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REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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EL FIN DE LA CONCEPTUALIZACIÓN

Por Mario Rodríguez Guerras

direccionroja@gmail.com

1. El teatro de Guiñol

En este mundo, que ya de por sí es un teatro en el que cada uno actúa según las circunstancias, se ha instalado una representación de títeres que es la sociedad consecuencia de la lógica organización de la vida individual mediante la reducción de sus numerosas manifestaciones a las únicas conceptualizadas.

En esta representación para el entretenimiento todo es apariencia. El castillo es un cartón, la montaña una cortina, la niña buena viste colores claros y vivos, la bruja mala es vieja, oscura y con defectos; y el ogro es deforme, grande y con voz ronca. Como atributo lleva un bastón que nos anticipa sus formas violentas.

    

En esta fantasía aparece el poder, el rey en un trono, que le da dignidad y de la majestuosidad del asiento hay que deducir honestidad del aposentado.  El poder se debe identificar con la verdad pues los ciudadanos ingenuos no pueden pensar a) que no exista en la sociedad ni la verdad ni la honestidad; y b) que quien ostenta un cargo no busque la verdad, pues entonces no ostentaría el cargo sino que le detentaría.

      

En este teatro, las marionetas no precisan saber, solo mostrar la apariencia de saber puesto que lo que tienen que resolver ya ha siso establecido y la solución les ha sido dada. Todo está organizado para que esa verdad sea reconocida. Al fin y al cabo el escritor del guión establece la conducta de cada personaje para resolver el problema del títere; y al títere le muestra agradecido por la solución aportada. Todo es una autoalabanza del guionista.

Solo faltaría que se acabara por creer que esta representación representa la realidad; que se pensara que Caperucita pudiera salir del cuento a instalarse en la vida real o  que el espectador fuera al bosque a pedir al búho consejo por su sabiduría.

    

2. La realidad

Los antiguos sabios, que eran honestos por antiguos, reconocían sus limitaciones y, cuando trataban de la verdad, nos decían que solo veían las sombras. Los sabios modernos, que ni han visto la verdad ni su sombra, creen haber alcanzado el conocimiento a través de la lógica revisión de los escritos de los antiguos y de su profunda reflexión.

    

Pero quien no hace caso ni a los sabios antiguos ni a los modernos, y se le ha ocurrido ponerse de pie para mirar a su alrededor, ha podido ver alguna verdad, por ejemplo, la del arte. Entonces dice cosas que resultan incomprensibles a los sabios profundos que poseen todas las referencias conocidas sobre el arte y deducen que si esto no se ajusta a  todo aquello, esto está confundido. Pueden asegurarlo pues saben que todos los sabios les darán la razón. Pero eso no significa nada, pues el origen de sus sentencias es que son tanto parte como jueces en cualquier disquisición y nunca se van a negar ellos mismos la razón. Ninguna verdad puede competir con la fuerza social de las viejas creencias para destronarlas de la sociedad. Otra cosa es el valor de una verdad en el mundo real del conocimiento.

Pero la sociedad está empezando a dudar de la razón, y con razón. Después de veinticinco siglos, la razón todavía no ha sido capaz de ofrecer una definición del arte (cosa para la que bastan veinticinco meses). La razón lleva cien años intentando entender el cubismo, y cuando aparece una explicación racional, la razón no la admite. Nos habla del fin del arte cuando ve que se evapora el mar. Primero hablaba del fin del arte cuando veía al río llegar al mar. Pero todas son manifestaciones del agua ante distintas circunstancias. Esto nos confirma que la razón, cuando trata del arte, hace referencia a su aspecto externo y que se ocupa del exterior porque desconoce el interior. El arte se acabó en Grecia, decía Hegel. Otros teóricos, por el contrario, afirmaban  que el arte nació con el renacimiento, que antes no había arte. Otros más precisos fechan la aparición del arte en el siglo XIX. Y, en general, todos están de acuerdo en que el arte se acaba.

    

Pero ¿Cómo puede la razón decir que se termina una cosa que no sabe lo qué es? Lo único que termina, o lo que empieza, es la forma que ella asigna al arte, pues no comprende que el arte adopta muchas formas, según las circunstancias. El río se hace mar y el mar se hace nubes y como no concibe el agua en estado gaseoso, niega que sea agua, y habla del fin del agua. Lo sorprendente es que la razón no haya entendido este estado pues  goza de una posición excelente de observación, al menos a nosotros nos demuestra que está siempre en las nubes.

Hesiodo, según nos relata Schopenhauer, había visto tres tipos de cabezas. Las de los hombres que por sí encuentran el conocimiento. La de quienes, cuando se lo explican, lo entienden. Y la de quienes ni por sí mismos ni con explicación, la aceptan. Podríamos decir que a la razón le ha correspondido en tercer tipo de cabeza. Pero nosotros sabemos que es al revés.

     

Pero hasta la verdad va a quedar cuestionada y además va a quedar destronada. Es decir, va a resultar refutada racionalmente y va a quedar reemplazada, pero son dos cuestiones diferentes. Hasta nosotros, que buscamos la verdad a cualquier precio, lamentaremos esto último pues para conseguir una verdad vamos a perder otro valor.

    

3. El fundamentalismo

Las ideas flotan en la sociedad y se muestran en todas las expresiones de sus portadores, hasta en las cuestiones más mundanas. Las ideas no son de nadie, de nada sirven los enfrentamientos personales. Lo que ocurre es que, al combatir ideas, es preciso hacer referencia a la forma concreta en la que se muestran. Y la forma la ha concretado alguien en particular. Cuando uno manifiesta una opinión contraria a otra, no pretende desmerecer a su defensor, es posible que, en otras circunstancias o en el pasado, él mismo pensara de esa forma.

    

Las cuestiones teóricas son solo asuntos para la discusión y el autor siempre es un “yo”. Nadie pretende, como hace el arte moderno, negar la autoría. Lo que se pretende es evitar que se lleven las cuestiones teóricas del mundo del conocimiento al mundo social en el que quedan desvirtuadas pues en ese mundo el prestigio del autor pesa más que la verdad. La intención es corregir los errores de interpretación de los fenómenos que los teóricos están analizando. La forma de exponerlo, solo es forma. Pero quien se queda en la forma desconoce el sentido y, por eso,  asignar una intención a los actos de una persona a la que se desconoce, que en psicología se denomina proyección, no indica ningún juicio justo sobre la otra persona.

La cuestión real es ¿Cuánta verdad puede uno presentar? ¿Cuánta verdad puede soportar la sociedad?

      

Pero la fe de los hombres en la razón, les ha hecho postrarse ante ella, y esta ha quedado convertida en una creencia. Ya no importa que sus conclusiones no sean ciertas, nadie puede cuestionarse lo que se ha establecido mediante una nueva imposición. La lógica es un medio en el mundo del conocimiento pero una fuerza en el mundo social y la sociedad se ha apoderado del medio de conocer, no para conocer, la sociedad se apropia de todos aquellos elementos que le sirvan para aumentar su poder frente a quienes quiere arrebatárselo y no tardará mucho en organizar autos de fe y tribunales inquisitoriales.

 

4. El concepto, la sociedad y la realidad

El arte del siglo XX es arte pero de calidad inferior al arte anterior. Solo presenta información de datos; es arte conceptual, hecho por un tiempo conceptual. La época conceptual se da valor reconociendo lo similar, luego, aprecia el arte conceptual y niega valor al arte que no lo es. Es decir, si los hombres de un tiempo consideran una determinada forma de manifestación artística como la forma suprema, no por ello han dicho nada del arte, lo único que revelan es la cualidad de esa época, como dice Nietzsche, la música no revela la esencia del mundo, solo revela a los músicos.

    

Los hombres naturales poseen belleza o inteligencia. Mientras que la belleza humana es apreciada en la naturaleza y en la sociedad, en ésta como valor conceptualizado, la inteligencia en la sociedad solo se aprecia por sus efectos, por el prestigio o la influencia que alcanza quien la posee. Cuando, con el paso del tiempo, el hombre pierde la hermosura y la inteligencia, le queda en su sociedad, no obstante, el prestigio que aquellos atributos le proporcionaron. El prestigio social ha entrado a formar parte por si solo, con independencia de su origen, de los valores que aprecia la sociedad.

         

Todo hombre social pasa a buscar el prestigio como sustituto o complemento de valores reales puesto que es más fácil alcanzarlo, ya que el prestigio es un acuerdo, no una realidad. La sociedad corre el riesgo de apartarse de los valores naturales que quedan relegados ante los artificiales, que tienen mayor consideración como producto de la sociedad que valora; Por ejemplo, Hegel considera que la belleza artística es superior a la natural, lo cual solo quiere decir que el hombre racional aprecia más las representaciones racionales que las naturales: la música de Hegel nos descubre a Hegel. Pero si es posible relegar lo natural ante lo artificial, tal posibilidad se verá algún día cumplida y la sociedad habrá perdido de vista la realidad.

       

5. El valor de la racionalidad

El pensamiento racional es considerado como la forma suprema de conocimiento puesto que muestra resultados precisos e innegables. Pero quien alaba esta forma de conocer está negando otros tipos de conocimiento. Nosotros afirmamos que solo se conoce lo que se conoce, lo cual, para una mente racional carece de significado.

La razón sirve para la ciencia que puede con ella descubrir datos. Esos datos precisos no indican nada acerca de la naturaleza humana. Disciplinas que tengan que ver con el ser humano, quedan vedadas al conocimiento solo racional. No niego la capacidad de la razón para entender de ellas, niego que solo la razón sea suficiente y, por el contrario, otras formas de conocimiento alcanzan gran profundidad en estos campos.

    

Un juez no puede saber cuando un testigo miente, un psicólogo no sabe cuándo una conducta puede responder a caracteres diferentes, un psiquiatra desconoce todo sobre la enfermedad mental pero le gusta utilizar el electroshock, sin saber qué hace; un filósofo puede confundir la verdad con sus intereses. La propia ciencia, supuestamente objetiva, está también condicionada por el pensamiento del tiempo en que se desarrolla.

    

El segundo aspecto de la información científica es la utilidad parcial de los datos que aporta. Saber que dos y dos son cuatro nos sirve para conocer la distancia a un lugar, la cantidad comprada, las deudas acumuladas… ciertamente, son datos útiles, pero nada dicen de la naturaleza humana. Con datos y cálculos asépticos lo único que se produce es la reducción del conocimiento del hombre sobre el hombre a formas estereotipadas. Por ejemplo, la fe en la psicología lleva a determinar a los hombres de una sociedad racional y moderna que el hombre es aquello que la ciencia ha demostrado. Pero ¿qué ocurre con aquello que la ciencia todavía no ha podido conocer? Simplemente, se niega. Esto sin tener en cuenta los errores de interpretación de la ciencia, por ejemplo, aún cuando denunciemos la improcedencia actual de la aplicación del electroshock, en el pasado fue mucho más abusivo.

       

Solo conocemos lo que conocemos significa que aquel conocimiento aprovechable para la existencia requiere que el conocedor tenga el sentimiento de la relación de tal conocer con su sentir. Podemos creer que el conocimiento racional puede llevarnos a la verdad porque la ciencia y la razón han demostrado poseer verdad, pero esa verdad solo es verdad sobre los hechos probados pues la razón solo puede alcanzar a demostrar verdades que queden dentro del campo desarrollado por la ciencia; y la ciencia pretende, mientras se desarrolla, que todo conocimiento no probado por ella carezca de validez y de efectos. Además, el pensamiento racional no puede determinar por sí mismo cuales son los hechos que deben tenerse en cuenta a la hora de alcanzar una conclusión, es decir, no sabemos cuándo dejar de razonar; y tampoco podemos asegurar que todas las conclusiones de la ciencia sean objetivas. Por ejemplo, Nietzsche discrepa de la conclusión de Darwin sobre el desarrollo de las especies. Mientras éste afirma que sobreviven las más fuertes, Nietzsche piensa que son los débiles quienes dominan la tierra. Cualquiera que sea la verdad, se demuestra que la conclusión de la ciencia está condicionada por el conocimiento del pensador. El hombre que cree en la razón, en realidad, ha quedado atrapado por la lógica racional, de tal forma que piensa que la razón ha sido capaz de considerar todos los aspectos de un fenómeno cuando, para aceptar esa conclusión, se niega a aceptar los hechos ciertos que contradicen sus creencias. La argumentación racional es irrefutable cuando se niega a aceptar las evidencias. Por ejemplo, Calígula dirigió un imperio y si ahora nos parece un hecho demencial es porque tomamos en consideración unos aspectos que no apreciaron sus partidarios. Si analizamos cuidadosamente qué persiguen quienes defienden la razón veremos que solo buscan el poder. Por ejemplo, la política, supuestamente racional, pretende estar por encima de la religión, claramente irracional.

 

La razón es como un león al que no se puede oponer otro, solo conseguiríamos una lucha sin final. Hay que utilizar las armas del domador para poner esa fuerza al servicio del hombre. Pero sabemos que quienes dicen amar la razón tienen claro su objetivo: Que el león acabe con el domador.

       

La llamada fe en la razón es, en muchas ocasiones, una forma de disimular la aceptación de criterios generales, por ejemplo, asumir convencionalismos sociales, lo cual queda perfectamente reflejado en la película La hija del general [1]. Si bien todo espectador queda repugnado por la conducta del general, sería difícil encontrar a alguien que hubiera actuado de forma distinta: Quien lo hiciera sería considerado una oveja negra. El cine nos presenta cientos o miles de casos reales en los que el protagonista es acusado de delitos o de demencia mediante pruebas evidentes pero que no se sostienen ante el juicio del sentido común y, sin embargo, en ninguno de los casos, nadie se atrevió a utilizar el sentido común; solo el espectador juzga correctamente porque se siente seguro ante la pantalla con la garantía del criterio del director de la película. Pero, en todos los casos, podríamos sustituir a los espectadores de la pantalla por los personajes de la vida real y actuarían de la misma manera; y estos, ante la pantalla, revelarían toda la justicia que les faltó en su momento. Ese criterio que cada uno ha considerado razonable resulta que está condicionado por las circunstancias y lo que temen de las circunstancias es el juicio ajeno.  En algunos casos, existe una manipulación de la realidad por parte del guionista, en ese caso ¿Cuántos lo perciben? Solo, cuando se trata de cuestiones políticas, quienes piensan de otra forma y solo porque ya tienen un criterio previo. Ahora, pedimos al espectador que se ponga en el lugar del protagonista y como, sin duda alguna, reaccionará de su misma forma, lo que le pedimos es que piense en cómo se sentiría. Pero si este espectador es capaz de imaginar su frustración, entonces, esta simpatía ¿no es acaso un conocimiento irracional? ¿Podría la razón explicar alguna vez un dolor de muelas? No, la ciencia solo podría dar razón de las causas que le provocan pero nadie que no haya tenido un dolor de muelas podría entenderle jamás mediante una explicación científica.

                   

Para completar todos los aspectos de la cuestión planteada en este ejemplo, digamos que la presión al general parte de un deseo de dominio y que la incomprensión de quienes deben valorar se debe a que todos ellos son, ciertamente, razonables, pues cada uno de ellos ha actuado según está dispuesto, de tal forma que, habiendo un error, nadie es culpable. Los políticos promulgan una ley para sancionar un delito y los jueces la aplican; de la misma forma, la ciencia establece un protocolo que los médicos cumplen. Los ejecutores se pueden percatar del error, pero no está en sus manos cambiar la ley, además, también desean comprobar su poder. Los que pueden hacerlo no pueden incluir en la redacción de la norma un espíritu, solo una forma. Hay daño pero, si se llega a apreciar, es “razonable” que no haya culpables, en todo caso, una responsabilidad de la administración. Pero, no habiendo culpa, no se considera necesario buscar una solución porque nadie comprende la existencia de un problema. Aquello que se hace buscando un fin acaba generando lo opuesto a lo que se perseguía. La razón de ello es la división de poderes. La exigencia social que se hace a todo gestor de que no se comprometa solo significa: no intentes buscar la verdad, es decir, no tengas un criterio propio, acepta el de los demás. En la sociedad, el concepto de verdad ha sustituido a la verdad y todo es parcial y siempre algo circunstancial.

     

La razón aprecia al sabio. Un sabio es un hombre que lo sabe todo, sabe incluso lo que puede hacer con lo que sabe –pero no comprende qué debe hacer con ello. Saber deriva de un conocimiento racional  que el sabio posee. Comprender es conocimiento intuitivo que ninguna razón puede proporcionar. Lo opuesto al sabio es el ignorante…

    

Ningún dato racional le sirve al hombre para su existencia personal, pero es muy útil para la vida colectiva. En los hombres predomina el carácter de la especie, si se busca un carácter individual habrá que buscar al hombre, pero el hombre es negado, solo es admitido como concepto pero rechazado como fenómeno. Según decía Schopenhauer, aunque de forma imperfecta, el genio ve en el fenómeno la idea, el hombre vulgar, el concepto, ya que éste solo aprecia en la existencia aquello que tenga relación con su interés. Y, aunque se sepa esto, los hombres racionales pueden dormir tranquilos, los antiguos dejaron establecido, y de forma racional, que la existencia colectiva era una exigencia de la existencia individual y ¿quién se atrevería a desafiar a los clásicos?

Nota: 1.- La hija del general, película de 1999 protagonizada por John Travolta y Madeleine Stowe y dirigida por Simon West.

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