en proyectos conjuntos de liberación y felicidad, que ya no se nutran del miedo cotidiano de los hombres a ser borrados de su propio horizonte sexual. Nos ha tomado siglos, y aún hoy nos negamos a reconocerlo plenamente, que la potencia sexual no es una cuestión física. Y sigue siendo un asunto de dos.
[1] Historiador costarricense (1952). Catedrático jubilado de la Universidad Nacional, Heredia, Costa Rica. Columnista huésped de esta revista.
[2] Gerda Lerner. La creación del patriarcado (Barcelona: Crítica. 1990. Traducción de Mónica Tusell) Ver sobre todo el capítulo 11.
[3] Respecto a la capacidad de algunas pensadoras, de finales del siglo XIX, para imaginar utopías sociales que presagiaban muchos de los logros del siglo XX, es recomendable la obra de Sheila Rowbotham. Dreamers of a New Day. Women Who Invented the Twentieth Century (London: Verso Books. 2010). Sobre todo el capítulo 10.
[4] Ibídem. Todos sabemos que no existe una llave de oro para abrir el joyero del amor y que, con frecuencia, el amor libre es la única posesión real que tienen el hombre y la mujer pobres en el mundo. Algunos insisten en decir que el amor libre no es práctico en estos días. Hoy, yo no tengo miedo de decir que el amor libre es lo único verdadero que existe del amor, que ha nacido de la vida y que siempre ha estado con nosotros, y que es lo único que endulza nuestro andar hacia adelante. Si el amor es puesto en una jaula, o reprimido de alguna forma, deja de ser amor y se convierte en una cosa horrible, que revienta la vida y maldice lo que está por nacer (traducción nuestra. R.Q.). Capítulo 3. P.62.
[5] Ver el excelente análisis de este proceso hecho por Ester Boserup. Population and Technology (Oxford: Basil Blackwell. 1981) Primera parte.
[6] Mike Davis.
[7] Richard J. Evans. Las feministas. Los movimientos de emancipación de la mujer en Europa, América y Australasia. 1840-1920 (Madrid: Siglo XXI. 1980. Traducción de Bárbar Mc Shane y Javier Alfaya). Pp. 274 y ss.
[8] Nic Maclellan (Editor). Louise Michel (Melbourne & New York. Ocean Press. 2004). Ver la introducción.
[9] Emily Gaarder. Addressing violence against women. Alternatives to state-based law and punishment. En Randall Amster y otros (Editores). Contemporary anarchist studies. An Introductory Anthology in the Academy (London & New York: Routledge. 2009) Chapter 5. Pp. 46-56.
[10] Paul Avrich. An American Anarchist: the Life of Voltairine de Cleyre (Princeton University Press. 1978).
[11] Ver de Juan Jacobo Rousseau. Emilio o de la educación (Barcelona: Edicomunicación. 2002. Traducción de Francesc Ll. Cardona); Mary Wollstonecraft. Vindicación de los derechos de la mujer (Madrid: Editorial Debate. 1998. Traducción de Charo Ema y Mercedes Barat); Mary Shelley. Frankenstein (Madrid: Grupo Anaya. 5ª edición. 1991. Traducción de María Engracia Pujals).
[12] Martha Ackelsberg. Free Women of Spain: anarchism and the struggle for the emancipation of women (Indiana University Press. 1991) P. 13.
[13] Emily Gaarder. Op. Loc. Cit.
[14] August Bebel. La mujer. En el pasado, en el presente, en el porvenir (México: Fontamara. 2ª edición. 2000).
[15] Wang Hui. The End of the Revolution. China and the limits of modernity (London: Verso Books. 2009) Capítulos 1 y 2.
[16] Ibídem. Loc. Cit.
[17] James C. Scott. The Art of Not Being Governed An Anarchist History of Upland Southeast Asia (Yale University Press. 2009) Pp. 19 y ss.
[18] Ibídem. Preface.
[19] (…) los tres componentes básicos de la ideología victoriana en torno a la mujer eran los siguientes: la rígida separación de las esferas de la participación del varón en el área pública de la producción y de la política y la relegación de la mujer a la esfera doméstica, al hogar y a la familia; la idealización de la mujer-madre y de la feminidad mediante el culto a la verdadera mujer; por último, la moral sexual victoriana fundada en la doble moral sexual y la consideración de la mujer como ser asexual, cuyo impulso a la maternidad sería análogo al impulso sexual del varón. Mary Nash. Nuevas dimensiones en la historia de la mujer. En Mary Nash (Editora). Presencia y protagonismo. Aspectos de la historia de la mujer (Barcelona: Ediciones del Serbal. 1981). P. 38.
[20] Ya hemos visto que la anatomía de uno y otro desempeña un papel decisivo en el establecimiento de la primera relación, y sabemos que esta relación es el modelo de todas las que advendrán en la vida de un individuo. El futuro de cada uno depende, sí, de su anatomía; pero sobre todo de lo que el adulto educador (en general, la madre) hace con esta anatomía. Christiane Olivier. Los hijos de Yocasta. La huella de la madre (México: Fondo de Cultura Económica. 1992) P. 98.
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