VEREDAS
VEREDAS
Por: Juan Ondas, Monclova, Coahuila, México
Bajaban de la serranía serpenteando lentamente, sinuosas, acariciando con sus bordes el matorral seco, asado por el sol; lechuguilla, gobernadora, candelilla, gatuños y nopales y de vez en cuando la sombra de mezquites y huizaches confortaban al viajero a la vera del camino; en su largo peregrinar transitaban entre chozas aisladas y pequeños caseríos que daban la nota alegre al paisaje inhóspito, desértico, donde la albarda y la palma de chocha sobresalían con sus largas y esqueléticas figuras que cansadas de arañar al cielo se torcían sumisas a sus costados.
Pareciera que la vida huyó a refugiarse a otros lugares, donde la habrían llevado sin duda a estas y otras tantas veredas que se entreveraban tercamente, una y otra vez, a lo largo y ancho del monte agreste y desolado. Sí, definitivamente debió haber emigrado junto a cientos y aún miles de campesinos hasta allá donde las angostas y polvorientas veredas se ampliaban, convirtiéndose en caminos anchos que llevaban a los suburbios de la ciudad, allá donde habitaban los exiliados del campo que bregaban a diario para conseguir trabajo en alguna fábrica en construcción que reclamaba mano de obra barata, que aguantara los inclementes rayos del sol, y la poca paga, que sin embargo, comparada con la exigua ganancia que dejaba el rudo trabajo en el campo, semejaba para el campesino proletarizado un capital respetable que le permitía satisfacer sus incipientes necesidades citadinas, y además un pequeño remanente que era devorado religiosamente semana a semana por el tendero y el cantinero de la cuadra.
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